sábado, 17 de agosto de 2013

El último segundo de la noche -I-



 Autor: Tassilon- Stavros





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EL ÚLTIMO SEGUNDO DE LA NOCHE      

 

 

 -I-



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El accidente
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La atardecida dificultaba notablemente la operación de rescate. El silencio de todos los allí presentes adquiría la singular significación que produce el horror. Soportar, pues, la tensión de la espera requería un esfuerzo fatigoso por no articular palabra alguna, saborear el amargor pastoso de la lengua, y esperar a que la respiración se regularizase. Y así, la impaciencia, fija ya en todas las facciones, se mostraba con esa especie de recato que deforma la imagen humana. ¿Cómo desprenderse del temblor que estremece los labios, hierve en el cuarto oscuro de la imaginación y aguarda con su grito mudo, casi imposible de controlar, que aparezca el fondo negro y descarnado de la verdad manchada de sangre? Lúgubre, soplaba una ventisca invernal. Era la suya una indiferencia helada, que, convertida en débil llovizna, llegaba desde los follajes aún pomposos de la sierra hasta la desnudez de la cuneta que formara, con su pronunciada curva, lisa y resbaladiza, el filo complaciente del peligro y su fermento de perdición. Todo resultaba increíble. El barandal de protección aparecía arrancado.


En un limitado terraplén se hallaban dos automóviles junto al de seguridad vial de tráfico. Otro, también de la policía municipal, situado a un lado de la carretera, obstaculizaba en parte el posible tránsito, tras diseminar las verticales señales luminosas de aviso de contingencia reciente en aquella calzada de montaña, ahora recortada junto a las altas arboledas que crecían al borde del precipicio, e iluminada en todo su trayecto tan sólo por la fluorescencia de las alineadas señalizaciones. La oscuridad avanzaba por momentos, mientras la luz del día, que ya se sabía vencida, parecía tratar de tomarse todavía un último respiro entre los recortados picos montañosos, ahora orlados de finos ribetes anaranjados. Por suerte, pocos conductores se aventuraban a transitar por aquellas peligrosas alturas hibernales. Corría el mes de febrero, y se mostraba especialmente gélido como era lo habitual..


Gestos nerviosos. Un opresivo enmudecimiento recorría aquel grupo formado por tres hombres y dos mujeres. Parapetados cautelosamente en la oscuridad, semejaban sonámbulos de ojos vaciados. Cuerpos tensos y expectantes, atrapados por el efecto magnético del encono o del miedo, e inmersos en algún destructivo secreto entre la súbita rotación extraterrenal de las inquietantes sombras. Tras el concienzudo rastreo de la policía del escarpado terreno próximo a la autovía, el  lujoso Audi rojo de Diego Loriz, perdido en el vacío hacia el cual se había precipitado, lanzó algunos destellos gracias a los potentes focos del camión grúa, que se había desplazado a duras penas hasta el lugar del accidente. Luego fue arrastrado hasta el ángulo terroso que se juntaba con la resbaladiza curva de la carretera desde donde había salido disparado hacia el abismo. Las profundas huellas de los neumáticos sobre una parte del asfalto y el trecho enfangado no dejaban lugar a dudas. Todos los rostros se volvieron a observar el automóvil, espeluznante escombro metálico que parecía arrancado de alguna misteriosa guarida de peñascal. La noche convocaba al espanto. Únicamente se excluyó del mismo una de las dos mujeres, quien, casi sin inmutarse, sacó un cigarrillo de su bolso. Al no lograr encenderlo, se proveyó de un pequeño paraguas plegable con el que se protegió del aguaviento. Prendió la llama y empezó a fumar compulsivamente.Y tras observar un segundo los restos abrasados del Audi, ya arrebatados al barranco, no disimuló su indiferencia ante el escalofriante espectáculo. Nada justificaba su glacial modo de actuar. Frente a la desolación de los demás, que con toda seguridad, como se podía leer en sus rostros, no cesaban de darle vueltas al asunto, aparecía su mirada desdeñosa, quizás  porque tal contingencia, pese a su  desmesura, adquiría en su mente un equilibrio casi armonioso entre lo predecible del suceso y el esfuerzo vano de sufrir por él. ¿Lamentarse? Le resultaba absurdo e inútil. Aquella actitud podía desagradar al resto de los allí presentes, incluso exasperarles la calma que demostraba. Sin embargo, nadie habló, puesto que nada lograría persuadirla. Ni el terrible accidente la golpeaba como un látigo implacable, ni los cadáveres allí presentes la irritaban como una vieja herida mal cicatrizada. No obstante, la otra mujer se mostraba como asfixiada. Sus ojos habían registrado con terror aquella especie de vuelo dantesco del coche incendiado, y apenas fue depositado en tierra firme frente a todos, como si el tiempo hubiese permanecido en suspenso mientras era atrapado por la cabria traída para su rescate, lanzó un espantoso grito, al tiempo que se mordía uno de los puños helados por el frío. Al instante, una masculina ráfaga de furor se distendió vibrantemente en un mandato que trató de detenerlo:

-¡Basta...! Si los demás resistimos, tú también debes hacerlo.

Todo en vano. Tras su grito sollozante, histérico, la mujer se había arrojado sobre los restos calcinados del coche en un salto como de animal salvaje. Al otro lado de los cristales destrozados, ennegrecidos por el ya extinto fuego, se ofrecían dos figuras humanas descarnadas como una carroña; amazacotadas, y con sus cabezas monstruosas caídas sobre las rodillas. Un espectáculo dantesco de seres primitivos que, atravesados por el relámpago de los focos policiales y del camión grúa, colmaran ahora la tenebrosa inquietud de la noche resurgiendo entre las carbonizadas planchas de sus terrorífico ataúd.

-¡Apaguen esos focos, por Dios!- clamó la voz masculina dirigiéndose a los policías. Y la masa sombría, que allí perpetuada por la carcoma del fuego tenía algo de sobrenatural, fue absorbida de nuevo por la noche ya cerrada.

En efecto, la oscuridad desplegaba su manto tenebroso por las montañas y las arboledas colindantes. La llovizna, que había atravesado el espacio abriéndose como una cortinilla de sutil y álgida seda frente a la sombría impresión de soledad que azotaba la naturaleza circundante, se había difuminado también. Y el hombre, como un trueno negro, se arrojó ahora sobre la horrorizada mujer que parecía delirar entre gritos y sollozos pegada al calcinado automóvil.

-¡No crees más complicaciones!- exclamó- ¡Tus reacciones son siempre demasiado estúpidas! ¡Huelen demasiado a locura!

Ella, veloz como un latigazo, la mirada resplandeciente, le asestó un arañazo en la mejilla; y él, movido por una inquietud indefinible, no pudo por menos que abofetearla, tan tensa y vibrante la vio. La mujer parecía la única atrapada en el nudo más secreto y patético de aquella tragedia, y como si no pudiera rehacerse del horror del momento, acabó desvaneciéndose en los brazos del hombre. Un policía y los otros dos familiares corrieron en su ayuda mientras él la conducía hasta el asiento trasero de uno de los coches..

-No es nada. Un simple vahído producido por la impresión- restó importancia el hombre, aunque su voz tembló ligeramente.-Ya conocéis la delicada naturaleza de mi hermana- añadió dirigiéndose a sus dos familiares.

-La ambulancia no tardará en llegar- apuntó preocupado el policía.

-No se preocupe. Ella no necesita ninguna ambulancia- replicó el hombre.

Luego se volvió hacia la otra mujer, que sin cesar de fumar, siguió manteniendo un aire displicente, haciendo caso omiso del enojoso y evidente ataque de histeria por el que se había dejado arrebatar su compañera. Y él la recriminó con un leve susurro que no halló demasiada significación  bajo aquella atmósfera de desaliento:

-¿No vas a moverte?...  ¿Ni una palabra de compasión? ¿Eres una mujer o un témpano?- Sus palabras fueron acompañadas por un gesto espasmódico, mientras le zarandeaba un brazo.

Ella se desembarazó con manifiesto desabrimiento de la firme presión que la mano de él ejercía sobre su brazo, tiró el cigarrillo con furia, volvió con cierto esfuerzo y reprobación su mirada hacia la figura postrada en el interior del coche, y dijo:

-Siempre ha sido una histérica insoportable. No sé de qué te extrañas. Y mi hermano Diego,... ¿tengo yo que aclarártelo? Sabes perfectamente que ha hecho lo de siempre, ¡huir de ella!...

-Pero ¿qué dices? Será mejor que te calles...

-¿Primero me recriminas que no hable y ahora quieres que me calle?... Diego, a fin de cuentas, ha acabado como tenía que acabar... Así que ahórrame tener que aguantar tus dichosos cargos de conciencia...- Encendió otro cigarrillo, que él, irritado, le arrebató de la boca- ¡Bah! No vas a lograr que me enfurezca- se obstinó ella- Ya sabes lo poco que me importa tu mal genio, querido.- Y le lanzó una mirada irónica, mitad divertida, mitad cruel, pero en ningún momento disgustada ¡Qué prosaico resultaba todo aquello. Y sin embargo, ¿no estaba juzgando el hecho? Se arrebujó en su abrigo transida de frío, y tras soltar el paraguas en el coche, manifestó con voz ligeramente enronquecida:- Estoy rendida. Completamente agotada. Así que te agradeceré que me dejes en paz.

Dio media vuelta, frente a la mirada nerviosa y tensa del hombre (su marido a todas luces), y se alejó de los automóviles, revestida de una severidad desafiante. Su atractiva figura, al adentrarse en la oscuridad de la noche, quedó, pese al movimiento, como petrificada en el paisaje ya inexistente. No obstante, un ligero crujido respondía a su paso sobre la seroja húmeda repartida por el pequeño terraplén que, un poco más allá, se unía a la calzada. Se detuvo al borde de la misma, recortándose su imagen, débilmente iluminada por los faros de los automóviles, en aquel vacío asfaltado, inquietante y negro, sobre el que la noche permanecía inmóvil y fosilizada. Un par de coches, desperdigados por aquellas alturas, se habían detenido, y sus ocupantes trataron de curiosear el paraje pobremente iluminado donde se había desarrollado el drama. Dos policías conminaron a los conductores a que siguieran su camino. Había llegado la ambulancia.

El traslado de los cuerpos carbonizados presentó toda suerte de inconvenientes lamentables. Fueron incontables minutos de expresiones sombrías y de una amargura abrumadora. Los cuerpos arrancados del automóvil por los enfermeros no eran ya más que siluetas desmembradas a los que el fuego había convertido en una especie de muñecos monstruosos cuyos pedazos se desparramaron en el interior de las amplias envolturas plastificadas.  Y cuando la cremallera se cerró sobre aquellas masas negruzcas, todos respiraron fuertemente, ebrios de horror, incapaces de creer que la vida pudiera disiparse tan rápidamente para acabar convertida en aquella materia inerte, caricatura del hombre, ahora tan sólo una pura y simple pérdida irreconocible del recuerdo.


... Profusión de automóviles y llamadas telefónicas. Un asedio infernal, entrometido, se allegaba a los trastornos de la señorial casa de los Loriz, linajuda familia bien asentada en el sector financiero de la inmobiliaria. Visitas que probablemente ni se acordaban ya del fallecido, pero que formaban ese cuadro sinóptico de amigos que resucitan como una tertulia circense, y que con sus hipócritas y melancólicas evocaciones a las excelsitudes pasadas del difunto, adquieren de pronto una transparencia ya casi olvidada y aparecen en la muerte del hombre para presidir su entierro, mientras zumban los revuelos de sus comentarios, evitan los motivos de su turbación, o callan, bostezan y se aburren entre la cháchara no menos chismosa de las mujeres cuyo arte de fingida humildad ante el escándalo y tras el desfile enlutado se inclinaba ahora hacia el más estricto fariseísmo.

Clausurado el velatorio la noche anterior, entre el lujo y los ornamentos del gran tanatorio, el ataúd con los restos mortales de Diego Loriz ocupó un lugar privilegiado en el panteón familiar, junto a sus padres, abuelos y antepasados cuya existencia y recuerdo había quedado despedazados ya por la violencia, eternamente agonizante, del olvido. Toda la parafernalia del funeral, sin dejar de constituir un espectáculo lastimoso, se desarrolló de manera sombría, directa y metódica. La crónica de los pormenores del suceso había sido devorada por el celo de la casa. La familia callaba, tratando de convencerse de que aquella siniestra muerte era la culminación merecida del castigo, y que la medida de la calidad humana de Diego se dejaba por fin enterrar sin que se avivara en la conciencia de los allí presentes, salvo en el rezo y el lloro de su viuda, la espina de la conmiseración. Una conmiseración que inútilmente pudiera hallar en el refugio del ayer la más finísima herida por el desaparecido.

El silencio del enorme caserón parecía medir el tiempo y  la conciencia de sus habitantes se retraía ahora en un reposo de severidad y miradas solemnes. Fueron únicamente los ojos negros, indagadores y ardientes de la viuda los que, quebrando el hilo sutil de su llanto, se llenaron de un afán y de un acecho insaciable. La odiosa Laura, hermana del difunto, se movía por la casa grácil y vivaz en su belleza indiscutible, pero su catadura más auténtica era la de un ser incomprensiblemente solitario y altanero. La viuda de Loriz y ella se habían intercambiado en consecuencia miradas de desprecio, con el mismo entusiasmo grotesco que emplean entre sí los parientes que se aborrecen. En efecto, porque para Isabel, la viuda, su cuñada no era más que una mujer impasible,  maldita e indiferente, que se gozaba en humillarla. Desde su llegada a la casa, Laura se había erigido en silueta tortuosa, oscura y provocadora. Era la evanescente figura familiar, la faz inerte del intrincado sentimiento. Y no resultaba exagerado afirmar que también odiaba a Enrique, su marido. Los motivos de aquella aversión poseían un origen oscuro, que quizás se sustentaran en la maldita estructura de los más miserables y estudiados prejuicios burgueses. Como quiera que fuese, Isabel, desde su matrimonio con Diego Loriz, había ido nutriéndose obsesivamente de este implacable rescoldo de escasa fraternidad por parte de su cuñada Laura.

Sabía desde mucho antes, que su boda, impulsada por la ambición de su hermano Enrique, había sido un error. Que había vivido en un mundo de ilusiones absoluto, y que, no obstante, había amado al atractivo Diego Loriz de un modo insoportable y comprometido. Y aunque los corazones siempre enferman cuando vuelven su mirada hacia atrás, ahora, aceptado ya su desengaño (Diego nunca la amó), aquellos años de traiciones continuas se difuminaban como en un sueño tras el deceso inesperado. Pese a todo, en aquellos instantes, el tedio del atardecer luctuoso convertía el dolor de la muerte en una manifestación fatigosa y detestable. Y de repente, tras aquella especie de sopor silencioso, Isabel, con un movimiento repentino y violento, se levantó del butacón donde había permanecido sentada. Corrió como arrebatada por una especie de intolerable embriaguez hasta la habitación de Laura, y golpeó insistentemente su puerta. Cuando aquélla apareció adoptó el aire displicente que la caracterizaba.

-¿Qué quieres?- preguntó Laura, recobrando aquel punto de frialdad casi maligna que, pese a todo, tanta seducción le prestaba.

-Sólo quiero que sepas que ya no tengo excusa para seguir comportándome como la cuñada insignificante.... vacilante y discreta... La que se callaba ante la impúdica conducta de tu hermano... y a la que tú, aunque fingías ignorarlo, siempre contribuiste, hasta llegar a convertirte en cómplice de sus engaños... Tú le presentaste a esa mujer, y lo mismo hiciste con las otras... Tú eres quien ha cometido este crimen... Tú odias a mi hermano, pero también odiabas a Diego. Siempre quisiste desembarazarte de él...

-¡Basta, Isabel!- se oyó la voz de Enrique, que llegaba ahora con gesto colérico hasta el dormitorio de su mujer, dispuesto a acabar con aquel absurdo enfrentamiento.

Isabel se volvió hacia él iracunda:

-Ella te odia, y tú estás ciego... Nos odia a todos... Y acabará contigo, lo mismo que ha acabado con Diego... ¡Maldita seas!- se obstinó Isabel en insultar a su cuñada, que con un gesto de desprecio infinito intentó obligarla a apartarse de la puerta.

-¡Llévatela de una vez!- exclamó Laura, dirigiéndose a su marido- ¡Y que se vaya al infierno!...

La puerta se cerró al instante, y arrastrada por Enrique, Isabel siguió profiriendo:

-¡Maldita, maldita!... ¡Tú lo has matado...! ¡Sólo tú...!... ¡Te odio... y a ti también (se volvió hacia su hermano), porque no eres más que un cobarde...!