domingo, 15 de noviembre de 2015

Bonifacio VIII: Jubileo y monopolio apocalíptico del Papado -Final-






Autor: Tassilon-Stavros


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BONIFACIO VIII: JUBILEO Y 

 

 

MONOPOLIO  APOCALÍPTICO 

 

 

DEL PAPADO   -FINAL-




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Con ocasión del Jubileo habían ido también, entre otros embajadores, los enviados del nuevo Sacro Romano Emperador, Alberto de Austria. Su título era meramente nominal. Pero daba prestigio y lustre, y los príncipes alemanes se lo disputaban con empeño. Alberto se lo había arrebatado en el campo de batalla a Adolfo de Nassau, que no dudó en entregar su vida, muriendo en su empeño por defenderlo. Bonifacio, redomado y egocéntrico actor de hábiles, ruines e hipócritas artimañas intrigantes, una vez enterado de la muerte del timorato Adolfo, no dudó en prorrumpir en grandes lamentos. Sin embargo, su actuación no logró ni por un instante convencer a cuantos se hallaron presentes en su demostración lastimera, porque el falsario Pontífice jamás había movido un dedo por ayudar al desgraciado emperador Germánico, que no había dudado en aliarse con los ingleses para oponerse a Felipe IV de Francia.



Bonifacio, siguiendo con sus estrategias, que consistían en aprovecharse de todas las situaciones que pudieran ser favorables a su nefasto Papado, se declaró de inmediato dispuesto a perdonar a Alberto de Austria, y hasta decidido a colocar con sus propias manos la corona imperial en la cabeza del austriaco si éste renunciaba a la Toscana, ya que había pensado nombrar rey de esta región a un pariente suyo. En realidad, se apresuró a añadir que, como Representante de Cristo en el Vaticano, no tenía necesidad alguna de pedir permiso a nadie, ya que todas las tierras pertenecían a la Sacrosanta Iglesia Romana, razón por la cual podía disponer de ellas con toda libertad. Pero "prefería -según hizo saber a Alberto de Austria- no suscitar la cuestión irrebatible de su Poder y resover así aquel asunto de acuerdo con su Emperador." Cogidos por sorpresa, los enviados respondieron que no tenían poderes para acceder a semejante transacción. Entonces, Bonifacio escribió directamente a Alberto, a quien más tarde Dante echaría en cara, con acerba frase, el haber vendido "el jardín del Imperio". Pero Dante no se había informado bien de que la petición del Papa había caído en saco roto, puesto que Alberto no vendió absolutamente nada al intrigante Pontífice. Por el contrario, a las lisonjas y, cómo no, también a sus amenazas, respondió que no se creía con derecho a realizar aquella renuncia. Bonifacio, como era de esperar, tuvo otro de sus característicos accesos de cólera, pero decidió después no conceder al asunto más importancia de la que tenía, que era bien poca, ya que, en todo caso, la renuncia no hubiera podido consistir más que en un "Pergamino Real" sin ningún valor, del que se habrían burlado los toscanos, y en especial los florentinos, dando así por cierto que su decisión no tenía más que un camino: la de oponerse por completo al ambicioso proyecto de Bonifacio. Éste ya había tomado puntualmente sus medidas, y se había rodeado, tiempo ha, de importantes personalidades florentinas, entre otras razones, (y muy en especial las que pudieran demostrar al mundo que su potencial como dueño y señor de la tiara Romana no era un simple ornato superficial), porque sentía verdadera debilidad por aquellos "expertos en virtudes", como se consideraban a sí mismos, los florentinos.

El escasamente equitativo y maquinador Papa, siempre movilizando sus intereses propios, los llamaba "la sal de la tierra". No en vano florentina era su Banca de confianza, la de la familia Spini, que actuaba como recaudadora de impuestos en sus Estados Pontificios. Y dado que no siempre la recaudación bastaba para sanear el presupuesto del Romano Pontífice, experto en vaciar sus arcas para mantener el régimen de lujos mundanos en que se movía, Simone Spini era su "banquero de manga ancha", que no dudaba, cuando los fondos papales de iban agotando, en conceder nuevos préstamos al insaciable Bonifacio, a largo plazo y modesto interés. Los astutos maliciosos, bien enterados de como se fulminaban los caudales de la malhadada empresa de aquella Roma Pontificial en manos del monopolizador de todos los vicios habidos y por haber que era Bonifacio, tan irrefrenable en sus ambiciones de mando como en sus orgiásticas y corrompidas impiedades frente a los placeres mundanos, aseguraban que el banquero Spini también le ofrecía a su Pontífice otras muchas cosas: muchachas y mozos, concretamente. En determinado momento, el banquero florentino era acreedor de una suma astronómica para aquel entonces: 580 mil florines de oro. Sin embargo, no quebró. Muy al contrario, sus negocios iban viento en popa, porque Simone Spini había admitido como socio capitalista a un tal Jacopo Caetani, que se hacía pasar por sobrino del Papa, y no era más que un pariente lejano. Jacopo resultaba muy útil a las argucias de Bonifacio; contaba con él para llevar a cabo todas las corruptelas promovidas por la Iglesia, cuyas injerencias esgrimían el acostumbrado desequlibrio de una justicia plenamente identificada con los principios intolerantes y degenerados del Pontífice. Éste lo tenía en sus manos, tal vez, como aseguraban de nuevo los maliciosos dueños de la verdad, porque Jacopo Caetani era más canalla que el mismo Papa y todos cuanto le rodeaban, y "sabe Dios" que para ello se requería serlo mucho.

Otras muchas familias florentinas, que adquirían el mismo significado de "facción adicta" al adulterado trono pontificial, partidarias incondicionales de las infinitas corruptelas papales, recibieron muestras de simpatía por parte de Bonifacio. Un niño de once años, perteneciente a la no menos poderosa familia de los Buondelmonti, fue nombrado canónigo de la Catedral y colmado de beneficios. A un escolar de catorce años le asignó una canonjía en Cerdeña, y otra fue concedida a Tegghiaio dei Cavalcanti, que, como ya se puede suponer, carecía por completo de los requisitos y la edad necesaria para regentarla. Los significativos desórdenes instalados en el reino Vaticano, aquella eterna mezcla de tiranía, crueldad, depravación y doblez de la que se responsabilizaba felizmente y a sus anchas el pervertido Papa, no señalaban tiempos tormentosos que pudieran llegar a desligar su suerte en un desarrollo de acontecimientos capaces de arrebatarle su afianzada potestad frente a gran parte de la burguesía capitalista que lo odiaba. Bonifacio tenía el oído atento para captar las noticias, en especial las florentinas, que eran las que más le interesaban, y, desde luego, también los chismes que sobre él recorrían las ciudades italianas, sobre todo en Roma. Por ello, era capaz, en su canallesco comportamiento, de esgrimir su falsa benevolencia en cuanto se enteraba de que cualquier familia trataba de turbar la paz, según él, instaurada en su reinado. Y como valedor del orden eclesiástico y terrenal que aquel Dios en el que no creía le había encomendado, y cuya divinidad, dado su ateísmo, podía atribuirse a sí mismo con la insolencia que le caracterizaba, intervenía en todos los enfrentamientos como Santo Padre pacificador. Una de sus especialidades más renombradas eran los matrimonios entre familias florentinas que se odiaban, y para los que parecía tener auténtica vocación. Concedió una licencia especial al conde Tegrimo di Modigliana para que pudiera casarse con su prima Giovanna y zanjar así las discusiones que dividían a las dos ramas de la familia. Y en otra ocasión, a fin de conciliar los rencores de otras dos familias, los Guidi y los Tarlati, medió para que se celebrase una boda entre hija e hijo de ambos.


Algunas de estas familias, dueñas de grandes posesiones y castillos en el Casentino, región estratégicamente decisiva para el dominio de la Toscana, no negaron sentirse halagadas por aquella frenética actividad de mediador que el astuto Papa desarrollara en su favor. Y, como era de esperar, correspondieron con celo a sus favores. En consecuencia, cuando en 1297 el arcipreste Roberti di Prato llegó en nombre de Bonifacio a solicitar auxilio en una lucha que mantenía contra la familia Colonna, el "Consejo de Ciento" aprobó una movilización de 600 infantes y 200 jinetes, que fueron a la lucha uniformados con una cruz roja sobre el peto blanco. Semejante empresa provocó un entusiasmo de cruzada. Hubo florentinos que, en vista de que no podían tomar parte en la expedición, por su edad o por sus achaques, armaron a sus criados, con la obligación de representarles y de redimir así sus pecados. Hasta se estableció una tarifa para tal rescate: se requerían dos meses de milicia a expensas de quien los enviaba, para que aquel que los enviaba obtuviese la indulgencia de que se hallaba necesitada su alma. Y piadosas matronas florentinas, de avanzada edad, al morir, decidieron legar los fondos acumulados, ya fuera por viudez o por algún otro medio, mantenido en secreto, según la virtud o vida más o menos licenciosa que les hubiera permitido hacerse con ellos, para vestir y financiar a un "crucesignado", amortizando con ello sus posibles y encubiertos desvíos de juventud. Todo este celo lo suscitó el cardenal Matteo di Acquasparta, gran tribuno romano, nombrado por Bonifacio "Legado para Toscana".


Finalmente, Bonifacio logró acabar con la resistencia de los Colonna merced a las adiestradas y bien pertrechadas tropas que pudo recabar mediante los ingentes préstamos florentinos de las familias Pruzzi, Scali, Mozzi, y algunas más que se habían sumado a los Spini. Pero lo que Florencia ignoraba es que el falsario Pontífice, máximo protagonista en lo que a ofrendar espectáculos de ruindad, envidia e ingratitud se refería, ya se hallaba dispuesto, una vez despachada la familia Colonna, a invadir y adueñarse de Florencia, utilizando para esta nueva tropelía vaticana a los soldados de Carlos de Valois, a quienes los florentinos apodaban burlonamente "Carlos Sintierra". En estas controversias e intrigas figuraba también el ya anteriormente citado Corso Donati, jefe de la facción "Negra", a quien Florencia había proscrito tiempo atrás, y acabó siendo acogido en Roma, con gran solicitud, por el Papa. Por aquel el entonces, ya andaba intrigando con Bonifacio con respecto a sus propósitos anexionistas de la Toscana. La operación no era nueva, puesto que el Pontificado se había dirigido  también, treinta años antes, a Francia para que le enviara un ejército a fin de liberarlo de la amenaza de los hijos de Federico Hohenstaufen, Manfredo y Conrado.

Carlos de Valois, cargado de catorce hijos, diez de ellos hembras a las que había que casar, preparándoles una dote de la que, naturalmente, carecía, era hermano de Felipe IV "el Hermoso", rey avaro y calculador, a quien, ya se comentó, no gustaban las aventuras que pusieran en peligro la estabilidad de su corona y que, además, detestaba al clero. Carlos era un hermano indeseado, inútil y parasitario, y como él mismo expresó en multitud de ocasiones "sin puesto ni sueldo". Y fue precisamente para quitárselo de encima, por lo que Felipe aceptó que Carlos se pusiera a las órdenes del Papa como Capitán General y Pacificador para la Toscana. Los "Negros" de Donati se habían comprometido con Bonifacio, previamente y mediante las consabidas intrigas, dados los rencores encubiertos que el "guelfo neri" Corso guardaba en su interior. Odio que había reservado para facilitar el golpe definitivo en la toma de Florencia,  y ponerla en manos del Pontífice. No obstante, Felipe, que tan sólo había accedido a enviar a Carlos y algunas tropas a Italia, siguió mostrándose cicatero a la hora de ofrecer más hombres y más dinero al insaciable Pontífice. Así, Bonifacio, previniendo que sus anhelos descomedidos de poder llegar a gozar de plenos derechos políticos sobre Florencia y el resto de la Toscana, podrían llegar a ser frenados por la conocida avaricia de Felipe, preparó para Carlos, viudo de Margarita de Anjou-Sicilia, un nuevo y  prometedor matrimonio con Catalina de Cortenay, heredera (teórica) del Imperio de Constantinopla. Y el iluso Carlos "Sintierra", como era de esperar, quedó deslumbrado por semejante espejismo -destinado, para su desgracia, a quedarse únicamente en eso- y convenció a su hermano Felipe para que le concediera un apoyo más consistente a fin de poder llevar a buen puerto la obstinada ofensiva que Bonifacio alimentaba contra la Toscana, traicionando a los banqueros que le habían avalado con sus muchos prestamos.

El trato se hizo precisamente cuando concluía el Jubileo, a finales del mismo año. Los florentinos, que eran duchos en poner el mismo empeño en la incredulidad que en la fe de que siempre habían carecido, en vez de unirse a la resistencia contra la soberbia de aquel Papa traidor y blasfemo que lanzaba contra ellos las facciones de Carlos de Valois con el fin de desangrarlos, siempre movido por su exaltada ambición sin freno y la no menos esperanzada ansia de llegar a hacerse con el poder en Florencia, en vez de unirse a la resistencia contra las tropas Vaticanas comandadas por el de Valois, se dividieron por completo, movidos, (como al parecer era ya práctica famosa en la ciudad, según no dudaría en asegurar Dante Alighieri), por sus arraigados instintos de un civismo árido, egoísta y mediocre en lo que a su convivencia se refería. Tanto es así que, en efecto, la plebe de Florencia no dudó en promover sangrientos altercados, incendios y saqueos, haciendo caso omiso al uso de las armas de que había echado mano Bonifacio a fin de adueñarse de la ciudad. Dante no fue sólo testigo, sino también protagonista de aquellos alborotos y convulsiones. Sobre su testimonio, pese a todo, hay que hacer alguna reserva: la de formar parte de una parte florentina lesionada, es decir, parcial e injusta. Aunque también hay que destacar que ningún poeta llegó a encarnar como él su propia época, con sus grandezas y miserias, con sus creencias y supersticiones, con sus anhelos y sus prejuicios.


Ni que decir tiene que aquella sangrienta algarada antipatriótica organizada por los habitantes de Florencia favoreció la entrada en la ciudad, provisto de una nimia tropa de soldados, a Carlos de Valois. Los florentinos, dando muestras, dice Dante, de que no eran más que una "acomodaticia y tributaria masa de ignorantes" acogieron al "Sintierra", que llegaba con la bendición del Papa Bonifacio, como un verdadero pacificador. Pero los verdaderos y enormes charcos sangrientos que enlodaron Florencia durante aquel dramático descontrol cívico fueron generados por los "Guelfi Neri" del desterrado Corso Donati, que supo aprovechar los enfrentamientos a que se habían entregado los florentinos para vengarse y arreglar sus cuentas con su enemigo más acérrimo, el banquero Vieri  dei Cerchi, que capitaneara la facción opositora de los "Guelfi Bianchi", y a quien se había enfrentado en la famosa Batalla de Campaldino -en la que también se encontró Dante Alighieri-, siendo derrotado por la familia Cerchi, y que había motivado su destierro de Florencia.

De la masiva venganza llevada a cabo por Corso Donati, en aquel final de año 1300, también Dante hubo de pagar un "durísimo tributo como enemigo de la patria", o, como muchos indicaron, su "setena", o castigo superior a la culpa cometida, que no fue ni mucho menos equivalente al horror en que se había visto inmerso. La conquista de Florencia no fue, en efecto, una operación satisfactoria para Bonifacio, sino una especie de victoria frente a las intrigas mantenidas con el Pontífice por Corso Donati, quien ayudado, aun sin pretenderlo, por las ambiciones de Bonifacio, la escasa tropa de Carlos de Valois y las discordias que entre sí alimentaban los propios florentinos, pudo satisfacer, junto a sus bandidos "Neri", sus estudiados y ansiados resabios vindicativos contra el "Bianchi", Vieri dei Cerchi.

Si retrocedemos un instante y a grandes trazos sobre  la relajación vergonzante y los abusos cometidos por Bonifacio VIII, pese a su famoso Jubileo, que no habría de pasar a la historia por sus méritos cristianos, hay que volver a ampliar la visión siniestra de tan irrefrenable gangrena moral como la que seguía cerniéndose sobre las pasiones mundanas de aquel Pontífice cínico, frío calculador, y tan vanidoso y déspota como hábil propagandista de sí mismo. Su ruindad notoria había avivado y seguía avivando de tal forma el odio que los romanos llegaban ya a sentir por él, que no debe asombrarnos el hecho de que, en una de las raras ocasiones en que se halló gravemente enfermo (al parecer, fueron los primeros síntomas de los cálculos renales que le atormetarían durante toda su vida), el médico que logró salvarle la vida momentáneamente acabara por convertirse en el personaje más odiado en Roma, después claro está del mismo Papa. Sólo algunos de los más apegados cardenales a la supremacía pragmática y escasamente ortodoxa del reino Vaticano fueron capaces de enorgullecerse (porque sus posturas también se hallaban más acordes con las preocupaciones terrenas del lujo y de sus prerrogativas que con los escrúpulos espirituales),  de contar con un Papa para el cual el mundo no había sido jamás un sueño de Dios, sino una apasionante aventura terrenal entretejida de las más abyectas ambiciones pecuniarias, saboreable únicamente en lo que a su mundanidad se refería y de la mejor manera posible, aunque, eso sí, ejerciendo una intransigencia inquisitorial sobre cualquier otra potestad terrena que tratase de conculcarla.


Pese a todo, Bonifacio no pudo evitar el hedor de disidencia con que la sociedad, no sólo civil sino gran parte también de la eclesiástica, seguía condenando todas y cada una de sus actuaciones. No hay que olvidar que fueron muchas las voces seglares que se habían alzado contra él en toda Europa desde la desaparición del ascético eremita Pietro Angeleri di Murrone o Morone, su deslegitimado predecesor, elegido Papa con el nombre de Celestino V, quien, con sus 85 años a cuestas, no dudó en aceptar el Papado con la simplicidad evangélica preconizada por Cristo, rechazando cualquier símbolo del poder imperial que le confiriera el Vaticano. Y que una vez obligado, a instancias de las intrigas llevadas a cabo por el mismo Caetani, su inmediato sucesor con el nombre de Bonifacio VIII, éste lo sometiera a un patibulario juicio, condenándolo al destierro en Fulmone, donde fallecería tras diez meses de confinamiento. La crueldad ejercida contra Celestino V era la misma que había caracterizado a muchas mal llamadas "herejías", que no habían cometido más delito que las de preconizar la humildad y la austeridad contra la potencia secular, política y pragmática de la Iglesia. Y con él, hasta el momento, desaparecía el único Papa verdaderamente cristiano. A la rigurosa moral, al celo y al anhelo de purificación de Morone le bastaba la palabra de Cristo, la fe contemplativa, y, como repetía, "la Verdad revelada por las Sagradas Escrituras". Tras su condena y su exilio, Celestino V no tuvo el menor escrúpulo ni tenía por qué tenerlo al vaticinar  la única realidad que habría de rodear a partir de entonces el reinado de Bonifacio: "Brincáis como un zorro sobre el trono vaticano, con toda seguridad reinaréis como un león, pero no es menos cierto que moriréis como un perro". A este augurio también añadió una feroz diatriba un cardenal de la curia, Llanduf, que odiaba a Caetani, y no había abogado por su elección: "Todo él es lengua y ojos felinos, lo restante es todo carroña".

Bonifacio no pudo llegar a beneficiarse de la caída de Florencia en manos de sus secuaces, los "Guelfi Neri" de Corso Donati y el escaso soporte que significó la presencia en Toscana de las tropas de Carlos de Valois. Los planes del ambicioso Pontífice se fueron al traste, porque inmediatamente se suscitó un violento litigio entre él y Felipe IV. La primera reacción del rey francés fue la de empecinarse en paralizar la actividad imperial pretendida por Bonifacio y en limitar acto seguido todos y cada uno de los poderes que pudiera otorgarle la Tiara Vaticana. Felipe había exclamado: "Bonifacio es un maldito tirano, un blasfemo desvergonzado, un hereje roído por los vicios más abyectos, que gusta del placer con hombres, y que por su depravación se halla enfermo de sífilis", descargando con aquellas palabras (por otro lado totalmente ciertas) toda su furia contra la malignidad papal, y muy especialmente porque Bonifacio no había cumplido la promesa, tras recabar la ayuda de las tropas francesas, de designarlo Emperador. Un servidor del rey exultó ante la corte: "En verdad, la espada del Papa está hecha simplemente de argucias y ruindades, la de mi señor de acero".


La actuación inmediata de Felipe contra Roma fue la de poner término a sus relajaciones tributarias e implantar de inmediato fuertes gravámenes al pendenciero y gazmoño clero europeo. El consabido arrebato, las amenazas y las fanfarronadas arbitrarias de Bonifacio no se hicieron esperar. Y envió al rey francés una bula, "Ausculta fili" ("Escucha hijo"), que se hizo pública el 5 de diciembre de 1301 (y con la que reprobaba al rey por no haber tomado en cuenta su anterior bula, la de "Clericis laicos" sobre las decretadas gabelas a los clérigos), en la que repetía su pretensión al patronato sobre todos los soberanos temporales. La bula que en realidad circuló por Europa fue otra llamada "Deum time" (probablemente falsificada por el canciller y legislador del rey francés, Pierre de Flote), en la que se hacían constar cuidadosas frases de la altanería Pontificial: "...Scire te volumnus quod in spiritualibus et temporalibus nobis subes ("... Queremos que sepas que tu eres nuestro súbdito tanto en los asuntos espirituales como en los temporales"). Como si ello no bastara también se añadía que "quien lo negara era un hereje", lo cual era una frase hiriente para "el orgulloso nieto de San Luis", autoritario, anticlerical (jamás había ocultado la profunda aversión que sentía por la Iglesia), y por ello mismo contrario siempre a todos los beneficios eclesiásticos. Y Felipe no dudó en mostrarse esta vez más intratable que nunca frente a las pretensiones papales, muy especialmente en cuanto se tocaba semejante materia. Leyó así el mensaje del Pontífice ante su Corte, echó mano de aquel Dios en el que él, al igual que Bonifacio, tampoco creía (pero al que no le importaba recurrir cuando se dejaba arrastrar por sus áulicos arranques de autoritarismo), clamó por la maldición del mismo sobre quienquiera reconociese una autoridad terrena superior a la suya e hizo quemar el documento Papal en la plaza pública. Bonifacio, a su vez, el 13 de abril, lanzó la excomunión contra él, y diecisiete días después proclamó Sacro Romano Emperador a Alberto de Austria. Felipe y sus consejeros habían tomado medidas para quitar fuerza a la decisión papal o para prevenirla en un momento decisivo. El plan consistía en apoderarse de Bonifacio y obligarle a abdicar, o si se oponía, traerlo ante el concilio general en Francia para ser condenado y depuesto. Se convocó en el Louvre una asamblea de eclesiásticos y seglares que aprobaron por aclamación su propuesta de que el Papa respondiera ante un Concilio en el que sería acusado de los cargos de simonía, asesinato, adulterio, brujería e impiedad, y la resolución fue impresa en un bando, que se fijó en los edificios públicos de todas las ciudades de su reino. Era, pues, un llamamiento a la opinión pública.

En Florencia se dio un episodio curioso. El Papa había enviado como regalo a la ciudad un cachorro de león para que fuera expuesto en una jaula en el Baptisterio. Pero, mientras lo enjaulaban, un asno encabritado le dio una coz y lo mató. Todos habían visto en el leoncillo el símbolo del poder Pontificio. En la muerte del felino vieron su caída. ¿No había predicho una sibila, muchos años antes, que el día que un animal doméstico matara al rey de los animales comenzaría la decadencia del la Iglesia? Mientras tanto, Felipe siguió con los preparativos de una conspiración  que acabara de una vez con el  pendenciero Pontífice. Encargó para ello a su ministro Guillermo de Nogaret, profesor de derecho y juez que ofrecía características de dudosa moralidad, más inclinadas a actos violentos o tortuosos, y que odiaba a Bonifacio tanto como su rey. Sobre todo porque tenía que arreglar viejas cuentas con la Iglesia: su padre y su madre habían sido quemados como herejes "Patarinos" (una rama considerada herética por su maniqueismo, en la que había militado, ocho siglos antes, el padre de la Iglesia, San Agustín) por el Tribunal de la Inquisición, y, más tarde, el Papa se había permitido destituir, únicamente por pertenecer a la por él también considerada herética familia Colonna a un tío, el cardenal Pietro, y a un hermano de su representante y acérrimo enemigo, Sciarra Colonna,  dos cardenales de la Curia Vaticana que habían combatido hasta el fin contra Bonifacio. También formaron parte de la conjura el comandante de la guardia de corps Pintificial, y algunos familiares suyos, como Rinaldo de Supino; tanto era el odio que había suscitado Bonifacio.


Nogaret se presentó en Roma con trescientos jinetes, y a él se unieron todos los cómplices romanos que quisieron. El no menos pendenciero y vindicativo Sciarra Colonna y su familia aunaron también sus fuerzas y la pujanza de sus arcones a los medios que Felipe había puesto en manos de Nogaret. Bonifacio, que no encontró ayudas ni solidaridad alguna entre los ciudadanos de Roma, fueran aristócratas o plebeyos, para enfrentarse a sus enemigos, había huido con un pequeño resto de la guardia Pontificia a Anagni, población de la provincia de Frosinone, que se hallaba a 50 kilómetros de la Urbe Santa, y en la que se hallaba, no obstante, preparando una nueva bula contra Felipe. La mañana del 6 de septiembre, muy temprano, las tropas aparecieron repentinamente en Anagni, bajo la flor de lis de Francia, gritando “¡Larga vida al rey de Francia y a Colonna!”. Las puertas de la ciudad habían sido abiertas de par en par por un capitán de la guardia Pontificia, aconchabado con los invasores contra su odioso amo. Así, los trescientos jinetes de Nogaret y los caballeros aportados por los Colonna, penetraron victoriosamente en Anagni ante la pasividad de sus habitantes.

Las campanas de de alarma contra el Pontífice sonaron definitivamente. El palacio Papal se hallaba situado en la cima de una colina, bien fortificado. Alrededor de las seis, las tropas de Nogaret y de los Colonna derribaron los muros de la Catedral de Anagni, detrás de la cual se hallaba dicho palacio, al tiempo que los clérigos que le servían huyeron en desbandada y la guardia Pontificia se rendía sin oponer la menor resistencia. Bonifacio ignoraba que no contaba ya con la fidelidad de la mayoría de su guardia de corps que le había acompañado. E inmediatamente, aquella noche del 6 al 7 de septiembre, Nogaret y Colonna irrumpieron en las habitaciones privadas del Pontíficie. Antes, los soldados, con Sciarra a la cabeza, espada en mano (había jurado asesinar a Bonifacio), saquearon el palacio papal, y hasta se destruyeron los archivos. Dino Compagni, el cronista florentino, relata que cuando Bonifacio vio que resistir era inútil, exclamó: “Puesto que me traicionan como al Salvador, y mi fin está cercano, al menos moriré como Papa”.

"Aristocrazia romana guidata da Sciarra Colonna. Fu quest'ultimo, entrato in Anagni il 7 settembre, a recare al papa il famigerato schiaffo . Tuttavia ancora oggi si dubita che lo schiaffo fosse solo morale ma non anche fisico" 









Guillermo de Nogaret y Sciarra Colonna, junto con su milicia, penetraron en la Sala de Audiencias del palacio. El viejo y enfermo Pontífice, cargado de vicios, pecados, y desmedido orgullo, atribuyéndose todavía, con su arrogancia e intransigencia, una preponderancia de la que ya carecía por completo, se hallaba acompañado por cinco de sus cardenales, entre ellos su sobrino Francesco. Todos huyeron en desbandada y sólo un español, el cardenal de Santa Sabina, permaneció a su lado. Bonifacio subió a su trono vestido con los ornamentos pontificales, con la tiara en su cabeza, las llaves en una mano, y una cruz en la otra, puesta cerca de su pecho. Así se enfrentó a la airada hueste armada. Se dice que Nogaret previno a Sciarra que no matara al papa. El mismo Nogaret hizo saber a Bonifacio las resoluciones de París y le amenazó con llevarle encadenado a Lyon, donde se le depondría. Las condiciones de rendición enviadas por Nogaret le informaban de que debía reintegrar a la Curia Romana a los dos cardenales Colonna a quienes había destituido, renunciar de inmediato a su Solio Pontificio, y que se aprestase a ser juzgado por un nuevo Concilio Vaticano. Bonifacio respondió con su característico despotismo satrapesco que jamás aceptaría aquellas condiciones. Los miró con desprecio, algunos dicen que sin decir una palabra, y otros que, echando mano de su gazmoño y falsario victimismo cuando así le convenía, dispuesto a no ceder ni a las amenazas ni a la violencia  reivindicativa de quienes lo odiaban a muerte, replicó:  "He aquí mi cuello, he aquí mi cabeza. Llevaré con paciencia como Católico, Pontífice legal y vicario de Cristo ser condenado y depuesto por los Patarinos (herejes , en referencia a los padres del tolosano Nogaret). Mi deseo ahora es morir por la fe de Cristo y su Iglesia".

Se cuenta que, movido por la furia que le embargaba, Sciarra Colonna no dudó en dirigirse hacia el contumaz Pontífice y le abofeteó (episodio que, no obstante, algunos historiadores ponen en duda), exigiéndole de nuevo su renuncia a la Tiara Vaticana, y apelando al mismo tiempo a todas las amenazas del infierno al que ya se hallaba condenado de antemano (en efecto, Dante Alighieri no dudaría en situar a Bonifacio en el Octavo Círculo de su "Inferno" de la "Divina Comedia"). Bonifacio, ante los conjurados que lo retuvieron prisionero, no cesaba de repetir, como una salmodia de arrogante monotonía el bíblico lamento de Job: "Dominus dedit, Dominus abstulit" ("Dios me lo dio, Dios me lo quitó")... Luego añadió que jamás cedería ante ninguna amenaza, ni se retractaría de una sola palabra, que rechazaba de pleno las imposiciones del rey de Francia, y hasta se atrevió a insistir en que renovaba la excomunión que pesaba sobre él. Nogaret lo retuvo bajo custodia armada durante tres días. Pese a resistirse enconadamente, fue conducido a las mazmorras donde pasó aquellas noches en la más absoluta de las tinieblas, mientras las ratas se paseaban por sus atuendos pontificiales. Siéndole negada la comida y el agua, se asegura que Bonifacio no cesaba ahora en sus sollozos, repitiendo que no se hallaba dispuesto a dejarse morir, y exigiendo, un tanto desquiciado ya, que su Dios, sabedor de su inocencia, debía liberarlo de quienes, en su odio herético, se habían confabulado para juzgarle y darle muerte.







El pueblo de Anagni, que había rechazado toda dependencia de la ruin jerarquía ejercida desde siempre por Bonifacio VIII, y que no había dudado, ante la invasión de la falange francesa, en exclamar:"¡Muera Bonifacio y viva el rey de Francia!", se entregó también a un concienzudo pillaje de los palacios pontificios durante la mañana del 9 de septiembre, harto quizás de la presencia de soldados y avergonzados de que un Papa, conciudadano suyo, pereciera dentro de sus murallas a manos de los no menos odiados franceses. Aquella turbamulta enterada, no se sabe cómo, de que en auxilio de Bonifacio llegaba una numerosa tropa de cuatrocientos jinetes al mando del cardenal Matteo Rosso Orsini, corrupto seguidor del Pontífice (que durante el escrutinio que hizo Papa a Bonifacio, había sido el primer elegido, y no dudó en refutar el cargo en favor de Gaetani), trocó su grito por el de "¡Viva el Santo Padre!", lo cual significaba sucumbir de nuevo a una fe de la que al parecer también carecía, como antes lo había hecho sin el menor escrúpulo, condenando los excesos que todos conocían, y de que siempre había hecho gala su corrompido Pontífice. Todo el populacho de Anagni siguió así afanosamente entregado al saqueo de las casas de los conjurados. Sobre todo, su meta fue el almacén de la familia Spini, el más tentador en cuanto a botín se refería. Nogaret y Colonna a duras penas pudieron escapar del furor de la versátil y desaforada muchedumbre que se lanzó sobre ellos y su "banda de conjurados", como acabaron considerándolos..
 
Una vez expulsado Nogaret y Colonna, Bonifacio fue confiado a Orsini. Volvió así el Pontífice a su Sede Vaticana, vejado por las banderías que lo habían hecho prisionero, mortalmente herido en su orgullo y deshecho ahora por los cálculos renales y la sífilis que padecía desde hacía ya tiempo. Antes de volver a Roma, se dice (aunque, conociendo su mezquindad y despotismo, resulta dudoso) que perdonó a algunos de los merodeadores que habían sido capturados por los habitantes de Anagni, aunque exceptuando a los saqueadores de la propiedad de la Iglesia, a no ser que la devolvieran en tres días. Llegó a Roma el 13 de septiembre, para caer de inmediato bajo el férreo control de los Orsini. No es de extrañar que su atrevido espíritu cediera, finalmente, bajo el peso del dolor y melancolía. No obstante, aún resultaban patentes sus últimos esfuerzos para no ceder ante la muerte. Se cuenta que sus imprecaciones, acompañadas de gritos contra Dios por el dolor que le causaban los cálculos renales, se oían a través de las abiertas ventanas de su habitación vaticana; más aún, tenían tal potencia que dominaban el clamor de la muchedumbre reunida en la plaza de San Pedro, multitud que unas veces gritaba "¡Viva el Papa!", y otras "¡Muerte al hereje!". Mientras tanto, al tiempo que Bonifacio boqueaba entre aullidos, gran parte de la revoltosa plebe romana que odiaba a Bonifacio, no pudiendo desvalijar el bien defendido Vaticano, se había lanzado contra la Basílica de San Juan de Letrán (considerada la la Iglesia-Madre de la fe cristiana), de donde, según cuentan los historiadores, se asegura "que se llevaron hasta el heno de las cuadras". Corría el 11 de octubre de 1303. El agonizante Papa no contuvo un último acceso de furor cuando vio a la cabecera de su cama al hijito de otro de sus supuestos sobrinos, el canallesco Jacopo Caetani, que, según algunas fuentes, había formado parte de varias conjuras posteriores contra él. En su último rapto de ira siguió lanzando furibundas amenazas y maldiciones contra el mundo todo. Y murió como había vivido: blasfemando.

 


Su vida parecía destinada a ser cerrada en la oscuridad debido a aquella violencia tormentosa, corrompida e impía que había ensombrecido su ominoso Pontificado. Los cronistas dijeron que aquel simoníaco autócrata de la Iglesia Cristiana, en la que jamás creyó, había convertido el Vaticano en una corte gangrenada por la más abyecta de las podredumbres mundanizantes. Y otros, humorísticamente, aseguraron que había sido una lástima que no naciera cincuenta años después, ya que habría podido erigirse en un magnífico príncipe del Renacimiento: arribista, pragmático anhelante y ruin, calculador hasta los límites más culpabilizadores de la ambición, cruel hasta el más vejatorio de los ensañamientos con sus súbditos, y capaz de rebasar todas las fronteras del más corruptor de los orgullos mundanos. Pese a todo, fue enterrado en un bello sepulcro de mármol, obra maestra del arte gótico italiano, que el escultor y arquitecto florentino, Arnolfo di Cambio, le construyera y que desgraciadamente fue destruido. En 1605 su sarcófago, en el que consta la lacónica inscripción de "BONIFACIUS PAPA VIII", fue llevado a la cripta de la basílica de San Pedro. El 9 de octubre de ese mismo año fue abierto, y según se cuenta (aunque de nuevo hay que dudar de los cronistas eclesiásticos), su cuerpo se encontró bastante intacto, sobre todo sus bien formadas manos, "con lo que se pudo demostrar la falsedad de la calumnia de que había muerto loco, mordiendo sus manos, y golpeándose la cabeza hasta sangrar". Y allí yace todavía...