jueves, 18 de febrero de 2016

Muerte en el mar -IV Parte-




Autor: Tassilon-Stavros




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MUERTE EN EL MAR  -IV PARTE-



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La verdad sobre la Armada Invencible
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Con disonantes juicios se contenta la historia al tratar de encausar los motivos que impulsara a tan paradójico personaje como fuera Alejandro Farnesio, gran hombre de confianza de Felipe II, e instigador de la perpetrada invasión de Inglaterra, a mostrarse tan despiadado con Medina Sidonia, jugándose con tan malas cartas lo que muy pomposamente dábase en considerar como "la suerte de la Cristiandad", hasta acabar encastillándose en una negativa de socorro, contra todo lo acordado, entre las siempre soliviantadas tierras de Flandes. Cuéntase que ante las reiteradas misivas en petición de auxilio enviadas por Medina Sidonia, no pudo por menos que responder: "¿Acaso quiere que vaya a socorrerle con la caballería?". El único intento por parte de Farnesio de acercamiento a la flota española fue el de una dura marcha nocturna que partiendo de Nieuport llegóse hasta Dunkerque. Desde dicha ciudad resolvió definitivamente no aventurar sus fuerzas en un ataque que él calificaba de suicida. Y de nuevo se pronuncian con discordes criterios los historiadores sobre el soliviantado fermento de tan inconcebible negligencia esgrimida por tan fiel colaborador como fuera en un principio el ahora reticente Duque de Parma. ¿Cuestionaríase Farnesio si su intervención, tras aquel primer fracaso, en el enfrentamiento con los ingleses, de la ingente Armada Española, bien que, en parte batida por aquellos inacabables temporales del norte, que azotaban de igual forma las costas de los Países Bajos, no se ungiría, en verdad, con la infinita aureola del más tiránico de los despotismos autocráticos? Y que, probablemente, la Divina Providencia no se hallase dispuesta a secundar la firme voluntad de Felipe en la tan deseada aventura marina del desembarco español en Inglaterra, marcada ya por la amenaza de los desatados elementos.

¿Remordimientos? ¿Temor a que no se cumpliesen los tiempos esperados? ¿Angustia recóndita con que se desgarran nuestras culpas, tendidas ahora sobre un horizonte de justificaciones?... Lejos quedaban aquellos atardeceres del Alcázar madrileño, tan gozosamente poseídos por una plenitud de complacencias palaciegas entre caballeros experimentados en la fanfarria grandilocuente del combate, prestos a conceder su ciego soporte al gran monarca de las Españas, cuyo ímpetu contenido animaba la escultura austera de su rostro. La estampa ufana de sus navíos, la flota más espectacular jamás vista en el mundo, perfecta conocedora de todos los mares, surcaría los oleajes, movida siempre por su puño implacable, animando así, con un mismo batir del corazón, a aquella nobleza española que se mostraba dispuesta a perpetrar tan arbitraria y sangrienta invasión del suelo inglés, asegurándose con ello el patrocinio de los atemorizados pueblos cristianos de Europa.

... El domingo 7 de agosto, frente a Calais, las escuadras de Howard y Seymour desplegábanse de nuevo en la distancia; tomaban posiciones, tal y como temían algunos capitanes de Medina Sidonia, en semicírculo, acordonando toda posible escapatoria desde el puerto francés... Y así transcurrió el día, sin intentar los españoles, por lo pronto, salidas repentinas para romper el bloqueo. Juan de la Huerta había volado aquella mañana de domingo hacia Dunkerque en busca de un nuevo aprovisionamiento de balas de cañón, pues la escuadra española acusaba ya una gran falta de municiones. Había anochecido. Por lo pronto, nada sucedía. Al menos en apariencia. Soplaba de nuevo, para desesperación de ambas flotas, un viento huracanado, entre un hervidero de olas enormes. La orden del almirante fue tajante: abandonar aquella trampa al amanecer, lanzando hombres y destinos hacia un despliegue efectista de varias millas, pues las dos escuadras no tenían más salida que enfrentarse otra vez en un combate más sangriento e implacable que el de sus primeros encontronazos. Lanzaron entonces los vigías sus voces, como gritos enigmáticos. Se ahogaban en el apartamiento de aquellas alturas. Y así redoblaron sus clamores. Sus ojos avezados atravesaban ahora el negror espantable de aquel mar picado, que se retorcía de olas trenzadas, como vivos sarmientos apresurados sobre la rueca interminable de las aguas, mientras moraban fulgores perdidos en la lejanía. Pequeños puntos de luz, irreconocibles, movíanse con gran estrépito en la oscuridad, al igual que pajarracos bravíos y solitarios en busca de los roquedales abruptos formados por los grandes galeones de la armada española, e impulsados siempre por las violentas rachas del viento y la persistente y terrorífica marejada. Con gran esfuerzo, desde el temblor de las velas y mástiles, contáronse hasta ocho. Tratábanse de las temidas barcazas incendiarias, conocidas por "brulotes", cuya proximidad podría significar la quema total de la escuadra de Felipe. La idea había partido de la mente corsaria de Francis Drake.

En efecto, eran los siniestros "brulotes" pequeñas embarcaciones o añosas barcazas, llenas a rebosar de materias inflamables y explosivas. En todos ellos colocábanse las llamadas "camisas de fuego", elaboradas con polvorina y azufre, que luego se recubrían de lonas embreadas. Navegaban siempre al abrigo de los bajeles de la escuadra, e incendiábanse con gran facilidad. Dirigidas acto seguido por el viento huracanado, lanzábanse hacia los pasillos abiertos por el navegar de los grandes navíos, en busca siempre de la colisión con las enormes carcasas de los buques. Temblaban los "brulotes" destrozados por grandes estampidos, y aquellas espectaculares naos, de vigorosas construcciones, no tardaban en arder como auténticas piras de suplicio. Doscientos años antes, en 1371, los buques ingleses habían vivido el horror de los "brulotes" en el puerto de La Rochelle, reducido a cenizas por el almirante Bocanegra, al servicio de la corona de Castilla.

Esperaron los españoles a que los lanchones incendiarios se hallaran más cerca. Zumbó un primer cañonazo. Luego una cadena estentórea y tajante vomitó su fuego ininterrumpido desde gran parte de los navíos filipinos. Se llegaban ya seis de los ocho "brulotes" ardiendo en efecto. La flota recibió la orden de levar anclas, y abriendo brechas entre aquellos pasadizos infinitos de la noche, dejaron paso a las ígneas barcazas de los ingleses como a lenguas satánicas que así refulgieran entre las tinieblas. El capitán Serrano, acompañado de una parte de su audaz dotación, pudo llegarse hasta el fuego infernal de los "brulotes" de Drake, y, expertos en lanzar garfios de abordaje, trabáronlos valientemente, hasta acabar desviándolos de la escuadra. Las temibles barcazas fueron devoradas unas tras otras por la combustión de sus deletéreas "camisas de fuego". Desaparecía así aquella especie de candelada expiatoria frente a los muelles de Calais, siendo, de inmediato, absorbida por la turbulencia de las aguas, tras mostrarse en un postrer instante como un hervor de ampollas empurpuradas, y ser engullidas por las fauces siempre insaciables que formaban las ondas furibundas de aquel abismo espumoso del mar.


Palpitaban de nuevo las corazas untuosas de las naves. Un profundo crujir surcaba la noche. En la nao capitana y la San Juan, en la Real y el resto de embarcaciones más próximas rondaban enfebrecidos los tercios de Felipe, profiriendo la estrofa soez de sus insultos sobre el hinchado mar de sus enemigos, una vez conjurado puntualmente, gracias a la audacia de sus valientes marinos, el peligro de aquellas coronas de fuego convenientemente dirigidas desde los buques isabelinos. Una parte de la gran flota, al ejecutar con gran presteza las duras maniobras, expandióse ahora en la oscuridad como caravanas indefinidas en un valle de turbulencias tan amenazadoras como siniestras, alumbradas con cientos de hachas de resina, que el los ventarrones vapuleaban sin cesar, pues arreciaba el terrible vendaval. Algunos galeones viéronse arrastrados hacia el Norte, próximos al peligro que significaban los bajos de Flandes. Otros navío, absorbidos por la entinieblada noche, abordáronse por accidente. Hugo de Moncada, con su nao San Lorenzo, sufrió un terrible encontronazo con el ancla del buque Almirante. Perdió su rumbo el timón, y ya sin gobierno, se destrozó en los rompientes escarpados de una costa que parecía reducida a grandes montones de ruinas, atrapada ya por los fondos arenosos y movedizos de la playa próxima. Capitán y parte de la tripulación murieron heróicamente tratando de evitar los escollos costeros. Pasó aviso Medina Sidonia a cuantos navíos le precedían del gran peligro que se corría de no obligarse la escuadra a orzar ahora convenientemente, y enfrentarse al enemigo inglés, que les perseguía a favor del viento.

Fue un amanecer brumoso, de cielos plúmbeos. Principió una lucha enconada y sangrienta; una pugna fratricida, como son siempre las de los hombres en nombre de sus patrias respectivas, que ya no conocería descanso. Muerte y destrucción recorrerían los planteles marinos. Jugaban de nuevo los hombres a ser dioses, cercenando sus destinos, como torrentes salvajes en la invocación de la sangre. Acometió Medina Sidonia con todas sus fuerzas a la capitana inglesa, que, favorecida por el viento, veníase hacia él con un ingente número de bajeles. A poco, uniéronse a Sidonia las naves los capitanes Recalde, Francisco de Toledo, Pimentel, Luzón, Mejía, Diego Téllez, Diego Flórez, y fran parte de la alertada escuadra. No retrocedían los tercios de Felipe pese al acoso constante de la artillería isabelina. El fuego corto de los cañones españoles dejó de resultar ineficaz. Los artilleros, impregnados de pólvora, entre humaredas dantescas, dejaban vomitar sin orden ni concierto a aquellas bocas de febril lumbre satánica, que se perdían entre los pasadizos abombados de las naves, o destrozaban sus panzas temblequeantes y azotadas por las olas. Las brechas abiertas en los buques se convertían en auténticas cavernas del horror. Aquellos esqueletos astillados que formaban las cuadernas, como entrañas oradadas por dedos de fuego, regurgitaban sin cesar hombres descuartizados. Se sucedían los intentos de abordaje por parte de los españoles, pues en ello estaba su superioridad. Los mosquetes eran disparados sin cesar. Empuñaban también sus inutilizadas espadas los enloquecidos tercios. Tras el fracaso, caían los hombres al mar, y parecían de inmediato como devorados y desmembrados por un utópico banco de criaturas feroces y teratológicas, habitantes de las profundidades oceánicas. Aparecían también los remeros de las galeazas, azotados por los embates del mar, que se colaba por tan fantasmagóricos boquetes. Y allí eran deglutidos, como sustento ensangrentado de tan monstruosos estómagos. Ambas armadas tambaléabanse ya semi destrozadas sobre las olas. Hallábanse a la altura de Gravelinas.

Las naves de Howard, que habían logrado evitar los temerarios intentos del abordaje, indómito y batallador, de aquellos tercios invencibles, encontrábanse casi desarboladas. Consiguieron, no obstante, como se alcanza un ideal que ni siquiera puede concebirse, contener el aluvión inexpugnable del poder español, impidiendo la invasión de su país. Farnesio había recibido la orden por parte de su soberano Felipe de cruzar de inmediato el estrecho. Pero no se movió, aduciendo que sus filipotes, medio carcomidos, hallábanse sin calafatear, y todo intento de lanzarse a aquel entenebrecido y turbulento mar habría resultado inútil. El de Parma cerraba así, con su indecisión, el más importante capítulo de tan gran conflicto, pues, hallándose la escuadra inglesa prácticamente indefensa, tras aquella última y terrible prueba con que desarmábalos el aguijón imperial de España, y casi convencidos ya de haber perdido la partida, hubiera podido penetrar en Inglaterra sin dificultad. En efecto, cientos de moribundos y heridos poblaban ahora los bajeles corsarios de Isabel. Habíanse sucedido diez terribles días de lucha sin tregua. Los alimentos hallábanse completamente podridos: incomibles sus reservas de pescado, enmohecidos sus depósitos de harina. Y una epidemia de tercianas diezmábales sin remedio.

El gran navío llmado Isabel Jonás había perdido en la lucha doscientos de sus marinos. El bajel comandado por Sir Roger Townsend quedó reducido a un solo tripulante. Y en el resto de la flota escaseaban los hombres, haciéndose impracticable todo intento por manuiobrar las naves y levar sus anclas. Socorridos, no obstante, por la galera Real, lograron recoger sus ya escasas fuerzas y navegar hasta la costa inglesa. La amazacotada losa del más extremo de los cansancios pesaba sobre los supervivientes. Dudábase ya de que el laurel del triunfo, poco antes acariciado, pudiera en verdad pertenecerles. La terrible batalla había durado desde las ocho de la mañana hasta más allá de las cuatro de la tarde.


Tras lograr reunir unas 40 de sus mejores unidades, y pese a una considerable falta de municiones y una multitud de heridos, preparóse asimismo Medina Sidonia para llevar a efecto una definitiva y aplastante embestida contra el enemigo inglés. Enderezáronse así sus proas en un ansia de nuevos asedios, prestas para emprender una encarnizada persecución que desmembrara definitivamente la flota enemiga. Pero el peligro inmediato hallábase ahora en la pavorosa tormenta que se abatía sobre aquel Norte, por lo general, embravecido y cruel. El oleaje y el vendaval racheado que atrapaba las naves en su vorágine huracanada, ponía fin a tan desigual refriega; se alzaba en verdad con su corona triunfante, y desgajaba el abrazo feroz de los buques que habían quedado útiles para continuar aquella absurda batalla, de visos alucinantes. Durante el siguiente amanecer del día 9 hallábase la escuadra española tan distante de la amenaza inglesa como del socorro que pudiera impartirles desde la costa de Dunkerque Alejandro Farnesio. Las terribles corrientes habíanles empujado hacia el profundo Norte, frente a las semillas del odio de las costas de Holanda y el calado escasísimo de sus prisioneras aguas, que podrían contribuir a transformar aquella empresa en inesperado cementerio para las grandes unidades de la armada filipina. El inquieto protagonista de tan magna aventura, cansado y decepcionado, preparóse, pese a todo, para un nuevo choque con los restos de la escuadra inglesa. Convocó así Medina Sidonia, con tres cañonazos, a aquel resto heróico de su gran flota, temeoroso de que, en su lucha contra los terribles elementos, pudiera llegar a desbandarse, e insistió una vez y otra en que, pese a lo agitado y tempestuoso del mar, tratasen por todos los medios de alejarse de aquellas mortíferas costas de Zelanda.

Las desarboladas naves inglesas, prácticamente arruinadas por la metralla de los galeones filipinos tras la postrer y sangrienta resistencia frente a los españoles, mantuviéronse en suspenso. Fue aquel su momento más crítico. Una nueva embestida por parte de Medina Sidonia habría condicionado su historia para siempre. Pero el duque español no atacó, pese a la férrea oposición de su segundo comandante, Juan Martínez de Recalde, obstinado en seguir la batalla, ahora que la flota inglesa hallábase en franca retirada, y que habría significado la victoria total de la Armada Española y la consiguiente y ansiada incursión en suelo inglés (como demuestra un documento escrito de puño y letra por Recalde y hallado 400 años después)... Derramaría así Medina Sidonia, posteriormente llamado "el duque Gallina", su copa triunfalista con que la glorificada monarquía española hubiese soñado brindar por tan esperanzado éxito ante la emprendida campaña de invasión de Inglaterra, mucho antes de apurar por completo la totalidad de semejante descalabro.

Reunido Sidonia con sus capitanes en medio de la inquieta noche, ya en pleno mar del Norte, consideró la ilustre veteranía del Consejo, nuevamente con el desacuerdo de Recalde, lo temerario de cruzar nuevamente los mares terribles de Flandes y el Canal de la Mancha, sumidos ahora en el caos inexpugnable de aquellos siniestros vendavales que los azotaban. Reanudar la partida con tan maltratados navíos, con sus tercios agotados por la fatiga de diez días contínuos de lucha sin cuartel contra enemigos y tempestades, con una escasez considerable de municiones y una desnutrición galopante, debido a la falta de alimentos en condiciones, ya que la mayor parte de sus reservas hallábanse averiadas por la podredumbre, acabaría por diezmar sin remedio a la totalidad de la flota. Y pese a ser conscientes de que a sus espaldas habían dejado una escuadra inglesa prácticamente descalabrada, tampoco dudaban de que los mermados restos de los bajeles corsarios de Drake tratarían de obstaculizar nuevamente, fuere como fuere, su paso por el estrecho.

En efecto, tras la matanza, no habría descanso para aquel resto del ejército inglés, desmembrado y sobreviviente. Sin embargo, los piratas de Isabel y sus perseverantes lores confiaban en que las fieras ilustres de Felipe abandonasen ya el ruedo chasqueante y desgarrador de aquella escaramuza tan dantesca como descomunal, inmersos ahora en los nuevos horrores del torbellino marino. Volvían así, gozosos, sus ojos hacia el hogar salvado, su amada y fría Albión; hacia sus blancas costas de creta, sus umbríos y verdes valles, sus ciudadades grisáceas surcadas por barrios de pestilentes podredumbres, de muros y arbotantes musgosos, y cuyos lóbregos contornos sumíanse bajo lluvias y nieblas pertinaces.