viernes, 7 de octubre de 2011

Templo




 
 
 
Autor: Tassilon-Stavros




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TEMPLO



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Yo siempre te he soñado por entre el misterio de tus criaturas, en siglos de magos medianeros entre los dioses y los hombres. Y te busqué de generación en generación, como arrancándote de una tierra deseada que murió escondida, apagado su sol, empozoñada por serpientes, y donde permaneció tu efigie inmaculada descarnada por las hiedras. Y aunque nada quedara de tus tiempos, templo que regocijó a gentiles y sacerdotes, te vi de nuevo bajo un poniente de memorias, volviendo desde el filo de los límites, entre los ecos de las piedras.

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En mis sueños, me ungiste de tus esencias lejanas. Y creyendo leer una súplica, caminé entre ciudades hundidas por fuegos proféticos, entre cuyas ruinas aún resonaban, de los visionarios, sus caravanas. Y en algún pórtico perdido, como una luz extraviada en las vigilias, se alzaba la sabiduría de los testimonios del ayer, y hasta de los curiosos e inspirados, sus afanes conmovidos. Náusea, hedor y perfumes, aires del mundo. Yo te seguí buscando, con esa mirada tan humana de las bestias salvajes que sufren sin remedio. Mi templo y su reino aún excitan mi imaginación. Es mi súbito denuedo, la vinculadora osamenta de mi carne estremecida, y del recóndito superviviente el gorjeo último que dejan tras de sí las aves cuando abandonan sus nidos.

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De las estepas del Éufrates a Assur, arrullado por el Tigris, gloria efímera de Zoroastro. Adivinaciones de Balaam. De los valles del Nilo, oráculo de Amón Ra y ensueños de Atón, a los horizontes azules de Fenicia, ara sangrienta de Melqart. De los jardines de placer de la Hélade, eco infinito, crótalos y cítaras, himnos y fuego de Zeus, a las graderías de Jerusalem, David y Salomón. Jueces y Reyes cautiverio de las Escrituras. Rutas de Oriente. Los dioses, una vez ungidos por el óleo pingüe, permanecen viejos y sin cielo... Y me despertó un revuelo de grullas entre los olivos y viñedos, los pastos y colmenas henchidas, mientras, desde los pozos dulces, pasaban las doncellas con ánforas en sus cinturas.
 
 
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Templo de signos divinales. Viejos propileos que buscan el refugio del pasado. Mansión retoñada en la callada hora que devoró la liturgia de tus ornamentos. Y donde sabios y déspotas, logreros, exactores y publicanos tributaron su herejía, y justificaron sus enconos, buscando un parentesco teogónico en tus recintos... Cuando la tarde palpita coronada de palomas, tus mármoles exhalan humedad de luna; de luna que ensarta pilares y caminos. Templo, dragón de hierro y jaspe, con lámparas de cobre que iluminaron pergaminos.

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Palmeras bajo una lumbre torva entre un tumulto de olas de arena. Montes y hoyadas, anchura de campos, naves que surcan los mares de Oriente por entre mañanas de bronce, que acarician y muerden al claro amor de tus soledades dilatadas. En tus desiertos viejos soy un caminante sin camino. Polvo y rebaños, aceros y crines; sombras moradas tras las breñas calcinadas. Templo de profecías y lamentaciones agoreras. Ruinas de reinos que dejaron tras de sí sus ferocidades disparatadas y equivocaciones plañideras... Y vuelvo a mis sueños. Pompa blanca de mantos en el vacío oscuro de sus gangrenas seculares. Instante de complacencia y desfallecimiento. Soy como el hijo postrero, en tu hora oprimida, engendrado. Una sombra trémula en tu tiempo inmóvil, una mirada extasiada que renace en tu ámbito olvidado.