domingo, 8 de marzo de 2015

Muerte en el mar -II Parte-







Autor: Tassilon-Stavros

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MUERTE EN EL MAR  -II PARTE-


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La verdad sobre la Armada Invencible
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... Veloz, desprendido de la costa, solo en aquel océano de los humanos, el viento seguía rugiendo cuando la flota avistó el extenso señorío de Lisboa. Una lluvia sonora difuminábalo sobre las colinas. Y toda esa honda inmensidad de altitudes devoradas que constituían la gran capital lusitana, precipitábase ahora en el vacío de la atardecida como una dilatada túnica de sombras moradas; perdido de repente el esplendor de sus galas, de las hebras rojizas de sus tejados, de sus torreones del color del trigo, y de las gentiles cumbres de sus graderías, azoteas y balconadas. Lisboa se sumía así en el reposo mural de un camposanto, pues la lluvia hería el aire, abismando, entre una consternación agónica, el recuerdo de sus blancas solanas; y perdida toda huella de su belleza, desbordaba sus pasadizos encharcados hasta el amplio estuario del Mar de la Paja. Rugía hinchado el océano, y allí, el Tajo, encendido de antojos, saturábase de aportes arenosos y escapaba de su sumisión montaraz hacia el ímpetu receloso del Atlántico, lejos ya de los senderos campesinos, de los pueblos escondidos, y de las frías y trémulas clausuras agrestes.

Abríase, finalmente, como un enamorado, grande y raudo, embebido de un amor de oleajes, tras muchas jornadas de caminos angostos y viciosos boscajes inacabables. Y en aquella ribera hervorosa cavaba la ruta infinita de su estuario a través de islotes que rebrotaban entre la holgura mullida de sus arenas cobrizas. Y toda la hondonada venía henchida y rumorosa de afluentes plateados que allí se le juntaban como una emanadora gracia de viejas aguas recónditas. La mar, perversa y peligrosa, obligaba a las naos a maniobrar constantemente, pues olas enormes, tocadas por blancas crestas, embestían y amenazaban con atrapar de través aquellos cascos inclinados, y ya peligrosamente cercanos a tierra.

La gran marejada, dominada por el vendaval, rompía con aterrador estrépito y furor sobre las dulces costas lusitanas, atrapando la embebida lumbre de sus arenales, y astillándose por los malecones, mientras la ingente armada de Felipe, anclada bajo tan negros auspicios en el gran puerto de Lisboa y las inmediaciones de Belém, se aferraba al abrigo del continente, tras varias y fallidas intentonas por salir a la mar abierta, bajo aquel cielo hosco que seguía sin aparejar vientos favorables a tan esperada singladura. 130 navíos, entre los que se repartían 2.431 piezas de artillería y una tropa de 22.000 soldados, formaban la más grande concentración naval jamás vista en todo el océano Atlántico. Desde el importante puerto de la capital portuguesa hasta el abra de su barrio de Belém, a la espera de los convoyes de galeazas, carracas y zabras provenientes de Cádiz, la flota habíase mantenido anclada durante un mes; sumida, como peñascales estrujados, en la noche grande de aquellos bancos de nubes, plúmbeos y amenazantes, al abrigo, casi desnudo, de un helado filo costero, tan frágil ahora por el batir de los fuertes vientos y la inacabable marola que no cesaba de reverter en los fondeaderos.

Bramido tras bramido, abiertas sus infinitas fauces efervescentes, enhebrábanse así las traicioneras y hondas corrientes atlánticas, como diosas de la adversidad, lanzando dentelladas a su antojo sobre los salideros desdentados y ahitos de sal de los acantilados; sorprendiendo los iris húmedos de sus ensenadas y deltas fluviales, por lo general tan pacíficos, frente a las concepciones mitológicas, de fondos radiantes y azules inocentes, de un océano siempre endiosado. Pueblos, paisajes, gentes de la orilla presenciaban, persignándose, como desorientados tripulantes de un naufragio, en las postrimerías de aquella inaudita primavera, los niveles crecidos de la mar; como un asolamiento cosmológico surgido de los días bíblicos, preconización de un peligro inminente, y con el que el paisaje, de un gris estremecido, vestíase de tan trágico aspecto.

Caían apagándose, una tras otra, las miradas de miles de marineros, enjaulados sus endrinos rostros entre aquel ramaje pertinaz de la incesante lluvia, y sorprendidos, a un mismo tiempo, como una chusma cándida, por la burla adversa de tan desatada Naturaleza. Mosaico magnífico que ante ellos se descuajaba al igual que filamentos erizados, de las raíces mismas del infinito cielo. Y entre aquella palpitación helada, sumidos en la desolación de torbellino tan bravío y crepitante como el de las borrascas, inflamaban sus agallas los invencibles tercios españoles, abiertos todavía a un tributo de esperanzas y de promesas cada vez más difíciles de cumplir. Reducía el mundo su tamaño, enfrentado a la fantasmagoría de aquellas olas convulsionadas, sorprendidas en su origen, y aterradoras como montañas en movimiento. Tropeles desmesurados que así resolvían, espesados,  brillando, apagándose, tras aserrar de modo magnífico el tumultuoso amontonamiento de aquellas costeras carnes de roca, que forman las orillas del mundo, tomar la tierra por asalto, para renacer, finalmente, en cada perlada gota con que los cielos tejían sus coronas acuosas.

... Y antes de que despertara el nuevo día, frente al viento huracanado que, como albatros enloquecidos, así columpiaba las naos, decidieron los oficiales de la gran armada poner proa a La Coruña. Alzó, pues, su campo la espectacular comitiva militar de Felipe como el urdido prodigio de un mago, modelado, una vez más, por ese ensueño de conquistas que forjasen aquellos cortesanos de Madrid, y cuya experiencia en navegación por mares de Indias, con buenos alisios, fuera en verdad mucho más importante que cuanto hubieran podido aprender en sus libros de náutica de aquel tormentoso Norte, que así descarnaba la cresta de los acantilados ingleses, anegaba con sus empujes de bayadera sobre el mar los bajos terrazgos de Flandes, y quebraba el roquedal fantasmagórico, siempre convaleciente, de las recónditas orillas de Finisterre.

Ante los ojos entusiastas de aquel ejército magnífico de curtidos marineros seguía ofreciéndose, tras tan largos preparativos, la insistencia convulsa de las aguas, dando formas vehementes a todo cuanto les circundaba, cual una cruel predestinación que atizaba las brasas de aquel mundo impuro donde los hombres se torturaban libremente, ya desde el acecho remoto de los tiempos, y siempre atraídos por la fuerza irresistible de sus despotismos religiosos y necias ambiciones potestativas. Un mundo donde el esplendor político se ovillaba en sus fronteras panzudas, donde el triunfo aplastante de la santurronería impregnábase de vanas devociones, conformando un triste amasijo de creencias carentes de toda racionalidad, y que se dejaba arrastrar por un vendaval de misticismos a los que únicamente iluminaban antorchas de superstición, intransigencia y ciega excitación de ansias aventureras y apostolizadoras; avivadas llamas del triunfalismo épico que alimentase la Contrarreforma española, en la que reencarnaríase la sublimidad hegemónica del dogma, y que ahora formaba la mayor comunidad católica del orbe.

Un ecumenismo que lanzaba su mirada a lo lejos de aquel tiempo, por fuertes bridas sujeto al engranaje de un "voluntarismo" inamovible que habitara, entre un recogimiento claustral, las palaciegas habitaciones madrileñas; y en cuya fe, desde la anchura aglutinadora e insaciable de sus reinos, tras la cohesión lograda por la Contrarreforma, tejiera Felipe de España la flamante telaraña sensitiva de otras conciencias en las que acopiar y deshilachar a un tiempo los fundamentos descreídos y heréticos de una Europa desmembrada por el ímpetu disidente y activista que planteaban los grupos inasimilados de hugonotes, valdenses, hussitas y calvinistas.

... Atrás quedaban, a primeras horas de la mañana, y bajo tan pertinaz lluvia, la inmensa punta del batido puerto de Lisboa y la inmediata línea costera de su barrio de Belém, acordonando tan blanca población como un pedregoso rosario protector; y, en lo alto, la nacarada torre del mismo nombre, ondeando su alminar airoso sobre aquel fondo de verdes praderas, ahora visiones barridas por el húmedo cortinaje de tan inestable amanecida. Presto quedó desdibujada toda esperanza de oficiales y soldados, pues aquellos enormes galeones, zabras y galeazas no se hallaban en absoluto preparadas para resistir los terribles temporales del noroeste europeo. En efecto, la lentitud de la travesía resultaba exasperante. Los barriles en que se envasaba el agua y los víveres se habían construido con madera verde, poco adecuada para la conservación de todo el aprovisionamiento. La podredumbre hizo rápidamente su aparición, el agua tornóse imbebible y las vituallas de casi todas las naos se poblaron de gusanos.

El viento N.O. seguía bandeando y empujando la flota con arraigada furia. Deslizábanse los días sin un momento de respiro ni sosiego, pues, como bien dicen los dichos de la mar: "a buenos marineros no hay truenos más o menos que quitarles el sueño puedan". Todo el mundo en las naos corría enloquecido y gesticulante, enfrentándose con inaudito valor a aquellos cielos aquejados de violentos turbiones, trepando peligrosamente por entre el vértigo de las vergas, y aventurándose presurosos en el vacío oceánico; atentos sus rostros a las órdenes desenfrenadas de sus capitanes que, rápidas y displicentes, se sucedían unas tras otras sin que luciera por el momento un claro cielo o un rayo de sol, siempre a merced de aquella inmensa y furiosa región de los vientos que así batía las aguas del mundo, y que amenazaba con hacer añicos, a la menor hesitación de tan perseverantes marineros, la extraordinaria armada española.

La gran marea que también anegaba las riberas cantábricas dificultaba la navegación. Trataban los navíos por todos los medios de derivar a barlovento, próximos ya a enfilar la ría de La Coruña, donde el Mero vertía su escaso caudal, ahora hinchado por las incesantes lluvias. La ciudad se asomaba a la gran hoz portuaria, con sobrecogida humildad, cabalgando sobre sus pretiles accidentados, en geológica concordancia con aquel mar convulso, de inocencia perdida, que se chafaba contra los peñones, y confluía apasionado con la hendedura de la ría y el aporte fluvial del Mero. Era este, en verdad pequeño río, incorporado al ámbito abrupto y amenazante de aquellos roquedales marineros por entre los que se rasgaba, y en cuyos confines desaguaba tímidamente. Más atrás, su virginidad se dejaba poseer por la avidez solitaria de un paisaje delirante, cavado a través de la sensible arquitectura de oteros y bosques ácueos, que tipificaban la geografía de Galicia, enfilando, entre brincos de torrenteras, un recorrido de ímpetus montaraces que le llevaban a morir frente a la mirada recogida del abra de La Coruña.

Ancló por fin la gran armada muy cerca de tierra, a salvo de las rachas del Noroeste. Siguieron las tareas en las naos, hasta asegurar toda resistencia contra el temporal de lluvia y viento que, por lo pronto, no mostraba indicios de amainar. Visto a lo lejos, tras la bruma, el casalicio coruñés provocaba una gratísima impresión a los ojos de la esclavizada marinería, solícita en el cumplimiento de su deber, y que tras afrontar con valentía las serias dificultades de aquella nueva travesía, se afanaba ahora en sus tareas, como penitencial procesión, bien que voluntariosa, crecida en la esperanza de una pronta holganza y asueto de desembarco. A pesar de la lluvia, y como un paisaje vibrante a través de la neblina, la población de La Coruña agolpábase en los muelles, prolongando sus siluetas como pilares en movimiento, de altitudes inconcretas, sobre muros y propileos indefinidos, entre el rumor asombrado de miles de voces, que se perdían así, azotadas y transportadas por aquellas rachas incansables, entre la rota osamenta del pedregal portuario.

Las soledades oceánicas tienen también sus sabores agrios. El hombre, en aquel mar de los humanos, y durante tan terribles singladuras, pierde su propio concepto de identidad, las sensaciones familiares que proyectan su relación con el resto de sus semejantes. Así, muchos oficiales, una vez recalado puerto, desaparecían durante días enteros de la vista de sus tripulantes. La gran armada de Felipe, a partir de aquel día, y aprovechando la pasajera bonanza primaveral en que parecía haberse ahogado el incesante temporal de las jornadas anteriores, sería abastecida, por fin, con nuevos y muy necesarios aprovisionamientos. Cientos de botes, cargados con toda suerte de vituallas, además de flamantes barriles resistentes a la temible humedad marina, merced a las buenas maderas empleadas en su fabricación, y en los que envasábanse ingentes cantidades de agua potable, bogaban ahora, entre un incesante ir y venir, por entre aquellos navíos de gran tonelaje anclados en la ensenada coruñesa, de aguas cenicientas y, transitoriamente, calmas. Movíanse como enormes exvotos de largas e inquietas extremidades, o viejos carros campesinos, privados de ruedas, y de combas panzas, surcando, con la resonancia pausada de sus remos, las grisáceas aguas del abra, impacientes ante la inmediata singladura, y ofrendando en sus abiertas andorgas el variopinto rendimiento de las hanegas gallegas, sus aromas y rarezas alimenticias, las cientos de tinajas jugosas, las cecinas, perniles curados y pescados en salazón, que pronto colmarían las bodegas tibias e insaciables de la espectacular flota de Felipe de España que allí anclaba, milagrosamente salvada de las tardías galernas primaverales.

Un buen sol mañanero se desbordaba sobre La Coruña, convirtiendo la ensenada del puerto en una inmensa bandeja dorada que ofrendaba la porcelana prolija de la inigualable armada española, rematada en lo alto por un milagroso paisaje de inquietas arboladuras, ágiles y atirantadas, que se recortaban encendidas, y por miles de gaviotas glorificadas, sobre la desolación azulada del bravío mar; ya dispuestas, próximamente, a reavivar, entre aquella emoción eterna de las aguas, la simiente aventurera del hombre. Así la gran armada apuraría pronto su ruta cantábrica sobre el escalonamiento soliviantado del Mar del Norte, gozándose en aquel aliento impenetrable, de un misticismo inquietante, esgrimido por el monarca de las Españas, y sometiéndose al sentimiento de su arbitrio apasionado. Águilas imperiales de un nuevo César. Un manto de oro que presidiría muy pronto el interminable cortejo, a fin de revestir aquel sueño de poder con el ornato característico de toda gran solemnidad. Y más allá de ese paisaje tembloroso de las azules frondas acuáticas, a través de las lejanas nieblas de Albión, entre ahogos de despecho, desangrábase la ira isabelina. La católica algarada de los españoles trataba de cercenar los cimientos de su absolutismo teocrático. Felipe exigía así a Isabel de Inglaterra el diezmo de su venganza por los desmanes cometidos en aguas de Indias, sancionando con la pretendida invasión del suelo inglés los derechos de su imperio. Los ingleses hallábanse peor armados, y, salvo sus corsarios, carecían de grandes capitanes. La soberana, que erróneamente había demorado la conveniencia de crear un gran ejército capaz de atajar la incursión urdida por el monarca de las Españas, visto el mal cariz que adoptaban los acontecimientos, llevaba sin lugar a dudas, y así lo comprendía, las de perder.

Forzábanse ahora, tras el amedrentamiento de las multitudes que habían aceptado formar parte de aquel excomulgado bastión del anglicanismo, y ante el temor de que estallasen violentos tumultos, los tardíos preparativos de defensa, provocados en parte por la consumada y diplomática avaricia de la hija de Ana Bolena, cuyas negativas a acometer nuevos gastos por cuenta de las arcas del estado, traicionaba pactos y compromisos solemnemente estipulados con aquellas masas supersticiosas y analfabetas que aclamaran con tanto entusiasmo su acceso al trono de Inglaterra. Un interminable cortejo de lores, almirantes y consejeros (excluidos ya de toda carrera eclesiástica) presidían las sesiones o audiencias privadas concedidas por la reina, entonando la prudente queja de sus recelos frente al fermento amenazador que suponía la ya manifiesta hostilidad de Felipe de España. Hubo de contentarlos finalmente. Calmar a los revoltosos en beneficio de la corona; conjurar la amenaza, terca y autoritaria, de quienes legitimábanlo en nombre de un pasado glorioso de reyes normandos. Flameaba aún sobre la isla, como una enseña simbólica, el recuerdo nefasto de su hermanastra María, de su represión sangrienta, en connivencia con el despotismo ambicioso y cruel de Felipe, que hiciera rebosar las cárceles inglesas de prisioneros políticos y acabar con todos sus súbditos sospechosos de anglicanismo.

Presa del conservadurismo alarmista de sus lores y almirantes, que, entre crispaciones silenciosas, abominaban de su avidez restrictiva, aceptó Isabel de mala gana. Exultaron aquellos lores y hombres de armas, fieles consejeros de la corona que trataban de mostrarse a la altura de sus compromisos, y entre cuyas manos germinaban y maduraban ciertamente los sistemas económicos y las tradicionalistas instituciones sociales y militares de la patria. Y así no dudaron en exponer de nuevo, con extraordinaria elocuencia, tras aquel cónclave decisivo, el estruendo conminatorio con que en verdad amenazábales el poder militar en manos de su enemigo español. El autoritarismo endiosado de la soberana inglesa consentiría, pues, en promover levas forzosas por todo el país de hombres cuyas edades abarcasen desde los dieciocho años a los sesenta.

Los sublimes torreones de aquella flamante institución bélica promovida por Inglaterra vendríase abajo de inmediato. Promesas halagadoras, interminables discusiones: los devengos estatales no permitían sueños. Precipitado y pomposo fue el anhelo de la jerarquía isabelina por conseguir un ejército formado por más de 36.000 soldados. Y así, tras la barahúnda de las levas, tan tardíamente promovidas por la reina en detrimento de la libertad de sus súbditos, como última y desesperada maniobra sugerida por la enmarañada situación política a que los arrastraba la imperial soberanía de Felipe de España, el sentir imprudente de Isabel y de sus consejeros naufragaría en el más rotundo de los fracasos. Los gastos que debían sostener eran inmensos. Lábaros y pendones triunfales quedaron bosquejados tan sólo sobre los regios pergaminos como se esboza el artificio maquinador de las venganzas. Frente a la inmediata presencia española en aguas del estrecho, 250 bajeles ingleses de menos tonelaje que los de la gran escuadra española, aunque de mayor rapidez de movimientos, y más aptos así, pese a su inferior categoría, para la lucha entre aquellos mares tempestuosos y de poco fondo, se mantendrían acechantes frente a la soledad amenazadora y siniestra de un mar azotado ahora por el torbellino de nuevas lluvias y ventiscas; que segaba, al amanecer, como una hoz fatídica entre espumas enmarañadas y el aleteo cortante de los ecos del viento, aquellos púlpitos gigantescos y triunfalistas de las naos donde se concentraba la expectante cohorte marinera de Isabel Tudor.