lunes, 26 de agosto de 2013

Caesar... de bello gallico





 
 
 
 
 
 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros






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CAESAR... DE BELLO GALLICO



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Julio César: "La Guerra de las Galias": ¿Cronicón?...
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El aullido de los bárbaros se deshizo como el cántico ahogado de un lamento más allá de la empalizada. Pasaron ante su pueblo los cautivos, encogidos, andrajosos, cansados. El grito de la cohorte vencedora cruzaba como una centella, jubiloso, sobre las chozas de la rústica aldea enemiga. Era la hora sexta de un día aguanoso y desaborido, presagio de malaventuranza para el pueblo Galo. De un santuario, donde crascitaban los cuervos de la derrota, bajaron las aclamaciones, como alaridos voraces, de los romanos. Un agasajo devoto, una postración de deleite frente a la figura sosegada y de exquisita mesura de César, ahora protegido bajo un dosel. Del campo rebrotado, de los bosques, del monte verde, que estuvo lleno de sol, parecía emanar la espuma de la sangre. Era el audaz designio de Roma, apasionadamente engendrado en su hijo predilecto, cuya carne había sido esculpida por las tempestades del triunfo. El codiciador de empresas y placeres dejaba tras de sí un nidal de guerras, entre estruendos de pedregales removidos y ecos de barrancas, que sirvieron de peana a su indomable escultura.
 

Lejos de la empalizada, en la inmensidad abrupta, roída por los buitres, y todavía avivada por los últimos rescoldos de sediciones, quedaron los clamores bárbaros, ininteligibles, de los desarmados guerreros galos que cubrían su desnudez con pieles velludas. Una repugnancia ominosa de los que pronto morirían lentamente en la cruz. Los hombres, desdeñadores de las magnificencias de Roma, se hundían en sus sequedades recelosas, en la obstinación de su furor implacable, pálidos de náusea y odio hacia su conquistador. El corazón de las mujeres vacilaba temiendo y esperando, bien que no menos balbuciente de dolor y cólera. Los ancianos, enfermos e inútiles, rememoraban sus guerras pasadas con encono en su sangre, y los niños se abrazaban a sus madres sin dejar de sentir la proyección de una oscuridad de desgracia. Conocían bien los cuentos del gigantesco lobo Cesáreo, la ponzoña escondida de sus serpientes romanas.
 

Todos los bárbaros se sobrecogieron oyendo las bocinas y bramidos de la soldadesca. Calló luego la zumba. Y de pronto se alzó rugiente la voz del centurión que habría de pregonar la voluntad de la muerte, el intendente feroz del gran César, el “exactor mortis”, portador de la bulla misteriosa, vengativa y suntuaria de Roma:
 

-¡¡¡Los hombres y los niños serán violados, y las mujeres crucificadas!!!
 

 
El conquistador de las Galias, los ojos dilatados, observó al centurión con una mueca infausta, aunque todavía sublime. De su mirada partió una centella de iracundia. Un rictus horrorizado le plegaba el rostro al igual que si en él se hubieran clavado la punta de dos flechas envenenadas. Su escasos cabellos encanecidos se pusieron de punta y aletearon al viento como si de su cabeza laureada huyera definitivamente aquel águila joven que una vez fue.

 
El “exactor mortis”, trémulo, observó, además, la sequedad asesina de la superviviente cohorte romana, dándose aletazos con los codos, toda ella una queja silenciosa, amenazante, aunque caliente y convulsa, que parecía apelar para que el fuego de Júpiter Capitolino cayera sobre él. Brincaron los sentenciados hijos de la bárbara Galia, que se consultaban, con ademanes resbaladizos y con sonrisas incisivas. Y el centurión de César, aterrorizado por el error cometido, por aquella injuria involuntaria hacia Roma, hizo un último esfuerzo, y, menudo y pálido, rugió su componenda :

 
-¡¡No, no, perdón, Venus misericordiosa!!... ¡¡¡Ha sido un error imperdonable!!... ¡¡¡Malditos seáis, Galos de labios terrosos, de recias bragas mugrientas... y... y gordos de fango y estiércol!!! ¡¡¡Me he equivocado!!!

 
De súbito, surgió tercamente una voz de hombre; una especie de alarido metálico, que, afrontando al centurión, se esparció como un vuelo raudo y elocuente sobre la multitud, trepó hasta lo abrupto de la cohorte conmocionada y su General Victorioso, y gritó escrupuloso como si tras él estallara el latido atropellado de toda su sangre:

 
-¡¡¡No, no, nada de volverse atrás!!! ¡Ley de guerra! ¡¡¡¡Lo dicho, dicho está!!