domingo, 12 de agosto de 2012

En el recuerdo







Autor: Tassilon-Stavros 














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EN EL RECUERDO



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Aquel animal me ablandaba el corazón. Su olfato se perdía más allá de las altas tapias del patio en busca del verdor veraniego o de las hojarascas invernales, como una delicia prometida de campos abandonados; aquellos descampados de piedras y serojas barcelonesas que absorbían los aromas de la ciudad entre las abrasantes o frías tribulaciones del poniente. Era hembra agradecida y avasalladora. Desbordante cuando botaba del contento de escapar por una vieja calle traspasada de sol, ya moribundo, o por una llovizna que dejaba una gelatinosa humedad sobre el adoquinado empapado. Era un estampido ronroneante, una corriente inacabable de ternura, sin más estorbo que el de la correa que la sujetaba. Para ella la campiña olvidada de la vieja Barcelona poseía un aliento de jardines rotundos y vegas dulces. Sus carreras ponían una especie de elogio a la beldad de algunas criaturas, menospreciando en su irracionalidad las pesadumbres del mundo. Su alborozo ensalzaba la ciudad confusa y desconocida.

Como el joven e inquieto can que era, observaba con ansiedad mi frente ceñuda si la reñía; un rostro al que poco a poco se le suavizaba la faz. Todo olía a gente, a ciudad, a los profundos vahos, arrinconados como sollozos, entre los apretados callejones que se arrastraban hasta los campos baldíos. Pero ella poseía su planicie de verdes mortecinos, sus campos de lienzo viejo, entre los que todavía crujían los cardizales. Amaba la vieja Barcelona que se recostaba a través de los descampados del Guinardó, entre los remiendos de sus edificios históricos y ruinosos. Los sentía desde su patio. Aquellos campos, cuestas y callejones poseían un olor propio que le llegaba como desde una colina donde floreciera la verde jugosidad de un santuario bucólico. Luego, tras el recreo, se resignaba a su encierro.




Tenía ese brillo  dulce y turbio a la vez de pupilas socarronas, inteligentes. Sus ojos lo adivinaban todo. Cuando descendía la incansable lluvia invernal, añoraba una mano de suavidad. Y cuando se quedaba sola parecía recordar la felicidad de sus campos lejanos. Eran sus horas amargas y desesperadas frente a las hileras de ropas temblorosas tendidas en el patio, y contra las que ella arremetía, asustada, sin entender esas ráfagas de prendas que aupaban su carga o se arremolinaban como pequeños navíos en el aire. Conocía el cortejo de los suyos, añoraba al amo; y en sus ladridos se traducía como un romance perdido. La atareada familia la oía sin querer entenderla. Pero mi hermoso ejemplar de Pastor Alemán acechaba mi imagen, que llegaba para ofrendarle un mohín de cariño, y aquel dulce vagar entre la recóndita virtud que posee el viento. Y porque conmigo llegaba su día de plenitud, de gracias y malicias liberadoras.


... Anoche tuve un sueño. Había nevado y empezó a llover. Casi me vuelvo loco porque no veía a mi adorada criatura. Había mucha gente, y yo no sabía adónde mirar. Anduve y anduve por el fango y la nieve derretida. La gente no dejaba de hablar a mi alrededor. Y entonces, ¡cuánta tristeza!, de repente la vi. Estaba en el suelo, en medio del barro,... muerta. Me sentí desfallecer. Nadie más le prestaba atención. Y yo no paraba de llorar. Moría con ella. ¡Era un ser tan hermoso! Su pelaje marrón claro aparecía todo manchado de barro. Ningún viandante de los que transitaban helados por el frío se paraba a atenderla. Y yo tampoco podía quedarme. Tenía que huir. Los sueños son tan extraños.

Me desperté súbitamente, deshecho en lágrimas. "¡Vuelve, vuelve!", imploré con voz ahogada, agudísima. Oí un ladrido que regresaba hasta mí como un eco viviente para alejarse luego con una rapidez increíble. Fue como una llamada turbadora hasta el dolor que llegara melancólicamente desde un paisaje quebrado entre las líneas suaves del horizonte de mi sueño. Mi ventana era ahora un punto de atracción. Corrí hasta ella. Pero las entrañables arquitecturas de mi barrio del Guinardó, aquellos desfiles constante de edificios y calles barcelonesas con sus iluminaciones amarillentas que ofrecieran transparencia a la alta noche, se habían extinguido para siempre. La luna, ahora en menguante, reflejaba su vaga silueta sajada, como el juego del espejo, sobre el paisaje empañado del mar que, en su espléndida vitalidad dormida, desplegaba muy próximo a mi hogar su matiz azul oscuro y tímido. Era la primera vez que la belleza del Jónico suscitaba en mí un aumento ceremonioso de hondo abatimiento por aquella Barcelona perdida.


No he podido reprimir esta confesión. ¡Qué frágil es el hombre! Un sueño, tan sólo un sueño, hizo nacer en mí el deseo sentimental de la caricia torpe de un pobre animal. Y como si luchara desesperadamente contra la noche me empeñé en seguir nuestras sombras, discurriendo de nuevo entre las calles y campos barceloneses, donde mi arrebatada criatura tantas veces había hincado su hocico, y había gozado del esfuerzo gratuito de sus mil carreras inútiles...  Permanecí confuso y estremecido, pero abrí la ventana para arrojar fuera mi sueño como se arroja una palomilla perdida, reprimiendo un sollozo. Miré a lo lejos. Veía Barcelona y a mi fiel Pastor Alemán... que ya no existe. ¿Sabrá que mi voz lo llama todavía, ahora que descansa bajo una arboleda del Guinardó, viva, intensa, aún respetada por la voracidad ciudadana, cuyo alegre verdor secundaba nuestros juegos casi infantiles, y donde tienen todavía sus nidos los gorriones?