jueves, 24 de junio de 2010

El gran secreto de H.G.Wells Parte II -VI-





Autor: Tassilon



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EL GRAN SECRETO DE H. G. WELLS

PARTE II -VI-


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La imagen configurada y computerizada en el receptor holográfico, protegida por el invisible circuito de láser cinemático, no mostró, como pudo temerse por un momento la asombrada criatura Albion, el menor gesto desafiante. Sus envejecidos ojos, aún brillantes, seguían acechándole en la oscuridad de la sala. Pero no era más que un destello de total indiferencia, entre una respiración ronca, pesada. Su voz seguía impertérrita con aquella extraña significación, que, pese a encerrar ciertas connotaciones siniestras, y empezar a sufrir ciertas contingencias de fallo acústico, hablaba y hablaba sin presionar a su oyente; aislada en su pantalla holográfica y atrapada en su seguridad de virtualidad electromagnética, como primitiva garantía de una libertad extravehicular en el transcurso de las eras; y eternamente protegida por la impresionante tecnología cuántica alcanzada en sus subsiguientes períodos de existencia por la tiránica Krizalid Bosswellyes Community.

"... Tuve un sueño,... ¡no, no, en realidad fueron muchos! Y traté de verificarlos a través de los sentidos; sentidos que vivían espesados en las tinieblas,... esas sensaciones confusas que no ofrecen la menor garantía de que la Razón, nuestra Razón individual, la Razón de los hombres (el ser Albion percibió esta palabra con un interés especial, y la repitió con dificultad: "hoo...mbres?"),... inmutable e impersonal, la que debía ofrecer más garantías para una existencia equilibrada, no comportara reglas falsas, ya que jamás se pudo probar que esa Razón, testimonio preclaro del raciocinio humano, fuese enteramente justa. Por ello, me vi en la obligación de convertirla en mi propia Razón,... mi individuación de la masa, cuyos gérmenes de necedad se desarrollaban frente a mí, día a día, con efectos dolorosos, con manifestaciones de una ferocidad a la que yo jamás podría restituir mi crédito. Mi individuación era realmente indivisible, formaba la perennidad de mi Todo... Mi propia Revelación. La única en que acabé creyendo, la única que mis conocimientos podían concebir, porque era la auténtica evaluación de mi Verdad Absoluta: mi inteligencia, mi testimonio humano, que me obligaba a convertir a Dios y la Moral únicamente en sensaciones útiles en la medida de mis necesidades y los actos que las mismas conllevaban. Mi actos de inmediato pasaron a ser, en consecuencia, frente a los criterios testimoniales de la humanidad que formaba mi entorno, altamente sospechosos. Es cierto que mi pretendida superioridad me abrió el abismo espantoso del escepticismo. ¿Era locura mi Razón? ¡Bah!, en realidad no me asustaba. Mi locura era la locura de la minoría, la que aportaba progreso a la existencia humana. Eran los cerebros pobres los únicos que no estaban dispuestos a reconocerlo. Dios y la Moral formaban parte de mi egoísmo. Y por esos mismo siempre me mantuve decidido en mi idea: Dios y la Moral jamás habrían de interrogar mi conciencia. En efecto, logré hacerlos descender al único nivel que me resultaba tolerable: utilidad, el instrumento más lógico del sentido común. Lo útil. Mi inteligencia. La que constituía mi única Verdad... Que las multitudes siguieran con sus ruinas, pagando el error de su civilización equívoca, mientras yo era ya dueño del instrumento lógico de mi diferenciación, de unos criterios que para el mundo que me rodeaba no eran más que pura abstracción, esa abstracción que por supuesto puede presentar escollos a las llamadas inteligencias anormales. Mi anormalidad se convirtió por tanto en axioma unánimemente aceptado. Nadie fue capaz de admitir mi Verdad... (dudas)... Quizás mi inolvidable Zenon Riverstown,... mi comprensiva Miranda Dawn, ellos sí me distinguieron tras la niebla, tras el cataclismo trastornador de un mundo deteriorado, carcomido por la polilla de su autoritaria mediocridad. También ellos compartieron, lamentaron, despreciaron, bien que más mesuradamente, aquel vilipendio lastimoso, adocenado y mezquino, con que trataba de someternos la decadencia irreversible de nuestra sociedad londinense,... mundial por extensión... Aún así, los hombres de mi tiempo... ¡cuán lejos se hallaban de la lógica pura! Poseían su lógica, es cierto, su modelo gigantesco, contornos asentadores de su estamento social, que, no obstante, sangraba en su orgullo y presunción. Era la suya, pues, una lógica nublada, plena de locuciones viciosas y absurdas que los apartaban de las grandes enseñanzas que la misma nos ofrecía. ¿Dónde se hallaba el análisis, la síntesis, la inducción y la deducción, en sus testimonios indignos? Siempre temieron a la lógica porque en todas sus enseñanzas veían las causas principales de todos sus errores... Pero mi Revelación a veces disparaba sus terribles pistoletazos sobre mí. ¿Eran mis sacrificios racionalistas tan sólo promesas para lo venidero? ¿Mi reputación perdida la deuda que debía pagar a la humanidad? ¡Debía marcharme!... La monotonía londinense lograba aplastarme como a un corazón sin esperanza. Consultaba el calendario cada vez más aterrorizado. Observar el reloj me martirizaba. No esperaba las comidas, sino que las rechazaba. El horizonte era siempre el mismo: un fondo de cristaleras, un viento que las azotaba, una lluvia constante sobre los tejados,... una cortina inacabable de arboledas, cuyas copas se balanceaban con una perpetuidad evanescente y triste en la eterna niebla... Llegué a odiar los libros... abría uno y lo cerraba de inmediato. Reuniones, museos, clubs formaban un catálogo social insoportable y estúpido. Días de amargura, días aciagos. Evitaba compañías por temor a mis constantes decepciones. Los diarios no hablaban más que de necedades. Era la mía una ociosidad completa; no estudiaba, no dormía. Mi entorno me hastiaba... Y viví la noche. Necesité un régimen preparatorio que me excitara... Fue como desafiar de nuevo al mundo, darle la espalda, arrojarle puñados de azufre diabólico... Y mientras, mi inteligencia vivía instalada en el sótano de mi horrible caserón: ¡en aquel infierno de mi laboratorio concebí mi proyecto!... Una prodigiosa máquina por medio de la cual mi espíritu huiría de los enfáticos espíritus circundantes..., ¿rumbo?... De nuevo un sueño al que esta vez me aferraría como ebrio de entusiasmo, pues veía muy claramente su amplitud y consistencia..., y que en aquel sótano, huyendo de las tinieblas del día, esperando una nueva luz, me infundía una inimaginable audacia. Allí proyecté, pues, mi flamante rumbo. Un rumbo inaudito que giraría en torno a las estrellas... Pero, a través de la noche, no pude evitar seguir desquitándome en una nueva exaltación: la del odio que me estrechaba entre sus brazos. Un odio que, al cabo, quedaría enterrado en el momento de emigrar... Pero frente al odio eran inútiles todos los razonamientos. Y acabó por perderme la elección del compañero, cuyo garfio ensangrentado me atrajo y arrastró hacia una nueva filosofía,... si ello se podía llamar filosofía: la de convertir aquel absurdo mundo que nos rodeaba en un pasaje continuo de la vida a la muerte; separar el espíritu de la materia inútil; castigar a una parte del género humano, convirtiendo en real su cómica y pueril irracionalidad. Transformar lo Absoluto, o sea la vida desatinada, en sujeto y objeto de mi odio. Hice de la filosofía hegeliana mi Verdad: que lo racional, para la masa incongruente de seres que poblaban el mundo, mi mundo londinense jactancioso y miserable, cuya vida pública poseía toda la tortuosidad de los efectos teatrales más deplorables, ¡fuera real en su vertiente más terroríficamente merecida! Y conciliar esa ridícula unidad humana, esa aglomeración multitudinaria basada tan sólo en una especie de complicidad canallesca, cualquiera que fuese el ambiente en que se hallara enclavada, en una unidad sin diferencias: la muerte de los organismos mediocres o "snobistas" que, según entendíamos, se mantenían repugnantemente vivos y diligentes por la propia degradación de su organimo inútil. Y yo tenía que ofrendar testimonio de esa destrucción con otra destrucción real que los erradicaría del planeta: la que confiere la esencia de la muerte... ¡El caballeroso y malévolo Louis S. Jekyll fue mi compañero! Personaje satánico, pero fascinante. Eran los suyos ojos de buitre. Buitre que durante la noche poblaba el infierno, rastreando tabernas, burdeles y sus pupilas. Buitre instigador de vicios; hijo él mismo de los más bajos instintos, y que, como los buitres, se hallaba atrapado por criminales ansiedades depredadoras. Vivía en un misterio de dualidad diabólica que se había transformado en su calvario. Un calvario sacrílego que lo arrastraba hasta el mal, con plena satisfacción por su parte, y así lo poseía a través de una transformación demoníaca y de aspecto monstruoso, siempre coronado por el manto negro de la noche: ¡la noche de Jekyll-Hyde! Un ser repugnante, peregrino de las tinieblas, que celebraba la crueldad con una dureza de corazón robustecida por el deleite del veneno que ingería, y que le permitía liberarse de la insolencia intolerante del mundo, de la asfixia de sus fracasos humanos, del nudo corredizo que Dios y su tiranía abominable reforzara, como él mismo aseguraba enfebrecido, alrededor de su cuello, sumiéndole en un pozo insoportable de contradicciones y odio hacia la mezquina razón del hombre y su intrincado espíritu lleno de preguntas fatalistas. Jekyll-Hyde, quizás imbuido por mis no menos peligrosos elementos racionalistas, insistía y se reafirmaba en que el hombre únicamente representaba la encarnación del orgullo, y que de él derivaba su conciencia pretendidamente reformadora; una conciencia pedestre, al cabo, tras cuya máscara trataba de ocultar el horror que le provocaba la pretendida existencia del espíritu, en el que se concentraba el más primitivo choque de su más compleja némesis histórica, jamás resuelta: el choque entre la fe en un Dios invisible y la Razón humana. Ambos, pues, negábamos la razón de Dios. Ambos odiábamos la forma que tarde o temprano ha de desaparecer. Esa forma que, también ambos, habíamos convertido en una máscara. Lo único real era la idea de existir bajo las leyes inextricables del universo... aquel ansiado universo en el que yo pretendía desaparecer, tras desmovilizar al verdugo de mi un tanto, por aquel entonces, extraviada y, por ende, poco ecuánime Razón: Jekyll-Hyde, el ser monstruoso que había extendido su sentenciadora garra justiciera en busca de un falso orden de preeminencia derramando ríos de sangre... ¡Sí!, y en consecuencia, como si nos correspondiera a ambos ejercer jurisdicción sobre la insignificante rama de la raza humana, hicimos de esa, nuestra pretendida superioridad, idéntica Naturaleza humana al cabo, ese momento que es la vida, la única Idea, erigiéndonos en dueños de su existencia y de su fin. Dios no formaba parte de ella. Tan sólo el hombre inteligente y su espíritu, real o no,... mas igualmente sujeto a las originarias leyes del universo, poseía la Verdad absoluta. Para Louis S. Jekyll y también ya para Herbert George Wells todo otro razonamiento era inútil. Louis acabó convenciéndome de nuestra gran victoria. Y ambos ejercimos nuestra violencia farisaica contra el escarnio que nos rodeaba. Ambos liberamos nuestra materia más infame en noches de pesadilla..."

La criatura Albion reaccionaba ahora a una especie de desasosegante "presión psicológica", jamás experimentada en el corto espacio de su existencia, frente a la apariencia fantasmal de aquel ser atrapado en un inextricable código videofónico. Y que ahora, con agonizante voz, tal vez como trágico final de la remota etapa evolutiva a la que una vez perteneció, rememoraba infaustos episodios de la era vivida. Su obsoleto credo sonoro, probablemente indetectable en aquella sala herméticamente cerrada a los sensores enemigos, como adueñado de incontrolables datos acerca de las primitivas naturalezas que habitaran las insondables eras de Wellyes, se valía de anticuadas baterías láser para ofrendar una transcripción de vivenciales meditaciones relativistas que la adelantada tecnología de la Confederación Bosswellyes había custodiado celosamente en sus registros de información secreta. Ajeno ahora a todos los sistemas de alarma, el ser Albion, oculto a las cámaras contra intrusos de Clonic Science Institution, que detectaban ya los movimientos cada vez más próximos de las brigadas restrictivas Hyde, siguió atrapado por la fosforecente luz que despedía aquel rostro holográfico en su irreal marco ambiental. La voz, en efecto, amplificaba el potencial psíquico, hasta entonces restringido de la criatura Albion. Su cerebro experimentaba cierta neurosis sentimental. Una mutación psiónica que incluía hallazgos neuronales concienciadores de una emoción intrigada por los básicos fundamentos sociológicos de una elevada cultura olvidada. Y que acreditaba, allí, en aquella virtualidad cinética, los primeros horrores de la crueldad Boswellyes, transmitidos a los tecnócratas habitantes de la gigantesca plataforma desde las remotas negruras de las eras pasadas. ¡Aquella voz!... ¡Aquel rostro!, que pese a seguir poseyendo una importancia enigmática, irradiaba ahora sobre la humanidad encubierta del ser Albion la más vieja ley de la historia de la civilización: su velado racionalismo cívico.

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