sábado, 5 de enero de 2013

La huelga del panettone - III -





Autor: Tassilon-Stavros






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 LA HUELGA DEL PANETTONE      - III -



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Los ricos
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La mansión de Don Favareto cumplía con todos los requisitos que suelen abrir ante los ojos anonadados de los menesterosos una visión del mundo que jamás será universal: "Hermanos en Dios lo seremos todos, pero sólo los ricos disfrutarán del Reino de la Tierra" Más allá del enverjado protector se abría una alameda que conducía a los jardines frontales que embellecían la aparatosa columnata dórica del porche. La casona, desde la distancia donde Malacozza Annunziata temblaba de frío y tosía, aparecía como suspendida en el vacío. Tras dejar la bicicleta apoyada contra la sillería que bordeaba toda la finca, buscó por lo menos un timbre, probablemente oculto a la vista a causa de la reseca madreselva abrasada por el invierno, y cuya profusa raigambre colgaba por todo el extenso muro y los contrafuertes de la enorme cancela.

-"¿Y cómo demonios entro yo en este mausoleo?"- murmuró la visitante- "¡La madre que...! ¿Quién me mandará a mí meterme en estas jaranas por cinco cochinos euros? ¡Y con este frío y mi bronquitis! ¡Puerca miseria!...¡Caugh, caugh!"- se estremecía Annunziata como si de pronto experimentara la necesidad de volver a las cosas del mundo positivo.

Pasaron los minutos. Anduvo y anduvo frente al enrejado aterida por el frío cuya intensidad arreciaba por momentos. Y de nuevo la invadió aquella sensación del esfuerzo vano, y su existencia se le aparecía bajo aquel mismo aspecto de pura ineficacia. En aquella soledad evidente se sentía como una mendiga atrapada por la indiferencia más completa de este puerco mundo. De pronto, como por arte de birlibirloque, la verja empezó a abrirse, y un rojo "Ferrari 458 Italia" apareció por el lado derecho de la alameda y encaró el camino enfangado a una velocidad endemoniada hasta alcanzar la salida. Annunziata, presa del susto, se había apoyado contra el muro antes de que el enloquecido conductor se la llevara por delante.


-"Ese debe ser el chalado de Robertino Favareto, el otro niño de papá"- se dijo para su coleto sin dejar de seguir, a su pesar, el avance demencial del dueño del Ferrari, que en unos segundos se perdió entre las estrechas calles asfaltadas de la lujosa urbanización donde la Providencia, "en su infinita bondad", alojaba a los dioses de la prosperidad, la progenie del más vomitativo sibaritismo- "¡Así te la pegues!"- agregó Annunziata, que se coló con toda premura en la finca antes de que la cancela se cerrara de nuevo.

Enfiló el paseo boscoso que conducía en línea recta hasta la amplia escalinata que daba acceso a los jardines. Durante la subida jadeó ya casi sin aliento, tosiendo repetidamente mientras sentía cómo el frío la traspasaba desde la nuca hasta la planta dolorida de los pies. Eran muchas las horas que había pedaleado bajo aquel cielo frío de diciembre. Al final de la escalinata apareció una joven de aspecto anoréxico y lánguido, fumando negligentemente. Iba tan arrebujada en un excéntrico sobretodo negro que parecía un ser incorpóreo. Y en consecuencia su paso resultaba tan leve, oscuro y gaseoso que en efecto parecía no tocar el suelo.

-"Y ésta debe ser la drogadicta. ¡Anda que menuda familia!"- caviló Annunziata.

La joven se aproximó a la visitante con mirada errática, como quien echa una ojeada al vacío. Y observó a Annunziata al igual que se distingue a un espécimen extraño en el fondo arenoso del agua en calma. Cuando por fin se decidió a hablar, su voz, que tenía una inflexión mortecina que temblara al viento de invierno, inquirió:

-¿Quién es usted?

-¡Caugh, caugh!- tosió Annunziata, intentando luego calmar sus jadeos con la mano izquierda apoyada en el pecho y explicó- Yo... soy la representante, ¡caugh, caugh!... la representante del Comité de Empresa.

-¿Y eso qué es?- preguntó la muchacha con un destello de estulticia en la mirada.

-Déjelo... No importa. Por más que se lo explique, usted no va a entender nada- desistió Annunziata, jadeando todavía- Yo,... la verdad, es que he venido aquí a hablar con el comendatore Favareto.

-Pero es que papaíto no está en casa.

-¿Conque papaíto no está en casa? ¡Caugh, caugh!

-No, y estamos temiendo que llegue- aventuró la joven, no sin estremecerse.

-No me extraña. ¡Ogro hasta en su casa!

-¿Qué dice usted?- volvió la muchacha a observar fijamente a Annunziata mientras le asestaba una profunda calada al cigarrillo (un porro a todas luces), echando la cabeza hacia atrás con los ojos en blanco- ¿Va usted a esperarlo?

-Pues, ¿qué quiere que le diga? ¡Sí! ¡Caugh, caugh! Claro que lo espero. No tengo ninguna prisa.

-¡Ah bueno! Avisaré a Florindo.

-Pues avíselo.

No muy lejos de allí un hombre de unos sesenta años, con pulcro atuendo de sirviente, parecía atender a un precioso dóberman que se hallaba desplomado sobre el césped.

-¡Florindo!... ¡Florindo!- suspiró más que llamó la joven, que parecía hallarse en trance.

-¿Dígame, señorita?- acudió con premura el criado.

-Aquí hay una mujer muy extraña y enferma que pregunta por papaíto. Dice que es una representante de no sé qué... Será mejor que la lleves con mamaíta a ver si ella puede enterarse de lo que quiere- se volvió cariacontecida hacia Annunziata- Yo tengo que dejarla, ¿sabe?..., porque se nos ha muerto el perro... y cuando papaíto se entere va a sufrir mucho.

-¡Qué pena!- ironizó Annunziata, gesticulando.

La joven "levitó" dirigiéndose hacia el lugar donde el dóberman dormía ya su último sueño. Y el criado, al tiempo que rogaba a Annunziata que le acompañara, inquirió extrañadísimo:

-Pero usted, ¿cómo ha podido entrar en la finca? El único que abre la verja soy yo, y no recuerdo...

-Pues... mire usted... entrando...- se encogió de hombros Annunziata con una explícita mueca en su cara, que consistía en juntar sus labios y lanzar un bufido- Apareció un coche rojo que casi me atropella cuando la verja se abrió...

-¡Ah, Robertino!

-Pues sí, ése sería... Así que aproveché y me colé, ¡caugh, caugh!!...

El fámulo, para asombro de Annunziata, era un hombre muy amable, nada estirado, y se mostró muy comunicativo mientras la conducía a presencia de su señora.

-El señorito Robertino es incorregible. Y si se empeña en no escuchar los consejos de su señora madre, va a seguir por el mismo camino de su hermano Giuseppino...

-¿El que se pegó el morrón con el coche el año pasado?- se anticipó Annunziata.

-Sí, el pobre señorito Giuseppino. No se mató, ¿sabe usted?, pero ahora ahí lo tiene, en silla de ruedas para toda su vida.

-¡Ya, ya...! "Que se hubiera montado en bicicleta en lugar de tanto cochazo"- rezongó para sí Annunziata.

Atravesaron el porche, y apareció una enorme sala exageradamente recargada. La vista de tan ingente mobiliario mareaba a Annunziata de manera sorprendente. Y anduvo tras el fámulo caminando silenciosamente, embobada como una de esas beatas recalcitrantes que recorren con la boca abierta la catedral de Torino. De pronto, resbaló sobre aquel suelo que brillaba como un espejo.

-¡Mi madre!...- exclamó tratando de agarrarse con su mano izquierda, sin conseguirlo, a un desmedido tresillo.

-Tenga usted cuidado- advirtió tardíamente el criado- Acabo de encerar el suelo.

-¡A buenas horas!... Ayúdeme usted, hombre. ¿No ve que estoy "contrainturada"?... No sé cómo pueden andar por esta casa. Más de uno acabará rompiéndose la crisma- añadió mientras el amable Florindo la socorría, alzándola del suelo e indicándole que guardara silencio, porque la señora Favareto hablaba por teléfono en la sala contigua.

-No creo que haya venido usted en el mejor momento- dijo Florindo- Hoy es un día de luto para todos en esta casa. Se nos ha muerto el perro, ¿sabe usted?

-Ya, ya me he enterado. Me lo ha dicho la que fumaba el porro.

-¡Ah, la pobre señorita Gigi!... La verdad es que sí, fuma en demasía... En cuanto a Febo...

-¿Quién?

-El perro. Todos queríamos mucho a Febo... y muy especialmente el señor Favareto. No sabe usted el drama que esto significa para la familia...

-Claro, se les ha muerto el perro y están todos de luto, y a los de la fábrica ¡que nos den! "¡Qué mundo este!"- murmujeó encolerizada Annunziata.

-¿Que decía usted?

-¡No, nada, nada! Pero, aunque se les haya muerto el perro, yo de aquí no me voy sin hablar con el comendatore Favareto.

-La verdad es que todavía no sé quién se atreverá a decirle al señor Favareto que Febo ha muerto. El señorito Robertino se fue como un rayo, y la señora está terriblemente afectada debido a que el comendatore padece del corazón...

-¿Que padece del corazón? Será sólo cuando le interesa- meneó Annunziata la cabeza cómicamente, lanzando su característico bufido de incredulidad y agarrándose para no resbalar de nuevo a todo cuanto encontraba a su paso mientras el fámulo la conducía por fin al gabinete de la señora Favareto. Llamó cuidadosamente.

-¿Florindo?

-Sí, señora, ¿permite usted?

-Pase, pase...

Florindo y Annunziata entraron en otro desmesurado salón donde los Favareto acostumbraban a recibir sus visitas. La señora Favareto acababa ya su conversación telefónica:-... "Sí, Sofi, querida, ha sido terrible, y tan de repente. Nuestro pobre Febo... ¡Dios mío!,  mucho me temo que hoy vamos a tener uno de esos días espantosos. Y yo con mis jaquecas. En fin, te llamaré más tarde. Alguien desea verme (observó extrañada a Annunziata). No, no creo que la conozcas. Tampoco yo sé quien es... Un beso."

La esposa del comendatore, que rondaba ya la sesentena, se acercó a Annunziata con una especie de sonrisa perdida. Era extremadamente delgada, con un cutis blanquecino que, al parecer, había sido sometido a más "liftings" faciales que el de la Carrà. Tampoco resultaba demasiado atractiva con su cabello teñido de rubio platino; y la mirada de sus ojos, casi hundidos en las órbitas, pero muy brillantes, recordaba a la de un perrito curioso. Sufría como sufren los ricos: con una refinada quietud emocionada, casi inhumana. Y cuando sonreía no se sabía si lo hacía para sí misma o al vacío. Al fin se dirigió a Annunziata con una voz flemática y amable:

-Buenos días, querida. ¿Te envía algún Instituto de Beneficencia?

-No, no se trata de beneficencia- aclaró de inmediato Annunziata- Yo vengo de la fábrica de panettones, y quiero... bueno... necesito hablar con el comendatore.

-Pero, querida, este no es el momento. ¿No sabes que se nos ha muerto el perro?

-¡Sí, sí, lo sé!

Y tras una pausa, frente a la mirada un tanto desconcertada de la señora Favareto, Annunziata continuó:

-A ver, señora. Yo ya le he dicho que vengo de la fábrica. Se ha armado un lío terrible, porque estamos en huelga. Y usted me parece a mí que ni se ha enterado. Primero acudimos al Sindicato Obrero de Torino, pero como el año pasado y el anterior empezaron con que si teníamos que afiliarnos para organizarnos legalmente, que si convenios de empresa y negociaciones con el patrón de ésas que no acaban nunca, que era mejor no ir a la huelga, y que si patatín y que si patatán..., total que nos dejaron colgadas. Luego Don Favareto, su marido, nos mandó a esos gordinflas...

-¿A quiénes?- inquirió la anfitriona cuya expresión de aturdimiento se acentuaba cada vez más.

-Pues, a sus abogados, señora... que son seis elefantes... ¡seis nada menos!- recalcó Annunziata con su característico revoloteo de la mano izquierda- Y ahora esa camarilla de puercos..., y usted perdone, señora, nos quieren meter allí a la policía con bombas lacrimógenas y con rifles de esos que disparan pelotas de goma que te pueden dejar tuerta, coja y hasta tonta perdida. El follón que nos espera es de órdago, y luego la culpa, como siempre, dirán que es mía.

-Perdona, querida, pero tú ¿quién eres?- dirigió ahora la señora Favareto una intrigada mirada a su visitante.

-¿Yo?... Yo soy Malacozza Annunziata.

-¿Así que tú eres Annunziata?- cambió repentinamente de expresión la esposa del comendatore.

-Pues sí,... sí señora, yo soy Annunziata. ¿Y...?- se encogió de hombros la interpelada sin darle mayor importancia.

-¡Ay!, si supieras cuántos dolores has causado a mi pobre marido.

-Pues, anda que él a mí...- corroboró Annunziata la lamentación de la anfitriona con la suya, valiéndose de un expresivo ademán de su brazo en cabestrillo.

-Quizás tú seas la causa de su lesión de corazón.

-Es posible. ¿Qué se le va a hacer? Cada uno tiene lo que se busca.

-Siempre habla de ti. Incluso cuando duerme le he oído pronunciar tu nombre.

-¡Sí, sí, gracias!- llevó a cabo un gesto muy elocuente Annunziata levantando la palma de su mano izquierda- No hace falta que me lo repita. Ya sé cómo me llama. Estoy bien informada.

De otro amplio anexo al salón que comunicaba por medio de tres escalinatas de mármol con otras estancias del caserón apareció el joven Giuseppino en su automotriz silla de ruedas.

-Mamá ¿puedes alcanzarme el libro que dejé en el sofá?- requirió con languidez.

-Sí, querido.

Annunziata le observó con curiosidad, mirada aquella que no pasó desapercibida para la señora Favareto.

-Es mi hijo Giuseppino, el menor de los tres- indicó compungida la anfitriona.

-Ya, ya,... "el del morrón"- Annunziata especificó esta última observación con voz queda a fin de que pasara desapercibida para la madre del joven.

-¿Quieres una chocolatina, querida?- ofreció la señora Favareto, tomando una bandeja de bombones de una de las muchas mesas que se repartían por aquel gabinete desmedido

-No, gracias, señora. Me dan diarrea- rechazó Annunziata con un explícito gesto de mano que resbaló por el vientre- Preferiría un buen vaso de grappa.

-¿Grappa?... ¿Qué es eso, querida?

-Un tónico, señora... Un "reconstituciente"... de taberna, para los pobres, claro. Es normal que a usted le suene a chino.

-¡Ay!, querida, todos hablan de los problemas de los pobres- exclamó entonces la señora Favareto con un profundo suspiro- Pero si supieras lo desgraciados que somos nosotros, los ricos. Ya ves, un hijo sin piernas; otro, mi Robertino, el mayor, un cabeza loca al que no hay manera de meter en cintura, y mucho me temo que cualquier día de estos nos vuelva a dar un susto de muerte; y de mi pobre hija, mi Gigi... dicen que toma drogas, incluso lo han publicado en los periódicos. Y hoy, tres días antes de Navidad, se nos ha muerto el perro, nuestro pobre Febo... Vosotros sois pobres, pero al menos tenéis salud.

-¿Salud? ¿Nosotros? Pero, ¿qué me está usted diciendo, señora? ¡Ojalá... Yo, ¡caugh, caugh, caugh!, tengo bronquitis crónica, mi hija de tres años tiene fiebre reumática, y además de que soy viuda con tres hijos que mantener, tengo a mi cargo a un cuñado medio tonto y sordo porque le explotó una mina en el tímpano, en la misma cantera donde murió mi marido aplastado por un pedrusco. ¡Una tortilla humana que no lo habría reconocido ni su madre! ¿Salud los pobres? ¡Venga ya...!

Apareció de nuevo Florindo para informar a su señora de que cierto ingegnere se hallaba al teléfono.

-¿Sí? Dígame ingegnere Blassetti. Ah, el comendatore,... que ya viene hacia casa. ¿Le habéis comunicado la desgracia?... Pero, ¿cómo? ¿Sois un montón de hombres, y es posible que ninguno haya tenido el valor de decírselo?... ¡Está bien, está bien!... ¡San Giovanni Battista nos valga!- se santiguó la anfitriona invocando al Santo Patrón de Torino.

Luego permaneció pensativa unos instantes y adoptando un nuevo gorjeo comprensivo y no menos melifluo, dijo:

-Me hago cargo de tu enorme problema en la fábrica, querida Annunziata. ¡Una huelga, qué horror!... Yo podría intentar ayudarte, pero tú tendrías que hacerme también un pequeño favor.

-¿Yo, un favor, a usted? ¡Caugh, caugh! ¡Menudo disparate!- replicó atónita Annunziata- Aunque si está en mi mano... por mí...

-Verás, el comendatore ya viene para casa. Y tú que eres una mujer tan fuerte y tan animosa, digna de toda mi admiración aunque seas pobre, ¿por qué no le dices a mi esposo que ha muerto el perro?

-¿Yo? ¿Y por qué yo?- movió la cabeza Annunziata, y estiro los labios resoplando con una expresión sumamente contrariada- ¡Era lo que me faltaba! ¡Caugh, caugh!... ¿Qué tengo yo que ver con el dichoso perro? Además, ¿se ha olvidado usted de que su marido no me puede ver?

-Te lo ruego, querida.

-Me lo ruega, me lo ruega. ¿Y a mí que me va ni me viene con el perro del comendatore?... ¿Y qué va a pasar con la fábrica como se ponga hecho un basilisco?

-Yo abogaré en tu favor con el problema de la huelga.

-¿Que abogará? ¿Usted también?

-Sí, pero será para ayudarte, querida. Pero tú ahora busca las palabras precisas.

-¿Que busque yo las palabras? ¿Qué palabras?

-Sí, querida Annunziata, tú sabrás hacerlo, pero recuerda que el comendatore sufre del corazón, y ese perro era la cosa que él más quería en este mundo.

-Pues, no sé, señora. ¿Qué quiere que le diga? Al comendatore, si tanto quería a su perro, le va a dar un pasmo se lo diga como se lo diga. ¿Y si se muere?...

-No se morirá... Pero tú intenta decírselo con un poco de tacto.

-Tacto, tacto, ¡caugh, caugh! ¡Y un cuerno!... A ver, señora, le advierto que cómo le dé el arrechucho, luego no vengan echándome las culpas a mí.

-No, no, querida Annunziata. Te lo prometo- la señora Favareto se hallaba ahora observando el exterior desde el gran ventanal del salón- Mira, ahí llega... Ve, querida... Todo saldrá bien, ya lo verás. Puedes salir por esta otra puerta... Va directamente al garaje.

-Ya, ya. ¡Caugh, caugh!... "Pero, ¡cómo se arme, toda la jarana va a ser para mí!... ¡Y todo por un perro. Claro que si se muere, todos saldremos ganando"- musitó para sus adentros Annunziata.