viernes, 8 de enero de 2010

Ítaca





Autor: Tassilon




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ÍTACA

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Yo, Odiseo, apareceré como un vaho tembloroso de turbiedad, con silueta de bestia mortecina, acompañado por un fatalismo de congoja entre las piedras que se incendian al romperse la rasgada entraña del sol, mientras recorre los senderos de Ítaca, desnudando los frisos, y de la blancura de las graderías todo su esplendor. Y arrancaré de mí las impurezas de las lejanas salas calcinadas de mis guerras, el voznar de mis infortunios, y el cautiverio sedicioso de aquel templo consagrado de Poseidón, azules de mar y cielo por el que me arrastraran sus tormentas, tronando como aludes en los puertos enemigos, donde se encerraran sus aguas como hervores enrojecidos. Presas espumosas de mi castigo, sal en mi lengua, esquilmados jardines sin olor. Y aunque la chusma ría, ennegrecida mi lividez por la sangre, ya perdidas mis alas triunfales en innombrables playas engañosas, y vestido quede mi origen con el brillo enlutado del ónix, habré de demandar mirra tras mi crepúsculo de malogrado designio. Y al abrigo de los mármoles, buscaré mi pórtico, mi arcaico propileo, y aquella intimidad soñada, ámbar de unos labios que tantas veces exhalaran para mí su perfume tibio.

Pero seré un mendigo súbito, felino, probablemente enloquecido. Quizás me esconda en la rinconada de escorias de los viejos altares de mis dioses, o tras los musgos gelatinosos que ocultan epitafios de augustos héroes entre la decrepitud de aquel huerto blando donde hoy muere mi otoño indigno. Y buscaré en la penumbra húmeda del viejo atrio deslustrado un oasis para mi invierno, que aparte de mí la inmortalidad, excusa de liberación en mi oráculo fallido. Sé que en él crecieron las hierbas bordes, una vez oleajes de abundancia entre tardes de vanidades somnolientas. Melancólicas evocaciones que ya no iluminan nada. Enfermizo flujo de recuerdos furtivos. En Ítaca no hay templos ni anfiteatros. Pero la ennoblece el bosque y la fuerza del viento. Y he de volver a caminar por entre aquellos laureles agitados, cipreses indiferentes, limoneros solitarios e higueras verdes, ramajes desdibujados entre los que perdí mi instante propicio. Hoy contornos de susurros y símbolos marchitos. Rural aliento, aristas de luna y sol que aguardan mi mirar contrito. Escritura que ya no oculta secreto, porque del desarraigo y del fracaso traigo mis aterrados pasos fugitivos.

Fue mi obstinación un género de virtud guerrera, capaz de organizar con sagacidad empresas futuras. Resistirme no pude a un trono de infinita gloria, dejando, por mi terquedad, el pedestal de mi casa mutilado. Historia misteriosa que el tiempo dilató sobre la arena del olvido. Y apoyado en mi vanidosa lisonja, abandoné mi sosegado recinto, sordo a las voces fieles, tan amadas, y al rezo de un gemido. No premié las complacencias de la esposa. Y escapé de sus lágrimas con sigilo, dejando tras de mí su sombra, perpleja y afiebrada. Brazos desesperados que intentaron retener las atormentadas fantasías que me acosaban. Presa de incertidumbre es siempre la mujer que al hombre ama. Negra figura que se va perdiendo poco a poco, detenida entre dos mundos. Aliento perenne, raíz sin freno entre la noche y el día. Cicatriz blanca, visión afligida que hacia su héroe siempre avanza. Pero yo corrí tras el trueno, cubierto con armadura y espada. Y mientras, en Ítaca, imagen de un mar de esmeralda, guardada quedó mi afirmación de raza, mi refugio de rey heroico que desdeñara amoríos. Oír no quise la queja íntima y cerrada del desamparo. E incorporando mi palpitación al remolino falaz del mar, a su llamada irresistible, tracé las rutas de mis quimeras, red de surcos infinitos que tejieran mis navíos.

Cuando de nuevo me acoja al ámbito callado de Ítaca, abriéndose para mí la lustrada luz de sus puertas altas y blancas, y se suprima mi tragedia en cuerpo y sangre, yo habré de recobrarte, figura obsesionante, amorosa, que en mi cerebro merodeara como un deseo constante. Recíbeme, oh sueño, tras la acción histórica, en mi origen hogareño. Ya recorrí los siniestros canales de mis lunas, salpicadas de plata, flanqueadas de sombras, muchas veces paralizado por la fuerza del pensamiento que ahora resucita. Oíd de nuevo mi conciencia culpable. Vuelvo con mi voz rota de cansancio, pero sin la corona de mártir, buscando en el recuerdo de mi isla la armonía suficiente, aquélla que el tiempo traspasó con su espada infinita. Dejad que robe su fantasmal magnificencia a las estrellas, y que la deposite en el olor y la delicia de la tarde cuando el amor, aquel negro cabello destrenzado de la esposa que aguarda, se deslice sobre mí como ramificación nueva del contacto físico. No me veáis como al dios niño que huyó con su palabra de fiebre, que trae la fealdad del aparecido, el tacto perdido de su narcisismo paradójico y cínico. Y si hallara el generoso calor del regazo que sobrevive, compasión por el mendigo exangüe que su herida arrastra en la carcomida noche de su laberinto, mi vejez no reprimirá su júbilo frente a esa sonrisa recordada que tejiera una túnica de gloria entre el mármol de mi propileo, brújula añorada de mi recinto... Ítaca, jardín sagrado, mosaico de hierba aromática, copo de gramínea, aliento de aljibes, columna de grifos y delfines. Arca marinera, que hoy ampara de nuevo al héroe vencido, aquél que llegó con encogido miedo y orgullo herido. Ítaca de eucaliptos, de geranios ardientes, de pitas, vides e higueras, de dinteles y zaguanes con aliento de albahaca. Ídolo infatigable del ponto Jónico que aposentara hechizos en su galanía helénica. Ítaca, evocación de amor e ira, piadosa gaviota, plañido de ternura, homérica crónica escogida, inmarcesible festividad arcaica... Ítaca... Ítaca...

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