lunes, 27 de junio de 2016

Muerte en el mar -Final-







Autor: Tassilon Stavros

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MUERTE EN 

 

 

EL MAR  -FINAL-

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 La verdad sobre la Armada Invencible
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La elección de Isabel, sin ella imaginarlo, fue así saludada por la nobleza española con aplauso unánime. El Cardenal-Infante Don Alberto, regente de Portugal, aguardó el desembarco de las tropas inglesas con un poderoso ejército, mediante el cual las ansias de venganza de la hereje Isabel serían fácilmente reprimidas. En efecto, fue una descabellada incursión la que allí, frente a las costas de Lisboa, tuvo lugar. Drake, desconocedor del poder de los destacamentos que mandaba el regente de Portugal, contaba con un rápido triunfo que sentaría nuevamente en el trono lusitano al prior de Crato, nombrado por Isabel. Seguro de su éxito, se precipitó con ciego ardor contra los tercios españoles y portugueses en las proximidades de Lisboa.

Fue una terrible carnicería. Los ingleses fueron aplastados, pagando así el intolerable tributo a la ambición de su soberana. Las víctimas se contaron por cientos. Presas del caos, no hubo forma humana de restablecer el orden entre el ejército corsario, más avezado a la batalla del mar y al saqueo de sus ciudades costeras.  Lisboa, avanzado baluarte contra el imperialismo corsario de Londres, mostróse así reacia al asedio inglés. Los cadáveres de aquellos mercenarios al servicio del trono británico amontonábanse en fosas comunes cercanas al mar. De esta suerte, temeroso de alargar aquel enfrentamiento imposible de sus tropas con aquellas fuerzas espectaculares del Cardenal-Infante, mediante las cuales Felipe rompía, finalmente, las cadenas de su gran descalabro en Calais, y temiéndose ahora un fin trágico y sin gloria, por inmediata inanición de aquella retaguardia aniquilada, así como una posible epidemia de tifus, Drake ordenó a los escasos supervivientes que alzaran sus reales y reeembarcaran rumbo a Inglaterra, vivamente anonadado por la pérdida de sus mejores hombres.

Habíanse enfrentado a un nuevo tiempo. Frente a ellos entronizábase la renovada supremacía del imperialismo español, y esta vez habían sido vencidos por él. A partir de entonces sucediéronse una tras otra las derrotas inglesas frente a las escuadras de Indias, objetivo primordial de los corsarios Drake y Hawkins, y del no menos afamado almirante Howard. En aquel año del Señor de 1591, Howard siguió con sus avances en aguas del Atlántico, exacerbando así los ánimos de los un tanto aislados conciudadanos de Albión, y tratando con ello de alimentar la epopeya patriotera de un pueblo que, en realidad, desconocía el triunfo de sus nacionalismos, pues las lápidas diseminadas por las frías tierras verdeantes de Escocia y Gales reducían la historia de aquella isla, cuando menos desmembrada, en simples símbolos de federaciones temporales, que durante siglos ignoraron el concepto de una auténtica patria inglesa. 

Lanzóse Howard, con fuerzas numéricamente inferiores, al acecho del paso de los convoyes provenientes de Indias. Y descubierto por los españoles, fue puesto en fuga a la altura de las Azores. El Revenge, uno de sus mejores buques fue capturado, sirviendo después de modelo a los ingenieros de Felipe para la elaboración de nuevas embarcaciones en los astilleros de la península. En 1594, el fermento conquistador de los corsarios ingleses hallábase nuevamente en auge.

Concentrada la flota de Drake frente a la Gran Canaria, avanzó con sus naves hasta el pie de las murallas de la capital. La ciudad estaba bien defendida. Una vez y otra, con toda energía, fueron rechazados los ataques ingleses por las guarniciones regulares de España y la escuadra guardacosta allí apostada. Muchos de los corsarios que se habían lanzado al asalto, tratando de escalar las murallas, cayeron prisioneros, y a través de los mismos, convenientemente sometidos a tortura, logró averiguarse que el objetivo primordial de Francis Drake y John Hawkins era atacar Panamá. Había sido aquel un secreto militar celosamente guardado por Isabel y sus piratas. 

Los almirantes españoles estaban impacientes por saldar sus cuentas con las tropas isabelinas. Y, finalmente, parecía haber llegado el tan ansiado momento. La gran flota española diseminada en aguas del Caribe y las ingentes tropas concentradas en Tierra Firme hallábanse ya en guardia cuando las naves piratas aproximáronse a Santo Domingo. Descubiertos los corsarios ingleses, la maquinaria represiva puesta en marcha por la impresionante armada filipina, buena conocedora de las ansias de rapiña y del colosal saqueo con que prometíase resarcirse la insaciabilidad filibustera de los favoritos de Isabel, sería masiva y despiadada. La flota inglesa fue, de esta suerte, reducida a cenizas. Y manteniendo ahora tan sólo los rescoldos de una imposible supremacía naval, fue así prácticamente exterminada como segunda protagonista de la historia europea en aquel colofón del siglo que ya finalizaba. John Hawkins se arrinconaría en un terrible sentimiento de desesperación muriendo poco después.


Por su parte, Francis Drake trató por todos los medios de ir descargando su ira ya incontenible sobre pequeñas poblaciones españolas caribeñas a las que consideraba desprovistas de toda protección. En efecto, muchas de ellas se hallaban indefensas y sus pobladores no dudaron en evacuarlas previamente al conocer su presencia. Pero, al mismo tiempo, sus escasos defensores reafirmáronse en muchos ataques de guerrillas, arte en el que los españoles eran duchos como pocos, contra los ingleses. Ataques bien milimetrados que en aquellos territorios selváticos, clima a los que los corsarios de Isabel hallábanse poco avezados, iban sumando bajas a las producidas por enfermedades tropicales.

Drake planeó atacar Cartagena de Indias, pero el gobernador Pedro de Acuña, conocedor de los planes, había preparado cuidadosamente las defensas que ahuyentaron a Drake tras ver su disposición, continuando su camino hacia Panamá. Francis Drake trató de seguir con el exiguo resto de sus naves supervivientes hasta Panamá en un necio intento por saldar cuentas por la derrota sufrida con la rica ciudad centroamericana. Allí le aguardaba Diego Suárez con su magnífica y descansada guarnición, que embistió contra los ingleses con aquella dinámica espléndida, de gran fervor y disciplina, que caracterizase a los tercios españoles.

El 6 de enero de 1596, llegó frente a Nombre de Dios, encontrando la ciudad desierta. El capitán general de la zona, Alonso de Sotomayor, supuso que Drake atacaría subiendo por el río Chagres, por lo que concentró un gran porcentaje de su escaso ejército en la fortaleza del Chagres, pero pensando también en un ataque por tierra, construyó sobre una loma en el camino que llegaba de Nombre de Dios el fuerte de San Pablo, con 70 soldados al mando del capitán Juan Enríquez. Drake propuso que Baskerville avanzara con 1.000 hombres por el camino, mientras él lo haría con una flota de barcazas por el río. Al final Drake no hizo nada y Baskerville, tras dura marcha fue rechazado por los disciplinados hombres del capitán Enríquez. Cuando preparaba un segundo ataque llegaron por la espalda 50 infantes de refuerzo al mando del capitán Lierno Agüero, quién tuvo la brillante idea de hacer sonar todas las trompetas y tambores, como si fuera un gran ejército, lo que provocó la desbandada de los ingleses. Atacados por españoles y panameños, contaron cuatrocientas bajas entre muertos, heridos y desaparecidos durante los tres días que tardaron en reunirse con Drake en la costa.


Bajo un sol que caía a plomo, reclamando espacio libre para  su huida enloquecida, y azuzado duramente por las fuerzas de refresco bien pertrechadas de los españoles, Drake mordió de nuevo la áspera corteza de su total impotencia. No tenían posibilidades de obtener agua potable ni víveres. Cada vez que penetraban tierra adentro buscando provisiones, la guerrilla española y panameña producía nuevas bajas, a las que había que sumar las producidas por la selva tropical. Tuvieron que abastecerse de las aguas insalubres del río que produjeron nuevas enfermedades en los ingleses. Drake, enfermo y hundido tras comprobar la magnitud de la derrota de Baskerville ordenó zarpar, tras quemar Nombre de Dios. Y entre un estrépito hecho de dolor y bulla, fue así breve, aunque no menos sangrienta la postrer batalla. Milagrosamente logró escapar el insaciable pirata. El brinco suave que ofrendaban las verdes aguas caribeñas proclamaban ahora ante él la rezagada venganza de Felipe de España, pues, debilitados por aquella huida sin rumbo fijo, la mermada flota de Francis Drake fue arrinconada y prácticamente hundida frente a Portobelo. Agotado y mortalmente enfermo, el 28 de enero de 1594, el famoso corsario inglés de la reina hereje moriría en la más completa desesperación víctima de la disentería que le produjo el agua contaminada. Antes le había ordenado a su limitada tripulación que destruyera en su memoria Portobello, cosa que hicieron con posterioridad mientras las campanas de Castilla replicaban por su muerte. 

Su cadáver fue arrojado al mar en un ataúd lastrado, en las proximidades de la costa panameña, en un desolado islote que los españoles llamaron “Mogote”, después “islote de Drake”. De aquellas también invencibles 30 naves salidas de Plymouth, tan sólo cinco, escasas de tropa, y con sus únicos supervivientes exhaustos y sin víveres, como un nuevo trofeo a los errores humanos, no sometidos esta vez a las inflexibles leyes de la Naturaleza, lograron regresar a las costas de Inglaterra. 

La última batalla contra Felipe de España: El saqueo de Cádiz

Dos años después de la muerte de Drake, el 29 de junio de 1596, los habitantes de Cádiz, que habíanse aventurado a salir con gran sorpresa de las murallas que bordeaban la ciudad, observaron con estupor la proximidad de una flota de naves anglo-holandesas que, comandadas por Robert Devereux, Duque de Essex y favorita de Isabel, Sir Walter Raleigh, y el almirante Charles Howard, aprestábanse a lanzarse contra la blanca villa andaluza, llevados probablemente a tal extremo límite por la indócil voluntad y el hegemónico despotismo de su siempre insaciable soberana. 


Fray Pedro de Abreu, testigo del ataque inglés, el cual reflejaría en su escrito "Historia del saqueo de Cádiz por los ingleses en 1596", publicado en en 1866 por la "Revista Médica",  explica que se trataban de 157 naves inglesas dotadas de 15.000 infantes y gran cantidad de unidades de caballería y artillería. Los invasores ingleses se proponían apoderarse de la Flota de Indias anclada en el puerto de Cádiz que se hallaba dispuesta a partir con un valiosísimo cargamento procedentes de las arcas españolas. 

La armada de Isabel, alejándose de la zona de la Alameda y del puerto de la ciudad, desembarcó en una pequeña playa (donde hoy se localiza el puente Carranza), ya que desde esta zona apartada del centro de gaditano podrían bloquear con mayor facilidad las posibles ayudas que llegaran desde el Arsenal de La Carraca, y evitar la más que probable fuga de gran parte de los habitantes de Cádiz. Sorprendidos así los gaditanos, y conscientes de su escasa capacidad de defensa, dado que tan sólo contaban con unos centenares de soldados y una escaso equipamiento de artillería, se aprestaron, antes del desembarco inglés a enviar, como se pudo, emisarios a Madrid en demanda de socorro, mientras muchos de los habitantes de la ciudad empezaron a recorrer los pueblos cercanos a la ciudad, llegando hasta la misma Sevilla, en busca de refuerzos consistentes naturalmente en hombres, caballerías y toda clase de armas. Pese a que los hombres y mujeres de Cádiz se preparasen mientras tanto con enorme rapidez a repeler a los invasores ingleses, portando incluso pesadas piedras a sus azoteas, a fin de arrojarlas a las testas enemigas, las murallas que bordeaban la ciudad, por aquel entonces, se hallaban en un estado lamentable, y la ciudadela o castillo de Cádiz, enclavado en una de las esquinas amuralladas carecía de las defensas necesarias para defenderse de la ingente tropa inglesa. Por ello mismo, la Flota de Indias levó anclas el 1 de julio, huyendo de la bahía gaditana y fondeando muy cerca de Puerto Real, donde las aguas, al ofrecer menor profundidad, podrían entorpecer el acercamiento de los navíos ingleses. No obstante, Howard, Devereux y Raleigh dieron comienzo a un incesante cañoneo, respondido también por los galeones españoles. Sus capitanes, viéndose en inferioridad de condiciones, decidieron entonces ordenar el incendio y hundimiento de toda la Flota de Indias antes de que la misma cayera en manos de los corsarios ingleses.

Cádiz cayó aquella misma tarde, incapaz de defenserse de los invasores y pese a haber recibido refuerzos de Jerez de la Frontera y de Chiclana. El resto de apoyos militares españoles llegaron tarde. Las fuerzas defensoras gaditanas y cerca de los diez mil habitantes de la ciudad se habían refugiado en el castillo. Pero ante la rapidez de la huida el acarreamiento de víveres había resultado escaso para tan ingente concentración de hombres, mujeres y niños a los que los ingleses amenazaban con pasar a cuchillo si no negociaban una rendición inmediata. Hiciéronlo así las autoridades gaditanas, pactando con el duque de Essex una entrega de ciento veinte mil ducados a cambio de que Cádiz fuese definitivamente ocupada sin efusión de sangre. Essex, Raleigh y el corsario Howard dudaban de que el pago de dicha suma pudiese salir de las arcas gaditanas, por lo que exigieron, para respaldar la entrega del dinero, llevarse a Londres como rehenes a cuarenta de los más influeyentes nobles de la ciudad. Tras dos semanas de constate saqueo e incendios (más de 290 casas, entre las que se contaban iglesias y hospitales) que redujeron la blanca villa casi a cenizas, el ejército anglo-holandes abandonaba Cádiz con sus rehenes y un botín valorado en unos veinte millones de ducados. Devereux, Raleigh y Howard sabian que, antes o después, caería sobre ellos la supremacía militar con que Felipe se comprometería a liberar la capital gaditana. 


Los rehenes, prisioneros en Londres, fueron liberados en julio de 1603 por Jacobo I, heredero de la corona inglesa, cuatro meses después del fallecimiento de Isabel Tudor,  acaecido el  24 de marzo de 1603 cuando la reina hereje contaba 69 años. Frente al portal frío de su ávida conciencia  no se mantuvo más que un recuerdo concreto y perceptible, una densa esperanza de pura sustancia final espesamente alfombrada con feroz impaciencia por un ensueño: el de crecerse en una cadena de eterna vida física coronada por nuevas posesiones, como si su corazón siguiera latiendo en la noche radicalmente enmarañada de su ambiciosa política. Y así permaneció algún tiempo. 







Más allá de este sueño de agotamiento completo, Inglaterra, como cualquier otra nación, seguiría latiendo con ese ritmo del destino, tan corrosivo, tan inconquistable, tan monótono, con sus crisis y sus linfas restauradoras, tan sometido al cabo a las fuerzas vivientes por venir, como suspendido así en la eternidad.