lunes, 13 de julio de 2009

La llave del Paraíso






Autor: Tassilon-Stavros






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LA LLAVE DEL PARAÍSO


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Del edificio es poco todo lo que se diga. Y de Trini Batanero Borromea, la portera, todas las lenguas eran auténticos triquitraques hablando pestes de aquella especie de madre priora que rondaba por su convento escaleril como si el humo de los años le hubiera llenado la lengua de ese sarro doméstico que impregnaran de mala leche las tisanas que, antaño, resultaran olorosas y debidamente endulzadas por el azúcar de una respetuosa convivencia. Era una mujer bajita y regordeta, de ojos sesgados, tirando a felinos, nariz algo achatada y boca apenas entrevista, aunque bien oída siempre, allí plantada, en un rostro redondo y descolorido. A los cardíacos se les recomendaba no buscarle las cosquillas, porque la vende mortajas aquella tenía un sistema nervioso a prueba de bombas, y como afamada bronquista, que siempre tenía a mano un buen buche para aclarar la voz (relegadas las tisanas, le daba ahora al morapio más de la cuenta, ya fuera tinto o clarete), era capaz de mandar al "patio los callaos" al primer inquilino que pillara vivo. Y sólo por seguir y no parar de pegar la pelma al vecindario, como halcón en su hornacina, tenía tal capacidad para captar todos los murmujeos que contra ella se dirigieran, que la torva Trini acababa por recordar al "Clauderains" del "Fantasma de la Ópera".

Era Trini, aunque esté mal decirlo, como una morueca de malaúva, de ésas que se arrancan sin avisar, para mejor cazar a todo dios desprevenido. Los vecinos, entre los que se hallaba mi abuela, decían que, aunque había sido guapetona en su juventud, siempre había tenido cara de gatita desconfiada, tirando a mala y arañona. De joven, aquella áurea Cibeles madrileña, (que ya padecía, al parecer, epilepsias de deificación bronquista), luego suplente de sereno o lo que fuese, había matrimoniado con un tal Renato Bermejo, un bobón con voz de barítono, al que conocían por el Caruso, y que, creyéndose que eso de la zarzuela era como coser y cantar, revoloteó por los escenarios populares madrileños de antes de la guerra. Y tanto entusiasmo le puso al Género Chico, que acabó echándose encima arrobas de obesidad, malcomiendo los potajes de garbanzos y habichuelas con que Trini, muy orgullosota de él, le llenó de pompas y vanidades su famositis. El Caruso, hecho un mazapán toledano, sobrevivió al calendario zarzuelero durante dos temporadas. Luego, más glauco que un membrillo de Puente Genil, cascó de un dolor de barriga en pleno escenario, mientras le daba al pífano con el "Dúo de la Africana" (se conoce que para no desmerecer de su tocayo italiano, a quien también le dio el "flato in extremis" entre las tablas, y con cuyo pseudónimo, finolis y dulzón, anduvo rejoneando sus "dos de pecho" el flautero Renato por las fiestas de San Isidro, dicen que metiéndose bajo el sobaco las tendencias entusiastas de la afición madrileña).

Trini se quedó en ese estado antinatural de la mujer, que es la viudez, tan poco sosegado e incómodo. Además, al Caruso, presionado por la zambomba zarzuelera, no le dio tiempo a preñarla. Los hombres suelen ser muy poco duraderos, porque cuando no es la próstata o el estómago, se le viene encima otro bardajiflautas que arma la trapatiesta tendenciosa del militarismo golpista, monta un ¡Gora España!, y acaba apolillando a todo dios con una Guerra Civil.
Y el Caruso que, por suerte para él, la palmó con la Africana, lo mismo la habría palmado, ya fuese en Infantería, Intendencia o Artillería, merced a las perdigonadas cañoneras que desde las latitudes más o menos remotas del Guadarrama, ¡qué revuelto mundo aquél del Nacionalismo!, andaba repartiendo sobre los Madriles el Caudillo (amortajador y embalsamador de la insurrecta y gloriosa Taifa Republicana), y agujereándole el documento nacional de identidad al octaviano y librecambista, defensor de los derechos del hombre, y, por supuesto, bienaventurado pueblo, ya fuera de la Capital y Corte, o de Alcorcón de los Descarríos.

A Trini, aliescurrida y malparada también tras la guerra, se le vino más de una vez a las mientes la amada voz de su Caruso, que a buen seguro, revestido por la gloria de su bandera tricolor, no habría dudado en entonar aquello de: "¡¡El Paco del Ferrol cañones trajo al Guadarrama, aire matarife y sutil que a los madrileños casca, pero sin apagarles el candil!!"

Sin desdoro para la perseverante y cominera historiografía, inclusera y de buen conformar, que retratara al no menos honroso gremio porteril de la época, las rumiaduras sinuosas y agrestes (en lo tocante al carácter) de Trini, con el añadido del mal vino, no resultaban el mejor remedio en la marcha del progreso autárquico de posguerra española (¡algunos aseguraban con optimismo que "irrefrenable"! ¡No te joroba aquí, el Paco!) Andaba ya Trini por los cincuenta y algo. Solitaria y molinista (por aquello del erre que erre), hecha una torionda rijosa, como dije, bien empaquetada en su garito de portera, minifundio y monopolio de una de las tantas necrópolis vecinales con que la ira sarnosa que conllevan las guerras habían hecho estragos y puré en la maltratada ciudadanía que había logrado sobrevivir a la evolución de la especie y de las instituciones del régimen del ¡hip! ¡hop! ¡hero!, ¡derecha, izquierda derecha!, instauradas, tras la Victoria, (¡menuda leche!), por el Fulano del Ferrol.

A Trini Batanaero el hipo de la caridad y de la condescendencia se lo arrebató, con toda probabilidad, la muerte de su Caruso, la Contienda Civil, la hambruna, y el tinto. Algunos ratifican que la perseverancia carcelaria de la portería, lo mismo que el vino de garrafa, hace a la gente muy déspota y marimandona, o bizca y tuerta, de tanto bojear por las costas del vecindario. Pero a los inquilinos, hartos ya de escuchar "La del soto del parral", toda esa farfolla cogitativa (y más en canijas épocas de represión, estraperlismo y "pelandusqueo") se les daba una higa.

De la "señá" Borromea, su madre, que también (cuentan las lenguas de doble filo) enterrara entre rebufes de "triunfadora espada conyugal" al alma de cántaro del Batanero, su marido, había heredado su hija Trinidad el envoltorio del garito porteril y todo lo que su mandato conllevara. Aunque más le hubiera valido hacerse con el minifundio de un puesto de castañas regentado después por su madre, porque las castañas asadas andaban por aquellos malhadados cuarenta por las nubes, y en su venta, por muy fondona y escandalosa que fuera la castañera, aparte el beneficio, no tenían cabida los conceptos ofensivos de vocabulario que como espada de Damocles planeaban con aires de tragedia sobre Trini.

Y es que las ínfulas de dueña y señora del edificio que gastaba nuestra portera (bueno, de mi abuela) eran de lo más insufribles. Que andaba ella muy en plan señora Danvers (aunque, con toda probabilidad, la mujer no hubiese visto en su vida la película de "Rebeca"), ganándose, como es de cajón, el encono y el aborrecimiento de todo el vecindario. Si bien aquello no pareció importarle nunca demasiado. Las psicastenias porteriles, de vandálicas resonancias en aquella época de tanto despotrique enfermizo, siempre permanecerán, pues, en el misterio. Trini seguía, sin que nadie lograra explicarse bien el porqué, confabulándose al totemismo infernal de cuanta invocación diabólica atravesaba su mente y clamando por la hecatombe universal cada vez que se le pisoteaba la escalera recién fregada, en especial los días de lluvia. Y gozándose en su inexplicable veneno rabisalsero (¡vayan ustedes a averiguar la peculiaridad cáustica de cuanto bichillo incordión rompía de continuo, allá por sus interioridades, el equilibrio ético de aquella extrañísima mujer, hasta lanzarla a esa constante de amargura y acritud que siempre esgrimiera su carácter!), tras cornear a todo quisque con mal entendidas y peor administradas autoridades, empachadas de un histrionismo populachero hambriento de entremeses cervantinos, y, para más inri, sin ofrecer un mínimo de soluciones, toda ella hecha un auténtico "pudding" de fementida dicha, cada vez que cualquier vecina le iba con el particular de la desaparición (cosa muy frecuente, por desgracia, en aquel conflictivo tiberio casi medieval) de alguna sábana, funda de almohada, camisa o calzoncillos de los tendederos de la azotea.

-¡A hacer puñetas, chicas!- Exclamaba la muy macaca- ¿No queréis ir todas a la vez a tender?, pues a fastidiarse, ¡qué leche!
 
 



La mayor parte de los follones, como ya os podéis imaginar, se organizaban casi siempre a causa de la dichosa llave de la azotea. Y es que de castigo era conseguir el acceso a la misma cuando a la muy doña se le cruzaban los cables de las greñas que peinaba; y cual fiera apocalíptica de engrifado moño, insistía en que los tendederos estaban a tope (unas veces era verdad, otras no), y que allí no entraba ni Dios hasta que alguna vecina los vaciara "con todo su papo". Actitud ésta que mantenía hasta extremos de total empecinamiento sin que fuerza capaz la hiciese bajar del burro.

Tenía un pequeño departamento en el último rellano, frente a la puerta misma de la azotea (aquella problemática azotea de la que ella parecía estar enamorada), y un cuartito o garita de portero (desde donde fisgaba a placer) abajo, en el zaguán. Todas las trifulcas solían tener lugar en el citado último rellano. El griterío que allí se organizaba era digno de cualquier gallinero soliviantado. Gallinero que, tal y como era de esperar, acabó por erigirse en una especie de altar o ara pagano, glorificador de encrespadas bravuconerías, cuyo ritual virulento, nacido entre el borboteo encolerizado de mil picoteos infames y tremebundos, clamaba por el más risible, grotesco y casi sugestivo reparto de hostias que imaginarse puedan. En la opereta folletinera de dicho inmueble la muy marimandona de Trini, con trompetera voz de soprano, se agenciaba el encabezamiento del "starring", instituyéndose en "prima donna" de todo el sarao. Y allí me tenían al grupo de encorajinadas mujeres con sus barreños de ropa, los brazos en jarra, a la espera de que la desconsiderada tiple, jacarandosa estrella del "show", hiciera su aparición con el morrillo rugoso y con la llave de la azotea en mano.

-¡Ya era hora, coño!- Hacía su entrada la masa coral.

-¿Qué pasa?- Lanzaba su primer aria la chula.

Un batón de color indefinido subía y bajaba en desniveles inadmisibles desde escote y pechuga, pasando por rodillas y corvas, hasta las mismísimas pantorrillas, y los botones y ojales se deban de tortas para ponerse de acuerdo.

-¿Qué va a pasar?- Se asombraba el coro- ¡Que queremos la llave de la azotea "pa" tender!

-¡Pues no hay llave ni hay azotea!- Cortaba por lo sano la paticorta de la soprano. Y como gorgorito final les soltaba su finolis-: ¡A hacer puñetas!

La exaltación coral no era para contada. Mil brazos surcaban el aire; mil desgarros sonoros se desperdigaban por todo el ámbito escaleril. Más de una ilustre fregona se sentía embargada por el deseo de arañar a la hostil y espartana "prima donna".

-¡Pues la va a abrir!- Cantaba una, con el gollete de lo más estirado- ¡Tenemos que tender! ¿Lo oye?

-¡Pues no la abro, qué leche!- Respondía la follonera de la soprano, cada vez más pequeña y matona- ¡En la azotea no entra ni Cristo hasta que algunas de las marranas (epíteto onomástico con que doña Trini gustaba designar a toda la vecindad femenina del edificio) que tendieron ayer no suban a por su ropa! Los tendederos están hasta los topes, y como muchas de vosotras tenéis las manos largas, ¡no quiero que luego hayan sorpresitas!

-¡Será bruja, la tía!- Se enfurecía el orfeón- ¿Pues no nos está poniendo de ladronas, encima?

-¡Abra de una vez, tía pajolera!- Se desgañitaba otra de las del coro. Y ya las manos se escapaban en busca del pelaje opositor.

-¡He... he dicho que no la abr... o, y n... o la abro!- Se reafirmaba con toda la cabezonería del mundo la "tiple Triniá", con tanto gorgoriteo tartajoso que parecía que se atragantaba con la "r" y con la "o".

El reguero de pólvora abrasaba lenguas y gaznates. Los gallos cortaban los resuellos "cantaores". El coro y la soprano se perdían en un galimatías vocinglero de lo más tortuoso y canallesco. Y, a lo lejos, como apabullantes amagos de tormenta, cual una "Leonora Beethoviana", sonaban preventivas trompas de cacería. La escena se hacía sofocante. Y en los palcos y ventanales que daban a los rellanos, el público se exaltaba y comulgaba con el drama. ¡La tragedia empezaba a mascarse!

Y cuando la cosa parecía quedar ahí; cuando la tiple se ufanaba ya entre los imaginarios perfumes del éxito y soñaba con los laureles de una nueva victoria para sazonar sus potajes flamencones, ¡ah, señoras y señores!, en un día memorable, que vino a romper la monotonía folletinera de aquellos reestrenos de serie "B", de los que ya todo dios debía estar hasta el gorro, hete aquí que, de entre la comparsería indignada, surgió una esplendorosa voz, prácticamente desconocida, la cual, disputando el trono a la diva, hija de ensueños y utopías porteriles, de las de "aquí mando yo, y a ver quién es el guapo que me afeita el bigote", más propios de los tiempos en que "El Cid era cabo", ... a lo que iba, se lanzó sobre la dicharacha como un zurriago vengador, aureolada por el nimbo reivindicador de tanta equidad maltratada y de tanta chulaponería felona:

-¿Que no nos dejas tender la ropa?... ¡Maldita sea tu estampa, so hija de la real...!- Rugió entre aspavientos mil y una nueva sarta de rijosos ternos- ¡Ahora mismo lo vamos a ver!...

Se trataba de una tal Dora, fiera de mucho trapío y ¡arrea candela!, audaz y grandota, con la mano pronta y más genio que Jantipa, recién llegada de los lejanos verdores andaluces. Y ansiosa por arrancarle a Trini los canosos pelos "horquilleados" y condecorarse con verdugones justicieros a lo "Guerrero del Antifaz" (tebeo de multitudinario éxito por aquellos malhadados días), se lanzó de un salto sobre la portera, entre la general rechifla de cuantas amas de casa allí se hallaban esperando. Luego le soltó cuatro meneos bestiales en plan "paladina enardecida" de romancero medieval como ya se dio a entender.

-¡Chúpate ésa, so sargentona, que ya nos tienes muy hartas!

Trini afrontó los metijones de Dora y las chuflas de todas las vecinas, bramando como una energúmena, todo hay que decirlo. Sus ojillos de gata cobraron fulgores de pantera, los cuatro pelos se le erizaron, y las arrugas del rostro, a causa del fuego que las abrasaba, semejaban estrías fulminosas.

-¡¡Aquí la única que está harta soy yo!!- Se voló definitivamente Trini- ¡Pero harta de vosotras!... ¡Harta de veros cada día y de aguantar vuestras monsergas de legañosas!... ¿Queréis la llave de la azotea? Pues, ¡¡una y mil leches!!

Y tras apoyarse un instante en el pretil de su rellano (pretiles que, como balconadas de los descansillos, oteaban, superpuestos, el amplio hueco del portal), se lanzó al vacío, siempre en posesión de la torturante llave, oprimiéndola sobre su corazón como si se tratara de la llave del Paraíso.

El postrer sonido que de Trini percibieron las espantadas vecinas fue como una especie de aullido, o una risotada siniestra de furor tan descompasado como inescrutable. Era como una hidra que, arrebatada de orgullo, abusara de su trofeo; bárbara victoria final incluida. Y que al cabo de tantas decepciones, como si la vida mortal le pareciese ya de lo más lamentable, un campaneo poco esperanzado y siempre desafiante, ("para qué tanto descrismarse en trabajar, si, a fin de cuentas, los pobres no somos más que unos "desgraciaos", máxima exasperante ésta con la que solía exponer más de una vez su desencanto y disconformidad con el mundo que la rodeaba en anteriores enfrentamientos con el vecindario, fuera por un motivo u otro), hubiese preferido inmolar su espíritu, recurriendo, antes de rebajarse a tanto pisoteo barriobajero, a la más feroz y devoradora de las penitencias: la de la muerte.

Algunas vecinas juraron después que, más que risotada, fue el de Trini un sollozo rugiente, un llanto de infelicidad que acabó dispersándose en el fondo brumoso de su lastimoso imperio de ira, desesperación y pesimismo como el viento barre las nubes.