lunes, 19 de octubre de 2009

El Eremita parte II -IX-





Autor: Tassilon




*************************************************************************************


EL EREMITA PARTE II -IX-


*************************************************************************************

Ahora, cuando llamea la descarnada sierra de mi isla, cuyos montículos descienden en peldaños verdeantes hacia el mar, celebro mi abandono, por el ocaso magnificado. Y frente a la llama de mi tierno recinto, hallo una respuesta más justa y sosegada a mi vida. Huye el acecho que la duda de mi voluntad sufriera. Y en el rescoldo receloso de mi conciencia no perdura ponzoña escondida, ni en el frío íntimo que ahora me reprime rumores hostiles oculto. Raigambres sustento de un nuevo alimento. Efluvio de unción matinal en mi postrer promesa difundida. Y mi silencio se alarga. Pero posee plenitud y equilibrio. La presencia del mar es definitivamente mi conversación inseparable. Mi primera mañana en la tierra. Y tras él escapan mis sueños como en un oasis de misterios. Mi memoria no vuelve. Jamás habrá de temer ya los presagios adversos. Me limito a ser una forma. Un acoplamiento ocasional y perecedero a esa ondulante sustancia de aguas verdes. Y aunque en el espacio informe mis ojos se desorienten, el mar me fecunda nuevamente. Es mi protector amanecer rayado de luna, mi vientre materno. Superviviente laberinto del recuerdo. Mi escritura secreta en el Oriente de mi término.


Hasta mi revuelto vergel hibernado se llega, rota y mojada, la fría niebla. Sepulcro embalsamado de la brisa, caprichosa espiral insondable que absorbe la lejana marea de mi playa, malhumorada y lúgubre, entre cuyas olas grises el invierno cabalga, sajándola con sus lanzas. Ahogados en la bruma, en su intento de ver, mis ojos se insinúan, como si se arrastraran esperanzados sobre la distante arena. Pero el hueco oxidado de mi choza, ventanuco que una vez orlaran los lirios, perdió su densidad verdosa, el fermento florido de su estela. Y tras ella, en su mezquina oscuridad, no existe ya altar ni ofrenda. Tan sólo el sueño moribundo de su envejecido centinela. Trae hasta mí la hojarasca convulsa su eterna fábula. Y la última nube azul su extraviada y gélida orla. Perdí el oro del poniente y la mirada inocente de mi luna. Declina hacia la inanidad mi vejez de profeta. Y el viento, vigía insomne que rehuye las tinieblas, muere ante mi puerta. Pero el mar es mi memoria. Y el viento juguete de los dioses. Y aunque Gea y Cronos me sumerjan en su noche, me dejo acunar por la intensa luz de mi vida, sin temer a la verdad que envejece. Y de mi asiduidad peregrina, que hoy muere, aún arranca un ilusionado impulso de poeta.


Así volará sobre el perfume marchito de mis caminos el grito de las gaviotas. Y me acogerá la atmósfera inquieta como a un espectro de hielo. Mi imagen querrá rehuirme, resignada, inexpresiva, coherente con la irónica herida disimulada de mi último duelo. Sé que la proporción y el ámbito jamás me serán restituidos. Y como bálsamo único, aún poseeré la vanidad del solitario, la que me llevó a chocar con el mundo. Si arrastrarme pudiera, yo me deslizaría afanoso, como ave sin graznido, por entre la luz espectral de aquel limbo poblado tan sólo por los lejanos cadáveres de mis reyes destronados, de mis dioses fulminados, que acosarme desean poblando el borde de mi sueño con sus estridentes alaridos. No comprenden que mi oído ya no se confunde en su mentira. Que busco el descanso. Que, como el fuego, me quedé desnudo, enardecido en la llama mística de mis himnos. Y que devorar ya no pueden la serenidad marchita con que me acogiera el dilatado manto, esa ofrenda acrisolada, incomensurable, de mis mares míticos... Cuando Orión, el insinuante gigante rubio, descabalgue, haciendo temblar mi choza y despidiéndome con un murmullo, quedará mi cuerpo dormido y acurrucado como un perro en el suburbio. Y completada tal persuasión, llegará hasta mi puerta una mano tímida, un susurro de inocencia teñido de rojo, una mirada furtiva sin llanto, sin enojo. Un alba melancólica, con el oro cálido y viejo de sus dádivas, dibujando en sus etéreas mejillas enjambres de luciérnagas apasionadas. Y Caronte, como una caracola oculta, me aguardará tras el horizonte de mi embarcadero. Librados de su oscuridad mis huesos, yo me alzaré lentamente, sin pánico, para costear un lago de zafiro. No me convertiré en el pájaro perdido, que, chapoteando en el fango, bate lúgubremente sus alas sin respiro. Yo tengo mi barca y mi remo. Y fui siervo que se humilló frente al trono marino. Y aunque Caronte posea su niebla, su lago negro, yo habré de navegar vestido de lino. Viejo y descalzo, pero como brisa vivificante entre los trigos. Un instante más. Y sin el rigor ni la pompa de los ritos, ya liberado en mi barca, me escoltará un paraje más abierto, un nuevo dibujo de islas entre el silencio. Y brotando del agua, entre cañas y juncos, mi fiesta helénica se purificará en un nuevo equilibrio. Y sin vestido, sin sandalia, con mi cayado, me acogerán columnas y jardines de un tiempo que dura siglos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario