viernes, 3 de julio de 2015

Bonifacio VIII: Jubileo y monopolio apocalíptico del Papado -I Parte-


 





Autor: Tassilon-Stavros  


   


 

 

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BONIFACIO VIII: JUBILEO Y 

 

MONOPOLIO APOCALÍPTICO 

 

DEL PAPADO  -I PARTE-




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Las faltas peregrinas de los acontecimientos, inalterables a lo largo del tiempo, y que deambulan entre las tumbas de los siglos, ya no temen las venganzas, ni bregan por sus glorias. Tanto se ha agrandado la conciencia del mundo, que por desmedida que sea la oscura indignidad que tratemos de escudriñar, furtivamente o con avidez si cabe, no conlleva como dogma un "animo docendi" -propósito de causar daño- sino un "mejoramiento docente" y provechosamente revelador ante los razonamientos históricos.Y una vez deshechos los vendajes de la prohibición que tanto gustó de sus mundos superiores, recordemos que no hay orden sin finalidad, y a la recíproca; y que frente a la  "Ética", que tantas veces nos aterró con el auge de sus sentencias y conclusiones, práctica bienhechora será siempre no volver a vendar sus testimonios. Aquéllos, que una vez confiados al secreto, formaron una sorda coalición e incluso inspiraron vagos terrores a tan amplia y espontánea síntesis como es la de la Verdad en su más legítima acepción.

No se trata, pues, de edificar el retrato de un personaje basándonos en las pasiones y privilegios que el tiempo transcurrido nos concede, ni proporcionar el golpe de gracia a una institución milenaria, entre cuyas pretensiones de restauración anímica y moral del hombre siempre ardió un fuego que provocara odio y horror entre los destinatarios más indefensos, dejando a sus espaldas un descrédito (en cuyo establecimiento participara, en cientos de ocasiones, inaudita, vergonzosa y cruelmente el Papado), que se ha extendido no sólo a su  fundación como estamento religioso y evangélico ilusoriamente (y casi conseguido) "Khatoliko", séase universal, sino también a este título que, por desgracia y con sus respetables excepciones, indignamente ha encarnado. No obstante, forzoso es consignar que la rival más poderosa de esta pretendida Iglesia Universal ha sido ella misma, y que en sus dos mil años de internas marañas organizativas por perseguir sus propias pasiones políticas, su temporalidad, su bien fundamentado espíritu de violencia, y su afán de poder y riqueza, tan sólo se ha dedicado, como cualquier institución humana, a paralizarse mutuamente, usando de las peores armas: el exterminio, el desquite, la  proscripción, la mentira más diplomática y maligna, la intolerancia más proterva, y su consolidada preeminencia, de sadismo inigualado por otras religiones, frente a la ignorancia del pueblo. Un estado embrionario, insisto en ello, que erigiéndose en un quimérico "Caput mundi", ha tasado bajo su prisma inapelable nuestra existencia humana durante dos mil años.


Frente a la fuerza y al prestigio de los Pontificados medievales en la escena italiana, siempre aficionados a salirse del terreno de la religión y de la moral para echarse cortesanamente en manos de la política, no tiene por qué llamarnos a asombro el hecho de que el primado romano, durante siglos, viviese aprovechándose de las facilidades que le otorgara su inspirado dogma elitista, mientras la vida urbana en Italia, y sus finanzas se hallaban en el más insostenible de los desequilibrios, y, por ende, su administración en pavoroso desorden, con sus caminos en ruinas y su campo en un casi perpetuo estado de empobrecimiento. El Pontificado, que volvería a brillar algo menos como pastor de almas y teólogo, y como siempre había venido haciendo, tratará entonces de restituir toda su pujanza a los arcones vaticanos. Y en el siglo XIV vuelve a atraer la atención del oscurecido mundo medieval con una rumorosa, colorida y alegre fiesta religiosa: el Jubileo o Año Santo. Una santificada celebración que, para más inri, se retrotrae "al año de reposo bíblico o de jubileo judío, instaurado por las palabras que Jahveh (Levítico 25RVC -Reina Valera Contemporánea-) dirigiera a Moisés en el monte Sinaí tras él éxodo: "2- Habla con los hijos de Israel, y diles que cuando entren en la tierra que yo les doy, la tierra deberá reposar en honor al Señor... 12- Es un año de jubileo, y será para ustedes un año sagrado. Sólo podrán comer lo que la tierra produzca". 

De ello se desprende que no había existido jamás en el calendario cristiano, y su pintoresco festejo se hallaba impregnado, sin lugar a dudas, de otro tipo de fuego de exaltación que, en realidad, únicamente podía provocar respeto y aceptación entre los destinatarios menos sensibles al cristianismo: los judíos. Pero valiéndose de la erudita, mundanizada, y omnipotente corporación católica, siempre  financiada por la inspiración de los llamamientos divinos, una paternidad encaminada hacia la santa misión redentora  de su Evangelio, y para cuya fervorosa difusión se veía necesitada, no sólo de las gracias celestiales, sino de todos y cada uno de los terrenales beneficios eclesiásticos, el Jubileo renació de sus cenizas milenarias merced al Papa que en aquel momento crucial para una cristiandad desangrada por las carestías ocupaba el solio pontificio: Bonifacio VIII.



Federico II de Hohenstaufen -1194-1250-, a quien Dante Alighieri saludó como "última fuerza del gran Imperio Romano Germánico", había sido excomulgado en 1227 por Gregorio IX, que lo acusó igualmente de Anticristo, todo ello por negarse a participar en la Sexta Cruzada, dando lugar a su ruptura con el Papado. Había contraído matrimonio en 1225 con Yolanda de Jerusalén, heredera al trono de dicho reino. Su titular hasta ese mismo año había sido Juan de Brienne. Federico lo depuso y pasó asimismo a convertirse en rey de Jerusalén. Tras la excomunión de 1227, el emperador, naturalmente, siguió aplazando su Cruzada en Tierra Santa. Pero, en 1228, aprovechando el desorden y las insurrecciones que debilitaban los poderes musulmanes de Oriente Próximo, partió con sus tropas y victoriosamente amenazó convertirse en dueño absoluto de los reinos árabes. Su marcha suscitó un enorme descontento en el despótico Papa,  puesto que Federico había emprendido su particular cruzada sin haber demandado su bendición. Considerado como una provocación del Emperador hacia el Papado, fue nuevamente excomulgado. Sería prolijo llevar a cabo un extensa exposición de las luchas, que hasta su muerte en 1250, Federico mantuvo con la Corte Papal. El emperador germánico organizó un ejército para enfrentarse al nuevo Pontífice, Inocencio IV, que mantuvo la excomunión y le exigió que reconociera una "perpetua disposición de asedio contra la Iglesia". Por su supuesta heterodoxia y su "sagrado principio" de no sumisión al autoritario régimen Pontificial de Roma, Federico II fue apodado "stupor mundi".

Una vez erradicados los momentos más críticos y las amenazas de verse reducida a una servidumbre infamante por parte del poder laico que emanara de la excéntrica ortodoxia de Federico II, y de sus descendientes, que durante los últimos decenios abocaron al Papado a duras crisis y momentos de gravísimas controversias, viendo como sus facciones opositoras se desangraban en constantes contraofensivas frente a las antagonistas organizaciones políticas y militares de los Hohenstaufen, el Pontificado creyó hallar  en Bonifacio VIII el personaje más idóneo para recuperar su fuerza y prestigio frente a la depauperada corporación cristiana de sus súbditos europeos, eternamente sometidos al intolerante mecenazgo secular que sobre ellos ejerciera la Iglesia Católica, mientras en aquella Italia de finales del siglo XIII, dividida y hecha jirones, las tentativas de restaurar en el país nuevos incentivos que impulsaran la industria y el comercio se habían prefigurado como vanas ilusiones fantasmales, condimentadas al mismo tiempo por los abusos y censuras de los clérigos; primacía mantenida como de costumbre por el poder eclesiástico, y por las viejas aristocracias terratenientes.

La más corrompida de las moralidades, y los procedimientos más violentos y tortuosos para adueñarse del solio y someterlo a sus dictados por los medios que fueren precisos, y que nada tenían que ver con el mensaje apostólico de la Iglesia, proveyeron imparcialmente a Bonifacio de la mejor balanza con la que monopolizar su autocrática ascensión, inmediata satrapía Papal, al trono Pontificio.Y como Primado casi renacentista y por ello mismo adelantado a dicha época (un predecesor de Borgia ab integro), acabó convirtiéndose en el mejor de los traficantes del jerárquico decorado vaticano secularmente detentado por el solio de Roma. Dado, pues, el carácter del personaje, no se puede dudar que, en efecto, era el más adecuado para recoger los frutos de la penosa situación y escasas garantías de seguridad por las que atravesaba la sede vaticana, frente a una moralidad romana, por entonces relajada hasta la degradación más absoluta, y que al igual que una irrefrenable gangrena que infectara el ambiente, se concentraba en una promiscua batalla diaria entre fanfarrones nobles, no menos egocéntricos y soberbios, y entregados a enfrentamientos constantes, muchas veces sangrientos.


Bonifacio procedía de la arrogante y avasalladora dinastía de los condes Caetani. Era, pues, romano, nacido en Anagni, municipio de la capital del Lacio, el año 1235. Tal vez poseyó alguna idea precisa de que, más que el impulso místico o el celo religioso, el acceso al poder como futuro Pontífice debía de apoyarse en su despreocupación eclesiástica, en su impenitente ambición y en la irónica y audaz inteligencia de su mentalidad libertina. No en vano sus rasgos peculiares fueron, desde su juventud, mundanales, maliciosos, huraños y corruptos hasta la médula. Una vez elegido Papa, sus miles de detractores (que ya, siendo cardenal Caetani, lo habían acreditado como hombre de escaso sentimiento doctrinal y mediocre latinista, poco apto para que se le abrieran las puertas vaticanas a las que insistía en llamar) aseguraban que de haber entendido de santos tanto como de autoritarismo terrenal y pragmático habría llegado a ser un gran teólogo. Revestido de los ásperos atributos que le imputaban con toda razón quienes conocían bien la madera de que estaba hecho, pronto puso en práctica un amplio uso de los mismos. Una vez ordenado cardenal, revestido de una ortodoxia poco sensible, más dada a la impiedad y al endiosamiento, provocaba ya a su alrededor cierta repulsión al tiempo que respeto y temor. Y aunque todos estos factores contribuyan a ejercer una sugestión siniestra sobre semejante personaje, la historia se adecua admirablemente a dar buena cuenta de la contumacia tan tortuosa como diabólica que, en efecto, posibilitó su ascensión al solio Pontificio.

Para seguir sorprendiéndonos con los síntomas de la decadencia romana y del Papado, así como de la dilatación y creciente complejidad con que se condimentaban los abusos en aquella fase de arteriosclerosis que aquejaba la vida no sólo en Italia sino en toda Europa, además de centrarnos en el año del Jubileo que inauguraría el siglo XIV, y, por descontado, en su nuevo y más nefasto protagonista, el papa Bonifacio VIII, es necesario recordar que los emperadores alemanes como Federico II, y antes sus predecesores Enrique IV y Barbarroja,  habían intentado instaurar en Italia un poder central laico contra el cual habían luchado, no tan sólo los Papas, sino los Municipios que conformaban la península. Dichos Municipios, a cuya liquidación contribuiría más tarde, sin lograrlo, el mismo Bonifacio, se hallaban, pues, en su mayor auge a finales del siglo XIII. Auto proclamados como Señorías sentaron en ellos sus reales: entre el Piamonte y la Lombardía, con veinte ciudades sometidas, el marqués de Monferrato. En Milán, los Visconti se hacían con el poder, y los Della Scala, en Verona. Y a estos seguirían los Da Camino, en Treviso, los Colleoni, en Bergamo, los Este, en Ferrara, los Bonacolsi, en Mantua y Módena, los Correggio, en Parma, los Malatesta, en Rímini, y, por último, los Ordelaffi, en Forlí. Fue, como los conceptuó la historia, "el más inesperado y combativo alborear de despóticas familias en la península italiana". Y Bonifacio, como antes hiciera su predecesor, el papa Nicolás IV, hubo de vérselas con todos ellos. Precisamente a la muerte de Nicolás, habían seguido dos años y medio de interregno papal en Roma, porque los satrapescos cardenales europeos, cargados de vicios y pecados, de pujanza e influencias, a las que se unía la desidia de sus habitantes, habían convertido la sagrada Urbe y el Vaticano en un circo de aire irrespirable, y no habían logrado ponerse de acuerdo acerca del nuevo sucesor.

No queriendo ver restringida la oligarquía cardenalicia que les permitía adueñarse de todas las tentaciones y ambiciones terrenas, con sus rituales de suntuosidad y de supremacía económica, los primados romanos se superaron en sus competencias acomodaticias, las cuales, como es fácil imaginar, poseían casi la misma amplitud de visión administrativa en cuanto a las riquezas vaticanas se refería que cualquiera de las Señorías que empobrecían y tiranizaban el suelo italiano. Y decidieron así otorgar su mecenazgo papal a la figura más gris con la que pudieron contar, a fin de que, una vez ciñera la tiara, no fuese capaz de poner cortapisa alguna a sus calculadoras, insaciables y magnificentes competencias, evitándose igualmente, como se comentaría entre los más avispados feligreses, "el menor dolor de cabeza posible". El elegido fue un mísero fraile de los Abruzos, Pietro da Morone, que siempre había habitado como un paupérrimo anacoreta en una desértica zona próxima a Sulmona. Aterrorizado por lo que se le venía encima, una vez conocida su elección, Pietro huyó de Sulmona con rumbo desconocido, mientras en la Urbe se rumoreaba que el infeliz fraile no tenía la cabeza en su sitio. En realidad nunca la había tenido, y precisamente por ello, se le confería el Papado, ya que, frente al mismo, como bien sabían aquellos corruptos  primados, no se verían obligados a dar cuenta de sus actos envilecidos.


El santo anacoreta fue capturado por los "gonfalonieros" vaticanos cuando se hallaba muy cerca de Nápoles, y asistió a su coronación con aires de frustrada rebeldía, fácilmente atribuible a su necedad y humildad extrema. Asumió la tiara papal con el nombre de Celestino V. Y, por supuesto, a lo primero que hubo de enfrentarse entre aquellas áulicas salas vaticanas fue a una especie de refriega silenciosa ante las intrigas constantes de algunos de los más envidiosos representantes de la Curia. Celestino vivió así, desde el primer día, bajo una atmósfera inquisitiva que lo asfixiaba, dado que los mismos cardenales que lo encumbraron le negaban la más esencial confraternidad apostólica. Y quizás el único motivo por el que hoy los memorialistas se detienen en su recuerdo se deba a esa su pretendida locura, auspiciada esta vez por los actos anticlericales y la indudable capacidad para la crueldad, tan impregnada de envidia como de terrenal ambición, que se daba cita en uno de los más sobresalientes representantes de dicha Curia: el cardenal Caetani.

El desconcertado Pontífice aseguraba oír por las noches, al retirarse a sus aposentos, una amenazante voz que le ensordecía, profiriendo: "¡Oyeme, bien, Pietro da Morone, jamás debiste aceptar tu nombramiento, traicionando tu santo retiro del mundo! ¡Soy un ángel enviado para hablarte y reconvenirte en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, y te ordeno en su Nombre que debes renunciar de inmediato al Pontificado y que vuelvas a ser el eremita sin ambición que siempre fuiste!"... La voz, como era de suponer, no era la de un ángel, sino la del intrigante y tortuoso Caetani que había ordenado, a escondidas del resto de cardenales de la Curia, instalar una especie de hueco sonoro en la pared de su dormitorio, que actuaba como un rudimentario "altavoz", y por medio del cual, lograba abrumar más que aterrorizar, noche tras noche, al infeliz Celestino, quien, efectivamente, y a fin de poder volver a su añorado y pacífico retiro eremítico, no alimentaba mayor deseo que abandonar su Pontificado y las miserias presentes de cuantas intrigas inundaban su existencia en el Vaticano. No obstante, el Derecho Canónico, del que el Papa era un auténtico ígnaro, se presentaba ante él como un muro insalvable que, por dicha incompetencia, impedía su renuncia al poder jerárquico que dentro de la Iglesia se le había conferido sin él haberlo pedido jamás, y que lo angustiaba día y noche.


Dante Alighieri nos proporcionó los sabrosos detalles de esta "gran renuncia" como él la llamó: "15 semanas después de ser nombrado Papa, Celestino convocó a los cardenales. Leyó un documento de renuncia que le había proporcionado Caetani, y, en medio de un tronante silencio, bajó los escalones del trono Pontificial, y rasgó con sus propias manos las ricas vestiduras de Papa que lo tenían aprisionado. Cuando volvió a la sala, lo hizo vestido con sus harapos de toda la vida. Se lo veía feliz y consolado".




La Curia volvía a contar, además de con la intemperancia, el cohecho y la deshonestidad de muchos de sus cardenales, con el  "hedor infernal" -frase que muchos años más tarde proferiría Santa Catalina de Siena, escandalizada por la lujosa máquina burocrática y administrativa que sustituyera los atributos divinos de pobreza y humildad de la Iglesia, percibida durante la visita que efectuaría al majestuoso palacio de los Papas de Aviñón, donde acabó trasladándose la Sede Apostólica en 1305- que despedía Caetani, el cual se mostraba como un consumado maestro en los menesteres del Derecho Canónico, al tiempo que se pudría, como un vagabundo que se perdiera entre estrechas callejuelas, retorcidas y amenazantes, en sus esporádicos recorridos por las culpabilizadoras páginas -que en verdad detestaba- del Evangelio. En el fondo, Celestino, cristiano convencido y  sumiso, no se dejó intimidar por aquellos llamamientos, ya que en realidad los aceptó como una auténtica revelación celestial que llegaba hasta él para proporcionarle la ansiada posibilidad de convertirse otra vez en el ascético y bienaventurado Pietro da Morone que una vez fue, y no el Papa marioneta de aquella intrigante Curia cardenalicia. Un Papa, además, que en los más o menos cuatro meses de duración de su impuesto Pontificado no había pisado ni una sola vez las calles de Roma. Celestino pudo así renunciar a la tiara, y refugiarse de nuevo en su desértico retiro eremítico de Sulmona.

Los cardenales se mostraron esta vez lo bastante banales o coaccionados por el temple de Caetani, más inteligente que todos ellos, y a quienes no dudó en jurar y perjurar, caso de llegar a alcanzar la tiara dejada por Inocencio, seguir ofreciéndoles todo tipo de garantías en cuanto a la seguridad de sus privilegios, e incluso mostrarse como "digno representante de Dios en la tierra". Y ya en el colmo de su osadía politiquera, ambiciosa, astuta y sacrílega, Caetani,  tras "financiarse a sí mismo" (imposible ocultar por ello que era público y notorio que se hallaba "tocado de manía de grandeza"), consiguió convencer a la asamblea eclesiástica encargada de su elección (que de teología sabía poco, pero de beneficiosas negociaciones terrenas, muchísimo) que la tradición autoritaria y absolutista del Papado hallaría bajo su cetro todos y cada uno de los recursos necesarios con los que volver a enriquecer sus arcas, ahora medio vacías. Empresa a la que, una vez alcanzara el poder como supremo árbitro de la Sede Vaticana, seguiría comprometiéndose sin faltar a la palabra dada a la Curia en lo que a su inmunidad se refería. El futuro Bonifacio VIII se comprometía también a "negociar" sus privilegios con sus adversarios, las Señorías italianas, naturalmente bajo pena de excomunión, ante cualquier acto de rebeldía, capaz de ilegitimar  su  "indiscutible moralidad evangélica", que, además de acrecentarse con su nombramiento Papal, podría librar así su Pontificado de todo tropiezo opositor (que ya intentaron sus predecesores sin éxito) con los poderes sectarios y turbulentos de dichas Señorías, y manteniendo en consecuencia a buen recaudo, frente a la insaciable rapacidad de las mismas,  su solemne, clarividente y santificador Gobierno Pontificio, tal y como correspondía al Papa, inviolable defensor de los derechos de la Iglesia en todo el orbe cristiano.

Caetani, sabedor de que cardenal alguno se atrevería jamás a poner en entredicho su mandato una vez en poder de la preciada tiara, por la cual se hallaba dispuesto a jugarse el alma -en la que nunca había creído- y dado el grado de corruptela que a todos ellos aquejaba, se proponía, en realidad, como el cínico y frío calculador que siempre había sido, y con el tacticismo draconiano que ocultaba en su interior al iniciar aquella andadura apoyada tan sólo en su propia conveniencia, convertir a sus cardenales en "vigilados especiales". No obstante, harto protegido por cuantas "prebendas de hierro" le confería el Papado, lo único que, momentáneamente, se había parado, tras aquellos juramentos en los que se había empeñado por la gloria de la Roma Pontificia y que, por supuesto, no se hallaba dispuesto a satisfacer, era el fanático reloj de sus impiedades y de su soberbia.

Once días después de la marcha hacia Sulmona de su infeliz predecesor, Celestino V,  Caetani fue nombrado Papa con el nombre de Bonifacio VIII. El primer acto con que oscurecería su solemne triunfo al frente del pontificado fue el de convencer a la Curia del peligro que representaba para el Papado la libertad de Pietro da Morone. "No sería cosa de maravillarse, aseguraba, que el gazmoño monje pudiera llegar algún día a sentirse tentado por el demonio en sus soledades de eremita, y  renunciar a la poética inspiración de su retiro, volviendo a reclamar la tiara que tan inicuamente había rehusado". Esta ignominiosa y mezquina suposición del "prohombre" que ahora detentaba la tiara solemnizaba su propio triunfo, (otro de sus "famosos llamamientos en defensa de la gloria Pontificial"), en el que, a falta de versos y prosas inspiradoras de la piedad cristiana, lo único que prevalecían eran sus diabólicos fallos morales en cuanto a conciencia y sentimientos evangélicos se refería. El desventurado Pietro da Morone, que ya contaba casi 80 años, sin alcanzar a comprender hasta donde llegaba la justicia supuestamente divina ante la que debía dar cuentas por haber aceptado el opresivo nombramiento Papal, salió de Sulmona, y ayudado por algunas almas caritativas trató de abandonar Italia cruzando el Adriático, en busca de algún refugio que lo apartara de la última intriga fraguada contra él desde el Vaticano. Pero fue capturado durante la navegación y encerrado de por vida en el Castillo de Fumone por orden de Bonifacio VIII, donde pocas semanas después falleció de agotamiento e inanición.