martes, 20 de octubre de 2009

El Eremita parte II -X-




Autor: Tassilon-Stavros





*************************************************************************************


EL EREMITA PARTE II -X-


*************************************************************************************
Carga penosa de la carne, si has de prolongar mi momento, llévame despacio hasta el silencio que ha de hurgar en este tejido seco, desvalido y viejo; agigantándose sobre mí, entre mis impulsos exangües; devorando, como al perro tiñoso, el postrer aliento lisiado de su sensibilidad. Y que ese silencio que ha de sumergirme entre sombras que duermen bajo aristas de piedras olvidadas, se eleve como una niebla hacia los blancos terrados de Oriente, entre cuyos vestíbulos complacientes se quedaron susurrando tantas olvidadas promesas de bondad. Escoja de nuevo mi actitud litúrgica la perfección de su ideal, arrastrando mi tránsito, como en un desmayo dulce, sin lágrimas, mis encarnaduras sin vida. Y como solicitadas por las blancas estrellas pensativas, siempre afanosas en su atavío, se suman en un recorrido de vibraciones tornasoladas, como un cuerpo, por su pureza intacto, no profanado su nombre, mecido en su pobreza, y sensitivamente adivinado entre los juncos imantados de algún río. Y que, cuando ya metamorfoseado, yo falte, me ceda así una limosna de tolerancias, que nada tenga de compasión pavorosa, sino que se vuelque despacio en la confidencia de mi desvalido reposo sin alabanzas. Y que sea el mar la única presencia que reverencie mi sepultada intimidad a través de las crines rizadas y venturosas de sus aguas, azul refugio donde mi soledad de anciano hallara tantas veces su paz de caminante y una nueva heredad a sus plegarias, aquellas que rehuyeran palabras de fiebre y de asechanzas.


Palacio callado de la carne, si no has de recordarme tras padecer mi última peregrinación, concédeme el devoto murmullo con que nos rinden las vigilias, para que mis caminos proclamen el sosiego de mi transformación. No he de llorar frente al día desnudo que mis manos enfríen. Que sea el ámbito callado de las inmóviles frondas quien recoja mi piel amarillenta y helada, mi última evocación platónica en este cuerpo inerte. Y que aletee el aire oloroso con la vestidura secular y dorada de mi postrero sol, perdida luminosidad de mis muchos tiempos. Furores implacables y humillaciones rencorosas, jabalinas del destino, a las que ahora dejo mis entrañas abiertas, como tributo de mi marcha, por entre la senda morada de la muerte. Que reciba mi cadáver, como único plañido, el canto acendrado y tierno de las aves. Que la palidez gozosa de mi senectud sus vuelos amortajen. Dejé las arrogancias de mi corazón bajo los techos y capiteles de los templos donde observé el delito entrometido de sus altares engañosos. Ya se cierran mis ojos, una vez recogidas nuevas revelaciones entre los anatemas del escarnio y los laureles limosneros. Descansen mis penitencias, y que no resuene un gemido, porque mi hontanar mana dulce y limpio. Y que, como el mendigo que fui, frente a la sabiduría desleída del mar, descansen eternamente mis despojos.


Último atavío de la carne, cuando desaparezca acogido entre la niebla, sublima mi sombra cual trémulo y frágil lino que entre los verdes árboles se desvanece, sin evocaciones melancólicas, como gaviota extraviada tras el suspiro apagado del poniente. No presidas mi mansedumbre con las orlas del luto, y adivina mi ventura, gentiles sueños y visiones, fuentes que me socorrieron alimentando mis últimos ritos. Ofréceme una alianza de ternura, en cuyo manto albo hayan de quedar envueltas mis palabras y mi nombre, mensaje de gratitud a las églogas que jamás sosegaran en mis manuscritos. Queden mis pulsaciones dormidas entre esa magnitud de un mundo en cuya indiferencia anduve perdido; convulsa corriente en la que no hallé más nave que mi choza privilegiada, pero oculto en una foscor lívida y dolida. Imperio de sangre huida. Asísteme en mi última agonía. Deja que mi aliento cansado proclame mis disciplinas entre las labradas tierras de mi isla, frente a la costa de cantiles espumosos que el paisaje ampara y guía; y entre los caminos desnudos, rasgados por los dardos de vencejos, cuando muere el día. Que palidezca mi imagen, una vez inmóvil, como por un milagro sobrecogida. Y que sobre el tálamo marino, oratorio de mis olas, por entre cuya emoción austera cabalgaran mis últimas locuras, jamás temerosas en las tinieblas, siempre impacientes y embebidas por sus vislumbres de luna, suspire como ave adormecida. Y que sea el viento quien llore con su vibración estremecida. Que arrastre el origen de mi sangre helénica, como arrastra las espigas amarillentas de un trigal. Quede mi pozo de luz y musgo en su jardín. Allí hallaréis mi epitafio, altar corroído, viejo refugio, honesta cuna. Y que ese sótano primitivo de mi primera carne robusta guarde aquella dulce palpitación inicial: los siglos de mis ojos, como una limosna eterna de amoríos asomándose desde el brocal.