martes, 3 de septiembre de 2013

Aquel mar

 




Autor: Tassilon-Stavros







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AQUEL  MAR



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Las tardes de agosto traían su promesa de alegría, cuando tras de mí quedaban huertos y casas, balcones y azoteas, y el mar aparecía en lontananza. Yo montaba en la borrica mansa, para sentirme extraviado y satisfecho entre soledades restallantes. Y el horizonte y el pinar se quemaban en una luz rigurosa, de mieles encendidas, aturdida en un ahínco de agua y espejismos.

La borrica se regocijaba por entre el pinar de sol, ya muy pálido y cansado, devorando hierba bajo la querencia de los gorriones, pino a pino, abrazada a la sombra,  e inmersa en la abundancia. Y gustosa del palmito, hocicaba luego en los bordes dulces del barro, tránsito fugitivo del manantial que se agitaba entre la breña. Aparecía en seguida una hondonada arenosa y amplia, ya a la vera del agua. Álveo blando de mi ensenada escondida. Un concepto de aislamiento arrancado al tiempo y a la codicia viva de sus hormigueros.

Y me concedía la soledad una jerarquía, una magnitud  tibia en la que se exprimía toda mi humilde sensibilidad para tentar la tierra y el clamor de sus aguas. Luego, una rápida dulzura sutilizaba mis sueños. Un latido intrépido, un vuelo candente de gavilán entre un cóncavo azul de brisas enroscadas. Y era mi lenguaje el silencio del pinar, mi acústica la crepitación fresca del incansable oleaje, y mi sosiego la vastedad del mar. Olor de germinaciones que contenía la apetencia de mi homenaje.

Y en el palpitante temblor sensitivo, vaciado en la luz fugitiva de la solana, cuando la transparencia aún diáfana me recibía en su lecho fresco, yo le hablaba al mar como a un abuelo que me trajera, en gigantesca orza vidriada, un verde jugoso de racimos desde el ejido de sus viñas. Urna del agua, recreo benéfico de mis baños agosteños, último rayo de sol eternamente perdido entre un coro cristalino.

Ya la anochecida se alzaba cojeando. Y más y más lejos se arrinconaba. Y a mi borrica mansa le vibraba el espinazo, temerosa de no tener más camino que la rambla. Ladraban los perros aldeanos. Y las revueltas y las sendas que pasaban por la bulla del pinar, las pitas y chumberas, los tapiales, las techumbres y balcones nítidos del burgo, y el río de polvo de la vieja carretera, o la gran alberca que el sol encendiera, todo se alborotaba por la brisa que desde el mar entraba. Internarse en el pueblo, aún iluminado por los terrados blancos, era ya seguir un camino de andadura amiga, mientras las lucecillas limítrofes, las huertas románticas, las arboledas barrocas, y el abanico titilante de los campos se iban trocando en afueras.

Y el mar, aquel mar, caricia reconfortante de mis siestas, recogía en su sombrilla lejana el vapor rollizo de sus olas, desvanecido todo rastro de algarabía y prisa. Y como el labrador suelta su carro frente al portal, dejaba yo, libre y saciado, mi paseo marinero, mi confín acuático, mis gaviotas en su cielo.