jueves, 27 de diciembre de 2012

La huelga del panettone - II -

 




Autor: Tassilo-Stavros








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LA HUELGA DEL PANETTONE      - II -



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Los abogados

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Vivimos tiempos de zarabanda económica totalmente incontrolable. Ya los hubo. Y también con sus iterativas y nefastas multiplicaciones del número de parados. Y aunque siempre esperamos la revelación de la esperanza, mejor no retrotraernos a otras centurias porque se nos pondrían los pelos como escarpias. En consecuencia es más beneficioso para nuestra logística capacidad mental, casi siempre tan maltratada, que no nos pongamos tontos con aquello de que "quien olvida su historia"..., porque el mundo no la ha olvidado, y seguimos repitiéndola. En fin, que por mucho que políticos y economistas sigan insistiendo en que el pueblo llano es muy listo y que no se chupa el dedo, y que por eso se lanza a la calle a desgañitarse contra tanta corruptela, a reivindicar derechos que nunca se le conceden, y a amenazar con poner una nueva guillotina en la plaza de la Concorde o en la de Villatorta de Abajo, la teoría de estado del bienestar no sigue siendo más que una patraña secular, y la clase media siempre será un circo de peleles a los que únicamente mueven los hilos de los más afortunados, ya que no los del azar.

Quizás por todo ello, Malacozza Annunziata, pese a haber hecho la primera comunión a la tierna edad de doce años, nunca supo con seguridad qué era lo que Dios deseaba de ella. Y reflexiona que te reflexiona, sobrevive que te sobrevive, lo único que aprendió es que al parecer el tiempo sólo tiene sentido entre los linderos del dolor, circunscripciones estas que podían abarcar en la vida de cualquier ser humano amplísimas extensiones. Y su vida andaba sobrada de dicha vastedad. Por consiguiente optó por volverse atea. Eso sí, tuvo siempre muy clara en su conciencia la frontera entre el bien y el mal. Pero observando y observando el mundo del hoy y quizás previendo también el de mañana, ella, que siempre anduvo falta de temperamento contemplativo, no podía por tanto conformarse con ejercer de "mirona" ante ese sendero de la existencia donde tantas mujeres el único porvenir que lograban labrarse era, como decían las abuelitas, el de las labores propias de su sexo, y que dejaran a los varones barbudos, bigotudos, rijosos y peleones soñando con sus discursos sociales y repartiendo leña frente al duro camino de su vida efímera.

Annunziata tuvo que aprender, como gran cantidad de mujeres, que para desligarse de ataduras y otras clases de urgencias entre las que se contaban las buenas disposiciones para el hogar, había que ser viuda, y si a eso se le añadían tres hijos y un cuñado inservible, tenía que ponerse el mundo de los hombres por montera. Sí, por más que ese mundo, con sus estamentos, no tan sólo religiosos, sino socio-políticos, que tanto le había calentado el cacumen y hasta alguna que otra víscera, se empeñase en cantarle el manido salmo profético con temas de purezas anímicas (que no dejan de ser más que la  mugre ruin que se condensa en la prieta historia de las desmedradas crónicas humanas; y porque la mentira, en su fraude, suele poseer más racionalidad y sentido común), condenando nuestra primitiva inocencia con cuentos chinos a lo Kung Fu-Tse o a lo Jesusín del alma mía. Ella se hallaba ya en la encrucijada de todos los caminos terrestres. ¿Dónde estaban la leche y la miel? La maldad y las desigualdades jamás desaparecerán del esta tierra, los pueblos nunca dejarán de jorobarse unos a otros, y feliz aquel que algún día conozca un mundo en el que todos acabemos siendo hermanos, porque a semejante ensalada no la adereza más que el vinagre.

Y echando mano una vez y otra a su tronada filosofía proletaria Malacozza Annunziata no podía por menos que seguir reflexionando: "Ufa, yo, por lo menos, no he manchado mi vida con ninguna mala conciencia ni con ningún acto de esos que llaman criminales. Y una huelga justa cada año contra estos mafiosos vividores que nos chupan la sangre no puede ser considerada una mala acción, así que ¡un cuerno para el comendatore Favareto y para toda su camarilla de abogados gordinflas que nos arriman los estacazos injustos de sus códigos y para los lameculos asesinos como el Binladen!"

... El piquete femenino de la huelga parecía como aislado del mundo. Era como un pequeño batallón olvidado que adorase a un dios bárbaro, haciendo de la esclavitud económica su guerra, símbolo de una nueva fe que habría de mantenerlos en su puesto de combate noche y día, aferrado a otros ideales, y dispuesto a sustituir a los viejos dioses con la nueva doctrina de su lucha solitaria, entusiasta y reivindicativa. La Fábrica "Panettone Mimo" se hallaba cercada por una enorme verja que se levantaba ante las huelguistas como la muralla de un mal sueño, tras la cual no había ahora signo alguno de vida. La ventisca se había calmado y el cielo nocturno, pese a frío, empezaba a mostrar de nuevo su refulgente mosaico de estrellas. Parecía, pues, que el firmamento, con su negrura titilante, se abría tras la tormenta con miles de pequeñas antorchas dispuestas a interrumpir la pesadilla oscura y desamparada de aquellas mujeres decididas a soportar contra viento y marea los agitados acontecimientos en que se hallaban inmersas. Sus demandas, convertidas de nuevo en grandes dilemas ante los enigmas del destino proletario cuyo porvenir no puede nunca preverse, seguían buscando una respuesta o una pequeña ilusión capaz de abrir camino a una sencilla promesa de dignidad que las ayudara a seguir soportando la vida. Todos sabemos que el simple hecho de existir es ya de por sí un riesgo inhóspito, y por ello mismo hombres y mujeres siempre nos seguiremos viendo condenados a vivir en ese eterno siglo de la espera. No hay otra visión del mundo.

La noche fue muy larga y fría. El entorno aparecía iluminado por el fuego que las huelguistas, durante varios días con sus noches, procuraban mantener encendido en el interior de una de las cubetas metálicas que habían sustraído de la fabrica, antes del cierre de la misma (ahora a oscuras), y que se utilizaban para almacenar la levadura de los panettones. No obstante, perseverando con firmeza frente a aquéllos que no habían sabido escucharlas, vivieron de nuevo con emoción y cierto sentimiento de orgullo el retorno de la mañana. En ningún momento, durante las negras semanas de huelga, habían renunciado a la esperanza de que sus reivindicaciones económicas fuesen por fin aceptadas. "Paz y aumento de salario". Pese a todo, la paz, cuando se somete a una huelga, no es más que la paz bajo el miedo. 

Asomó tímidamente el sol. Hacia la zona izquierda aparecían antiguas dehesas donde, ya con la amanecida, empezaban a pastar, con su habitual parsimonia, muchas vacas y corderos; y hacia la derecha, al otro lado de la carretera comarcal proveniente de Torino, se abría una pequeña zona fabril donde se hallaba enclavada la Fábrica "Panettone Mimo". Las huelguistas desayunaron sus únicas provisiones: pan y queso, e ingirieron un hirviente café que ellas mismas habían preparado al calor del fuego. Torino, a lo lejos, parecía una ciudad perdida para siempre, desgajada de sus vidas como un mundo extraño que ya no podían reconstituir ni con el pensamiento ni con la imaginación. Frente a sus calles y monumentos, su esencia notable y su supuesta alegría de vivir, las ilusiones de los no privilegiados caían como plumas inútiles. Pero, pese al miedo y al frío, el paro fabril debía imponerse a los hombres que las explotaban, que por descontado seguirían mintiendo para obtener su triunfo. Y cuando, hacia las diez de la mañana, apareció un camión cargado de esquiroles (todo mujeres),  precedido por un cochazo en el que se acomodaban dos abogados del comendatore, cientos de piedras entraron en acción, arrancando los gritos de las ocupantes de la bandeja de carga posterior del camión. Una de las ventanillas del chasís se hizo añicos, y para que el enorme vehículo no avanzara, varias huelguistas, al grito de "¡No, no pasaréis, esquirolas de mierda!" se tumbaron sobre el asfalto helado frente a las enormes ruedas del mismo. El tumulto femenino, pese a hallarse agotado por tantas noches sin sueño, se unió como una roca inconmovible dispuesto a enfrentarse al canonizado organismo jurisdiccional a sueldo de Don Favareto. Fue toda una manifestación furiosa y amenazadora que encabezaba Malacozza Anunziata con el brazo derecho en cabestrillo (su propia bufanda). Un gran desbordamiento compuesto por rostros que temblaban de frío y de ira. La repulsa femenina iba acompañada además de grandes pasquines (cartones clavados sobre palitroques) que sobresalían por entre el pandemónium de cabezas, y cuyos testimonios escritos parecían poseer voz propia entre aquella atmósfera de resonancia profunda y reivindicativa: "El comendatore Favareto es un puerco", "La mujer del comendatore es una repipi que le pone los cuernos al comendatore hasta con Berlusconi", "La hija del comendatore toma drogas", "El patrón nos niega el aumento y con lo que nos roba engorda a la piara de cerdos de sus abogados"... Y cuando uno de los letrados, adiposo y con los mofletes sonrosados, salió del coche, además de abucheado fue recibido por tal lluvia de podridas hortalizas de todo tipo que las pleiteantes no pudieron por menos que lanzar sonoras carcajadas, pese a que la esencia de la amenaza de que sus demandas no fueran escuchadas y ni mucho menos aceptadas parecía definitiva con la presencia de las "esquirolas" y los dos juristas cabreados. Era como si entre las huelguistas y el universo existiera ahora una muralla invisible que las protegiera momentáneamente del miedo. Pero en verdad eran sus gritos reivindicativos los que aumentaban el tamaño de la muralla, rodeándolas así de otra protección más sutil.

-¡¡Tenemos hambre!! ¡¡Ya estamos cansadas!! ¡¡Basta, basta!!...¡¡Queremos el aumento!! ¡¡Que el puerco del comendatore deje de explotarnos!! ¡¡Hijos de mala madre, dadnos nuestro dinero!!

-¿Queréis escucharme de una vez?- inquirió el abogado, limpiándose algunos restos de tomate de su impecable abrigo- Hace tres semanas que no cobráis vuestra paga...

-¿Y qué?- saltó Annunziata enfrentándose al picapleitos.

-Pues que si esperáis a que el comendatore afloje, andáis muy equivocadas, porque Don Favareto aguantará hasta el infinito y todas vosotras vais a acabar con el agua hasta el cuello.

-¡No, nosotras aguantaremos!! ¡Así que métete tus amenazas y las del comendatore...!- no acabó la frase Annunziata porque el otro abogado, no menos amondongado y muy ceñido a su buen abrigo, bajó del coche con la mano en alto.

-¡¡Pelotas, traidores, lameculos..., títeres del comendatore!!- fue aquel un nuevo griterío unánime de todas las mujeres.

-¡¡Chicas, chicas!! ¡Prestad atención! Tenemos que acabar con esto de una vez. A ver ¿quiénes son vuestras representantes?

-¡Malacozza Annunziata!..., ¡Cecchi Gigliola!..., ¡Laurentina Gisotti!- fueron las tres levantando la mano.

-¿Y quién es la responsable del Comité de la fábrica?

-Yo, Malacozza Annunziata.

-Bien, en vista de la insostenible tensión que se ha provocado, el comendatore Favareto ha decidido negociar con vosotras personalmente y os espera en su despacho de Torino.

-¿Que os había dicho yo? - se iluminó el rostro aterido de Annunziata, volviéndose hacia sus compañeras- ¡Se ha cagado en los pantalones!

-... Y ha puesto a vuestra disposición su coche- siguió el abogado, haciendo caso omiso del contento esperanzado de las huelguistas- Así iremos más deprisa..

-¡No!- exclamó Annunziata, renunciando a la proposición del jurista con un movimiento brusco y repetido del dedo índice de su mano izquierda- Nosotras no subimos en los coches de los patrones. ¿Qué os habéis creído? Nosotras vamos en bicicleta. Y aunque el aire huela a mierda, es mejor eso que contaminarse con vuestros coches perfumados con los purazos que os mete en la boca el patrón. Además, no os necesitamos, conocemos muy bien el despacho del comendatore... ¡Vámonos! Y vosotras (al resto de las huelguistas), aquí quietas, sin hacer jarana. Pero no perdáis de vista el camión de las "esquirolas", que para eso tenemos piedras de repuesto.

-¡¡Cántales las cuarenta a esos mafiosos, Annunziata!!...- Una súbita y nerviosa alegría se había apoderado nuevamente del piquete.

Comenzó la marcha en bicicleta hasta Torino. Las tres mujeres contenían la respiración. La carrera era agotadora, el frío excesivo. Y la conmoción que significaba supeditarse de nuevo a las injustas exigencias que sin duda esgrimiría el comendatore iba cuidadosamente clasificada en la mente de Annunziata, porque el recuerdo de las entrevistas anteriores no dejaba de incrementar la tensión nerviosa y mental a la que parecía tener que andar sometida de por vida. Además, no se engañaba, sabía que era absurdo hacerse ilusiones porque la huelga, a todas luces insostenible y la hostilidad del comendatore, las estaba echando a empujones de la fábrica. Ciertamente, ese Dios del que tantas veces le habían hablado en su lejana infancia, parecía realmente haber vivido, siglo tras siglo y oculto siempre a la mirada humana, en un circo (al que todos llamamos mundo), donde siempre luchaban el Bien y el Mal. Y cuando por fin se daba a conocer a la gente, tenía forma de toro con malas pulgas, poco dado a la generosidad y siempre pidiendo cuentas de nuestros actos, incluso de los más simples. Ese Dios en forma de toro era el comendatore Favareto.

El despacho de los leguleyos de Don Favareto era una sala enorme, bien caldeada, capaz de sugestionar y acobardar al más pintado. Enormes ventanales acortinados, puertas por todas partes que parecían crear un reino de misterios porque resultaba imposible saber a dónde conducían, estanterías con miles de libros aptos tan sólo para aquellos amos de la tierra, y una mesa desmesurada con amplias butacas en las cuales se sentaban los seis juristas. No hacía falta tener ojo clínico para advertir que aquella camarilla de prepotentes y bien remunerados picapleitos pertenecían, por decirlo de alguna manera, "al mismo tipo racial que Don Favareto": todos tenían pintas de osos gordinflones con sus ojillos perdidos entre la maraña de unas cejas caídas y espesas. El humo de sus puros se convertía además en una tortura de difícil solución para las recién llegadas, en especial para Annunziata que no cesaba de toser. Las tres mujeres fueron invitadas a tomar asiento frente a los rostros intranquilizadores de los abogados y observaron con recelo que el patrón no aparecía por ninguna parte.

-¿Dónde está, caugh, caugh, el comendatore?- inquirió la voz un tanto afónica de Malacozza Annunziata, oliéndose el chanchullo.

-Temo que no intervenga para nada- repuso uno de los abogados.

-¿Lo habéis oído?- se dirigió Annunziata a sus compañeras- En cuanto se sientan en sus tronos, ya empiezan a hablar con sus frases finolis. A ver, ¡caugh, caugh! ¿qué coño significa eso?, porque a nosotras, como no nos hablen en cristiano, no entendemos nada- Annunziata, decidida ya a lanzarse como una loba hambrienta al cuello de aquella caterva de embaucadores, trató de disimular cuanto pudo su tribulación.

-Eso significa, para que lo entendáis, que el comendatore Favareto tiene otras tres fábricas que atender, así que nos ha encargado a nosotros para que encontremos una vía de solución a vuestra absurda huelga.

-O sea ¿que no viene?- la mirada rabiosa de Annunziata recorrió los rostros de todos los presentes, que no cesaban  de emitir volutas de humo- ¡La madre que...! (a sus compañeras) ¡Venga, vámonos!- se alzaron con gestos frenéticos, pero la voz de uno de los abogados que parecía experimentar una fugaz sensación de fatiga, las detuvo:

-Pero, vamos a ver Annunziata, ¿no te das cuenta de que tenéis las de perder? El tema de la huelga tiene que quedar zanjado de una vez, y la solución  la tenemos nosotros.

-¡Pues claro! ¡Qué tonta soy!- replicó con ironía Annunziata.

-Entonces, no es improbable suponer que...

-Si va a volver a hablarnos en chino, ¡caugh, caugh!, tomamos el portante, porque no voy a seguir aguantando que nos toméis por idiotas.

Otro de los leguleyos se alzó, y pegó un manotón en el aire como para apartar, además del humo de su tagarnina, alguna inquietud que le enfurecía sobremanera:

-Pero vosotras ¿qué os habéis creído? En especial tú, Annunziata. Estamos a las puertas de Navidad, y como cada año cuando va a nacer el Niño Jesús, tú te montas una huelga general y paralizas la producción de panettones.

-¿Y cuándo quiere que la haga?- se le encaró Annunziata, procurando conservar esta vez un aire atento y grave, pero inteligentemente sagaz- ¿En pleno agosto? ¡Caugh, caugh! ¡Muy cómodo, ¿eh?.

-De acuerdo conque seáis todas unas ateas y unas materialistas, pero, vamos, ¡ir a aprovecharse del Niño Jesús!

-Nosotras seremos unas ateas, pero vosotros y el comendatore cada vez que viene por aquí ese Niño Jesús os ganáis un porrón de millones. ¿Materialistas nosotras? ¡Y un cuerno! ¡Caugh, caugh!

-¿Sabéis que en la fábrica hay toneladas de pasta con fermento que esperan, y que si no las metéis en el horno esta semana, se habrán de tirar?

-¡Claro que lo sé! Yo soy la que pone el fermento- explicó con aire de satisfacción Annunziata- Y por eso no tenéis más remedio que tragar.

-¿Ah, sí?... Abogado Vittorio explíquele a la señora Annunziata qué puede pasar si deja deteriorar la pasta.

-Ahora se sacan el Código Penal creyendo que nos vamos a desmayar- se dirigió Annunziata a sus compañeras con aire displicente.

El jurista Vittorio, de rostro feo y pelo encrespado, lanzó a las tres mujeres una mirada que les pudiera infundir terror y leyó con tono amenazador:

-Artículo 122 del Código de Procedimiento Criminal: "Aquél que provoque un deterioro o deje deteriorarse bienes de consumo de primera necesidad será castigado con una pena de dos a cinco años de cárcel y dos mil euros de multa"

-¿Cuánto ha dicho?- hizo trompetilla con su oreja izquierda Annunziata con cara de sorpresa guasona.

-... "De dos a cinco años de cárcel y dos mil euros de multa"

La figura inmóvil de Malacozza Annunziata encaró los rostros inmisericordes de los leguleyos, y les espetó exultante de odio una frase que había oído no sabía donde:

-¡Sois todos un disparate de la civilización! ¡Gentuza de los mandamases!... ¡Caugh, caugh!... ¿Por qué no venís alguna vez a defendernos a nosotras en lugar de estar siempre de parte de los patrones? ¡Habría que envenenaros a todos!

-Querida señora Malacozza, a los abogados les paga el patrón, y si no dejáis pasar el camión de las "esquirolas", como vosotras las llamáis, en base al artículo de la ley que acabáis de escuchar, nos veremos obligados a hacer intervenir a las furgonetas de la policía. ¿Está lo bastante claro?

-Siempre es lo mismo- repuso Annunziata, tragando saliva precipitadamente para no toser- Empiezan con el Niño Jesús y acaban con la policía.

-¿Diga entonces, señora Annunziata? ¿Podemos llegar a un acuerdo?

-¡No, no hay acuerdo que valga! Yo con los abogados no quiero negociar... Yo he venido a hablar con el comendatore Favareto...

-También os podemos llevar a los tribunales por difamar el nombre de Don Favareto, de su hija y de su esposa. ¡Hemos leído vuestros pasquines llenos de infamias!

-¡Váyanle con ese cuento de sus códigos y tribunales a los periódicos, que son los que las publican. Nosotras no hemos inventado nada... Y lo digo por última vez: si el comendatore Favareto no viene, yo ya no vuelvo a abrir la boca. ¿Está claro?

-Es inútil que esperes porque vuestro patrón no se va a rebajar a venir para hablar con vosotras- aclaró con tono hiriente otro de los juristas- Es más, ¿sabes que me ha dicho refiriéndose a ti, Malacozza Annunziata?

-¿Qué?...- sostuvo Annunziata la mirada fría del abogado.

-"Yo con esa zorra asquerosa no pienso hablar"

-¿Qué dice que ha dicho?- a Annunziata se le encogió el corazón.

-Que eres una zorra asquerosa y no se va a molestar en hablar contigo.

-¿Ah, sí?... Pues si ese hijo de mala madre no viene aquí, iré yo a su casa, y os aseguro que hablará con la zorra- aseguró Annunziata no sin humor, decidida a poner toda la carne en el asador- ¡Andando! (a sus compañeras).

Miraron en todas direcciones, mientras Annunziata trataba de recordar por donde habían entrado. Se dirigió por fin hacia una enorme puerta y la abrió: "¡Mierda!, es un armario... ¡Puertas y códigos, eso es lo que les sobra a toda esta pandilla de lameculos!"

Aunque interiormente se hallaba poco satisfecha con su protagonismo, Annunziata, después de observar las miradas desconsoladas de sus dos compañeras y tosiendo sin cesar, luchó por dominar sus nervios y temores. Tenía que ser fuerte y lanzarse de nuevo a la acción. Si Don Favareto era una nube negra y gorda que las oprimía, ella no estaba dispuesta a dejar que la aplastara. ¡No, ni a ella ni a ninguna de sus compañeras de la fábrica!

-Deja que te acompañemos, Annunziata- insistieron consternadas sus acompañantes, mostrando de nuevo su gran apego a la causa que perseguían, y temerosas de que para Annunziata enfrentarse a solas con el patrón pudiera resultar muy peligroso además de catastrófico.

-No, ni pensarlo- los ojos oscuros de Annunziata brillaban con una intensidad rigurosa, sintiéndose consolada y animada por la adhesión que mostraban sus compañeras- El comendatore Favareto es cosa mía. Lo conozco bien, y a mí ese cornudo no me insulta más.

-Pero Annunziata...

-¡Nada de peros! Vosotras os volvéis a la fábrica y me esperáis allí. ¡Mucho ojo con que no se presenten otros fantoches del código  y os quieran convencer! ¡Las "esquirolas" no han de pasar, y si lo intentan, os volvéis a liar a pedradas!... Es mejor que vaya yo sola a ver al comendatore. Acordaos de la manifestación que montamos el año pasado frente a su casa, y de la carga de policía que ese mal bicho nos echó encima para que nos molieran a palos.