domingo, 20 de septiembre de 2009

El Eremita II parte -III-





Autor: Tassilon





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EL EREMITA II PARTE -III-


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Tu culto en nada me empobrece. El recuerdo no es mi criatura en pena, ni se para como el lloroso viento en mi celosía. El río de mis palabras, una vez perdido entre presurosas muchedumbres, cobra de nuevo su sentido definitivo y va hacia ti. Y aunque me aleje de los callejones solitarios de la aldea, no soy hombre de luto. Los mártires se corrompen en su encierro. Pero mi libertad vive. Jamás, al rememorarte, puse cerrojos al oleaje de sus delicias. Y en mis evocaciones se abren mis atrios. En la misericordia sonrío. Soy eremita que deja a su paso sonrisas y bendiciones. Y lejos, en el tiempo, aún suenan, de mi templo, sus pífanos y tambores.


Tu aceite purísimo alumbra mi noche con hachos de llamas esculpidas. Una desnuda espada de dolor pretende mortificar esta inocencia. Huí de mi templo cerrado, de los yelmos y picas de los legionarios. Y no busco elogios de divinidad ultrajada. Soy como el efebo de los cuentos, que alza al óvalo del cielo sus ojos. Viña de luces, brocal de pozo plateado. Y vivo a la sombra tenue de los olmos y de los parrales retoñados. Como fámulo de la penitencia renazco. Y para mi consuelo, evocar suelo aquellos lienzos rizados cuando al aire se abrían, y aleteaba el címbalo. Refluye mi deseo por los muros del silencio. Pero no quiero para mi piel el unto de las lámparas. Existo sin nimbo. Como apóstol del lustraciones.


Tu legado me acerca al día prometido. Nada me aflige ni a nada temo. La brisa que arriba hasta mi choza crepita de risas y besos. Me recibe la luna bajo los olivos de plata. Y entre los cipreses de ruiseñores proclamo mi alborozo, porque del tiempo regado con sangre salvé mi ermitaña liturgia de eternidad. Frente a las pompas del mundo muero reposadamente. Y cuando observé interrogaciones ávidas y celosas, no vi más que llamas negras en los atributos y ornamentos pueriles de la aldea. ¡Ojos que estaban llorando! Arca de piedad y consuelo son mis pensamientos, aunque con receloso furor me rehuyan otros ámbitos. Pero yo penetro los secretos. Mi mano se tiende como una paloma, aleteando como el hijo perdido, de despedida en despedida.


Tu tierra de tradición me abre al firmamento místico. Ya no temo las discordias, ni me creo menoscabado por las censuras, ni participo de las abominaciones. Mi tiempo no tiene medida. Poseo la quietud de los olivares entre tierras rojas. Y mis altares se alzan a la sombra de los tabernáculos de enramadas tiernas, hacia donde sube el azul del mar. Y en mis dulces recodos monásticos se tiende un estremecido y reverente vuelo de palomos. Anacoreta del Oriente que en su pastoral choza canta sus primitivos siglos de idolatría. Y reanudo en el recuerdo mi desnuda sensibilidad, acariciando la gracia única de cada instante sencillo. ¡Alegría de mis mañanas en las que adivino el término de mi jornada! Ya al dolor no temo, sino al error. Llegaos a mi aposento claro, fresco de alberca, y donde truena un molino de palomar. Da mi ventana al huerto. Mi camino al mar. Y sentid mis labios, mi mano amplia. Poseo la palmera del júbilo. Y no vago en una negrura de caridad contenida.

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