lunes, 9 de agosto de 2010

El gran secreto de H.G. Wells Parte II -VIII-






Autor: Tassilon






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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -VIII-



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"... La conciencia de mi posible vida fracasada me confería, en efecto, un aire taciturno. Aparte de que en mi comportamiento con mis muy queridas amistades de otros tiempos no me andaba con miramientos. Con excepción de muy pocos de ellos, me sentía, como no podía ser de otra manera, muy poco estimado por mis colegas. Cierto que ante mí se abría ahora un vértigo más vasto: mi proyectada "Máquina del Tiempo". ¡Qué gran desquite frente a mi odio acumulado! Sin que nadie lo sospechase, mi triunfo sobre el tiempo era seguro. A veces me sorprendía a mí mismo mirando al cielo y exclamando: "¡Haz que llegue pronto ese momento!"... Nada importaban, pues, muchas de las reflexiones estúpidas oídas constantemente en aquel Londres reaccionario donde las prosperidades y las desgracias jamás lograrían equilibrarse. El bien de la especie jamás ha consolado a individuo alguno. Cómo persuadir a aquel mundo hostil sobre la grandiosidad de cuantas invenciones habrían de sorprendernos en los siglos venideros. La resistencia a los inventos parecía haber quedado allí, acuartelada en el desmayo continuo de aquella ciudad intolerante que tan sólo conocía el brillo de las piedras preciosas; en las existencias monótonas, absurdas y sin esperanza de una sociedad burguesa, reforzada por los aleluyas de su obsoleto fermento de moralidad, y que regularizaban sus arrebatos de orgullo en sus grandes mansiones, lejos de todo elemento de progreso, de toda ternura por los humildes, de toda defensa por los pobres, y aún menos de cualquier exaltación por los oprimidos. Es bien cierto que también yo, al apartarme de aquel mundo que me abrió sus puertas a la Debating Society, donde tropecé, como vulgarmente se dice, con inmensos pedruscos, pues allí, al elevar uno de mis primeros gritos de igualdad: "¡La verdadera nacionalidad es la del género humano"!, tratando con ello de alzarme por encima de las miserias de este mundo, no logré hinchar lo que ya era chato. "Espíritus serios" los de la Debating Society,... espíritus indignos que pronto se cansaron de mis arranques de franqueza. ¡Cuán artificiosa y vetusta era la necedad de sus llamadas "estadísticas morales" Una sociedad de párpados pesados, de narices sólidas, y gruesos labios que movían los resortes de su política basándose, 250 años después, en las campañas de Cromwell, dictador intolerante, héroe de absurda incongruencia entregado a la lucha por la libertad del horror, y obligado regicida cercenador del largo pescuezo del muy idolatrado y no menos nefasto rey Carlos. Así, aquella Inglaterra de impenitente aristocracia y sus reglas críticas seguía brindando por sus preclaros pero incoherentes ejemplos morales: una causa especial, una religión, una nación, un Parlamento, un sistema que se arrogaba el derecho de amonestar al mundo y a su participativa y arriesgada búsqueda de la igualdad entre los seres humanos...

"Hombres... Seres humanos": aquellas acepciones recorrían la mente de la criatura Albion de una manera tan progresiva como inexplicable, pero como deseosas de apoderarse y esclarecer la penosa oscuridad que significaba para él la intromisión inmortal de aquel ser inexistente cuya imagen, de intrigante significado, había llegado hasta él casualmente; forjada y custodiada por la férrea cadena misteriosa de un remoto pasado de básicos fundamentos civilizadores de los cuales Krizalid Bosswellyes parecía haber heredado la sólida formación tecnológica que gobernaba la gigantesca plataforma.

"... Una vez, movido por la ira, grité: "Vuestra crisis del gran precepto que ha de unir la humanidad será el chiste de mañana" Por amor a sus ideas simples, insultantes, siempre movidas por la perentoriedad snobista de las apariencias, una sociedad adinerada es capaz hasta de respetar la mayor de las ignorancias... Recuerdo, no obstante, los interminables diálogos, la gazmoñería estúpida de quienes veían en mis palabras patrañas para embaucarlos: "Wells presume de sublime, reprueba nuestra moralidad bautizada por la función creadora de Dios, niega que la necesidad de un Creador sea el auténtico testimonio de nuestra conciencia, y su "scienza nuova", que pretende desconocer el plan de la Providencia sobre la historia humana, no es más que la defensa insostenible de la Ficción, perjudicial y apta tan sólo para el mito, que los hombres de linaje jamás podrán aceptar. Querido Wells, sería muy de desear que no se hicieran más descubrimientos que ejerzan apologías antirreligiosas, prescribiendo en los hombres de bien lo que en verdad hay que creer". Quedaba muy clara la perfidia de aquellas especies de intendentes palaciegos, magnates del pueblo alto, atrincherados en sus posiciones de intransigencia, a los que en el fondo tanto les indignaba como divertía mi origen humilde, que jamás tendría una puerta abierta a su sociedad. ¿Cómo podía pretender un personaje de segundo plano ejercer su influencia, amonestar un sistema, brindar ejemplos morales, o mostrar la que era considerada sin duda total inepcia de sus rigores científicos? Herbert George Wells incapaz, además, de ofrendar el menor ápice de inmodestia, se atrevía a mofarse en público de los símbolos sociales perpetuados en los capiteles de la grandeza enfática, pomposa, de una retórica monarquía dominadora del mundo, que por otra parte presumía de sus grandes reformas, de su inefables, para muchos persuasivos, cambios sociales, no tan sólo económicos sino científicos; y de una ingente Revolución Industrial expansionadora del Imperio Británico, que no dejaba por ello de seguir mostrando el lamentable testimonio de una esencia cultural decadente, y de un colonialismo brutal, de falsos contenidos ideológicos, y por medio de los cuales el gran pueblo inglés pretendía seguir sorprendiendo y abrumando al resto del continente europeo. La plutocrática y combativa Inglaterra Victoriana, monopolizadora de la más ampulosa de las autoridades, cuyo poder efectivo se materializaba en sus afamados y sancionadores "tiempos de guerra", trataba de armonizar de nuevo sus doctrinas nefastas. Dios parecía haber vuelto a tomar una envoltura visible en nuestra isla, ofrendando una nueva premisa, completamente falsa, de unión humano-religiosa al grito de: "La razón del hombre, y por extensión la del superior pueblo inglés, es idéntica a la de Dios!"... Era preciso apartar a Herbert George Wells de la importancia del gran atavío londinense. Yo pertenecía a una empobrecida familia de la llamada media-clase baja; mis padres habían poseído una tienda de loza; sufrí un accidente en 1874 que me destrozó una pierna. Durante mi convalecencia descubrí la importancia de los libros. Un nuevo accidente, esta vez de mi padre, me obligó luego a emplearme en diversos oficios. Fui aprendiz en una tienda textil, la horrible Southsea Drapery Emporium Hyde's -un nombre que más tarde habría de perseguirme de nuevo-, pero descubrí la importancia de la lectura; y logré ser admitido en la escuela de gramática de Midshurt, obteniendo también una beca para cursar estudios de biología en el Royal College de Ciencias de Londres... Bien, como yo solía asegurar, sin dejar de reiterarme en ello, mientras cursaba mis estudios, "el camino para medrar está casi siempre sembrado de amistades rotas por la envidia". Pero no volveré a insistir en mi indignación moral. Fue ese ansia de instrucción, ingobernable y perturbador que se origina en el científico, el que me restituyó el nada glorioso triunfo por desentrañar el misterio inextricable que alimenta la savia del árbol genealógico de la humanidad, porque cuánto más profundamente sentí deseos de entender a los hombres, de estudiarlos, más me aferré a una obsesión, persistente y ya insoslayable, o quizás la más fascinante y más irresoluble del mundo para mí: ¿qué vendría después de Herbert George Wells? ¿Podría mi "Máquina del Tiempo" concederme el más preclaro reflejo de la Verdad? ¿Podría yo erigirme en científico del futuro con un sólo fin: llegar a saber si el hombre no es lo último?... Erróneamente, ya había intentado un primer asalto al concederle mi amistad al nefasto Louis Jekyll. Pero no había sabido tomar precauciones. Mi ira, convulsa, contra la batahola prepotente de aquella sociedad, fue capaz de magnetizar a la fiera. Mis excesos fueron, en efecto, actos de brutalidad animal. Y la casualidad me deparó a la otra bestia que se oculta en lo más profundo del ser humano. Finalmente, así lo creí yo, mis crisis se atenuaron; mis "nuevas ansiedades morales", como yo las bauticé, lanzaron subsiguientes interrogaciones a mi conciencia, e inferí una más que probable ley defectuosa en mi visión sobre la humanidad, restándome únicamente la Revelación de mi ya inevitable huida, deseo legítimo para mí; exagerado, sin duda, por ser el enfebrecido producto de mi egocentrismo. No niego, pues, que mis abstracciones frente a una percepción más racional del mundo que me rodeaba se apartaron de toda lógica -aunque nunca llegué a aceptar esa certeza en mi interior-. Lo mismo que no puedo ya dudar de que fueron dichas ansiedades, por mí tan vehemente expresadas, las que afectaron a la inteligencia anormal de Louis Jekyll. Mas, ¿cómo podía yo admitir esos dos conocimientos previos?: que una sensación confusa pueda alentar una ley defectuosa, o que el sentir de un cuerpo o las sensaciones físicas de un cerebro frenéticamente atribulado puedan obrar como testimonio de consecuencia sospechosa sobre otra inteligencia que lo perciba... Hyde y sus horribles crímenes habían expuesto bien a las claras estas posibilidades. Después, para mi asombro y mi satisfacción al mismo tiempo, todo se esfumó. Hyde había desaparecido. Y Scotland Yard no reanudó sus búsquedas. Mi vinculación a Hyde, aunque no logró durante el siguiente año liberarme de los suplicios del remordimiento, sí inició en mí, al eclipsarse de mi existencia, un nuevo curso de nueva ansiedad moral, como ya dije. La ciencia me enseñaba de nuevo a gobernar mis actos. Hallé tres motivos primordiales capaces de disculpar mis excesos: placer, interés y deber -este último, turbador e ingenuo, me lo impuse yo-. La construcción de mi "Máquina del Tiempo" me convertía en una especie de niño que ya no manifestaba el menor síntoma de cólera. Y como alegara Rosseau, me dije: "soy niño, egocéntrico, sí, pero inhibido del mundo, y no responsable por tanto. Ya no puedo ser ni moral ni inmoral"... A finales de enero de 1890 otro asesinato (por tratarse de una prostituta, ya que el crimen se hallaba, por desgracia, a la orden del día en Londres) conmovió de nuevo la opinión pública londinense, por temor a que se repitieran los ya un tanto olvidados crímenes de Jack el Destripador: una buscona de taberna, Ivy Peterson, había sido hallada, estrangulada esta vez, en su domicilio. Dos días más tarde recibí una carta: "Sé que imaginabas que había desaparecido... Cuando leas estas líneas me hallaré muy cerca de ti nuevamente. No sé prever con precisión cuál será tu reacción, pues mi instinto me dice que el final, no sólo el tuyo sino también el mío, no podrá ya tardar. La situación en que me encuentro... ¡no, no voy a describirte al monstruo, porque ya lo conoces! Jamás volveré a ser Louis Jekyll... Ivy Peterson ha sido de nuevo la primera víctima de Hyde... Sé que no podré detenerme... Si todavía tienes deseos de saber más, pronto me hallarás... Sé que vas a leer esta confesión de tu indigno y desgraciado amigo con horror... Pero ¡es tu pasada amistad (comprada con mi dinero, lo sé, y no me engaño) la que estoy reclamando, no tu piedad!- Louis Hyde."

"Hyde... Hyde"... Aquel nombre, constantemente repetido por la misteriosa imagen holográfica, seguía acaparando, con la emergencia que sólo puede concederse al reclamo de cualquier manifestación medianamente inteligible, la atención de la mente de la criatura Albion; ahora reforzada por las recientes trazas de los experimentos psiónicos en dicha casta realizados. Una gradual incautación de raíces inteligentes, que, una vez, en eras pasadas, según podía colegir por cuanto transmitía la imagen y la confesión parlante del ser allí configurado por el cinemático sensor gravitacional de la misteriosa sala de Clonic Science Institution, habían sido heredadas por los habitantes de Krizalid Restricted Zone de un potencial psíquico remoto. Un potencial contundente y relativo a ciertos antepasados cuya lucidez y clarividencia cerebral había quedado allí, resguardada en los fundamentos básicos del pozo cuántico que concediera su gran tecnología a la Gubernamental Dictadura Bosswellyes y a sus privilegiados habitantes. Los cuerpos restrictivos Hyde, como objetivos de terror vinculados a la realidad corporativa y represiva de Wellyes, formaban también un entramado de científicos fundamentos básicos para la conservación federalista de la gubernativa Krizalid Restricted Zone, pero diametralmente opuestos en su concepción, a todas luces robóticas, a las criaturas celulares de Wellyes, dado que no constituían más que una monstruosa brigada de policía privada sujeta a los códigos de control tecnológico creado por el gran Ente Científico-Gubernamental de la Dictadura Bosswellyes. Sus articulaciones prensiles poseían por tanto un sistema de camuflaje metálico que almacenaban sus inductores neurales controlables por los grandes adelantos técnicos que se aplicaban a su proceso de fabricación. El robot (palabra hasta aquel momento indescifrable para la criatura Albion) Hyde no se constituía por ello en espécimen de quirófano, como los clones genéticos que en realidad eran los seres Albion. Simbióticos clónicos esparcidos y esclavizados por la gigantesca plataforma tecnológica de Wellyes y su Gubernamental Restricted Zone. Para la criatura Albion, pese a hallarse todavía en conflicto con los parámetros de una conducta ciertamente primaria, todo coincidía ahora. Aquella imagen holográfica revelaba por vez primera, frente a la atenta criatura cuya atención había acaparado, al igual que un efecto medicinalmente sanador de su embrionaria masa cerebral, y como si hubiese sido asignada, desde eras remotas, para aquella misión secreta que era la verdad absoluta de la civilización Bosswellyes, la ebullición vital de un organismo que, como el suyo, se hallaba formado por venas azules que circunvolucionaban, entre un inexplicable gradiente térmico, en el interior de sus tejidos concediéndole un hasta entonces desconocido ritmo cardíaco (del que había oído hablar en los quirófanos sin comprender su significado); y confirmaba que aquella masa de carne celular, un tanto deforme, no era muy diferente a la que se reflejaba en el sensor holográfico, y que, insistentemente, se nombraba a sí misma como "hombre". Una presencia que se vanagloriaba, pese a ciertas displicencias enojosas (por lo que podía entender) contra el espíritu corporativo al que había pertenecido en su era originaria, de formar parte de una civilización existente en aquel remoto planeta como moradores ancestrales de la actual plataforma Wellyes; y cuya expansión, ya desaparecida y ocultada deliberadamente por el Gobierno Bosswellyes, se anunciaba a sí misma y a sus actuaciones psíquicas como modelos antiguos de criaturas biológicas o protoformas orgánicas de transductores cerebrales inteligentes, muy similares a los Albion y a sus gobernantes de Restricted Krizalid. Y a cuyas estructuras moleculares les asignaban una perturbadora modulación parlante, como si un insistente identificador vocal horadase la oscuridad de las eras, que hablaba por supuesto de criaturas vivientes a cuyo sistema neuronal se le aplicara, en su sentido más literal, la primitiva acepción de "seres humanos"

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