viernes, 3 de julio de 2009

A-que-te-mato






Autor: Tassilon-Stavros






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A-QUE-TE-MATO


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Diego era lo que se dice un golfo. Un golfo en toda la acepción de la palabra. Apodado "A-que-te-mato" por el xilofón constante de sus amenazas a toda la chiquillería de la calle, era aquella la autopsia poco amable de su carácter violento. Cruda acepción delictiva con que el titubeante cuño de nuestros mayores suele estampar a menudo la bizquera omnisapiente de sus atributos potestativos y fatalistas, entre evaluaciones de muy escasa generosidad y equilibrio un tanto inmisericorde.


No se trata con ello, (bueno será aclararlo), de ofrendar una equívoca y ambivalente imagen de aquel mundo adulto con su porte riguroso, algo destempladillo y moralista, y por entre el cual, para qué negarlo, nuestra infancia anduvo seriamente comprometida. Ni mucho menos descorrer cortinajes de teatrales escenarios con montajes dramáticos que alumbren un rígido y desorbitado universo autoritarista a lo Charles Dickens.

Pero, por aquello del "donde dije digo, ... digo Diego", no estará de más cierto generoso análisis aclaratorio tendente a reivindicar motivaciones que, por idéntico concepto, suavicen, en parte, tan abominables comentarios estimativos como los que presidieran el comportamiento de mi desdichado amigo de infancia. Apasionadas preconcepciones que, de fijo, encadenaran quejicosas consideraciones preventivas, por medio de las cuales sus mayores, en ese su cometido moderadamente adoctrinador y de ética enfundadura con que todo "educando" se supone ha de ser más o menos favorecido, le acogotaron más que le ampararon. Con todo y ello, conste que pretensión alguna se inclina aquí a justificar, ni mucho menos aplaudir, los estímulos exagerados que promovieran los derroches endiablados de su inventiva, ciega entusiasta de irreflexiones, propias del doloroso desafecto por el que su niñez discurría tortuosa y perdida.

Diego, es bien cierto, no gozaba de un estamento familiar mínimamente armónico. Broncas e injusticias, guantazos y tundas sin cuento eran los únicos argumentos que zarandeaban, por lo común, con su calaña censuradora, todo estímulo en aquellos sus primeros años. Una total falta de cariño había convertido su infancia en aquella especie de boya desarraigada y a la deriva con la que nuestro ingenuo apandilleo entrara en contacto. Su madre murió al nacer él. Hijo único y criado por su abuela materna, ya compareciente en el reino de los bienaventurados, su padre se había vuelto a casar con su cuñada, viuda a su vez y sin hijos. Era su progenitor hombre hosco, violento y severo hasta límites inaceptables, aunque fuese de todos bien conocida su faceta de incorregible juerguista. Su tía y ahora madrastra resultó ser una encarnizada arpía e inflexible persuasora de la intransigencia paterna, y que, no sabemos por qué, abominara siempre de aquel perillán hijo de su difunta hermana. Lenguas de doble filo hablaban de un pasado presidido por ciertas desavenencias y aversión entre ambas hermanas. De cuanta desfachatez charlatana, autoritaria y embustera, partiera de semejante boca es obligado dar fe. Y así brindaba ella, tan guapamente, el fraude folletinesco de un rencor nunca aclarado, lanzando a los cuatro vientos, con toda su mala voluntad, la leyenda malevolente del golferío sin cuento, del ingrato despego filial, y de las odiosas chifladuras que atribuía al pobre chaval, imposibles de embridar, por mucho que ella y su paciente (y jaranero) marido se obstinasen en enderezar.

Que Diego aborrecía a su padre y a su tiorra-madrastra no hay para qué decirlo. Y que en aquel juego de infamantes desamores en que se hallaban enfrascados se fusionaban auténticos huracanes de violentísimos rencores, en evangelio se erigían ya por lo sabido. Miserablemente alimentado, y peor enjaezado, huelga toda descripción del desastrado aspecto ofrecido por mi pobre amigo, habida cuenta la mal concienciada solicitud con que le acogía el irritable ámbito "parental"

De dónde naciera la idea o cómo su caletre, arropado en la desidia de aquel despreocupado trajín vivencial de su entorno, pudo incurrir en tan inaudita inventiva, es algo que nunca lograré averiguar. Lo que si está claro es que la inquietante fascinación que irradiaba aquella audacia apasionada con que A-que-te-mato nos daba ciento y raya a cada uno de los componentes de la pandilla, lograra en más de una ocasión involucrar voluntades no siempre predispuestas a identificarse con el chisporroteo poco recomendable y un tanto pernicioso que su mala fama despedía. Y ese extravío curiosón fue el que motivó nuestra contribución a la monstruosa manufactura de una auténtica bomba con que A-que-te-mato embelesó el germen aventurero de nuestra infancia. Cómo llegó hasta sus manos tal cantidad de potasa cáustica, maloliente azufre y carbón molido, mezcolanza requerida en tamaña manufactura, fue un misterio más de los muchos a que la impenetrabilidad de su talante ya nos tenía más bien acostumbrados.

Cita de auténtica apoteosis, de la que no hay que descartar cierto "bouquet" novelesco de oculta facción masónica, fue la que unió a toda la pandilla en un solar tapiado cercano a nuestras viviendas... Ya la pulverizada mezcla adquiría el tinte cenizoso aportado por los colores que en ella intervinieron: blanco, amarillo y negro... Ya la cuantía obtenida provocaba en el corro allí compareciente auténticos escalofríos de satisfacción. Embutida y prensada en un enorme recipiente de aluminio que amplias láminas de papel de periódico engrosaban, en redondeado arropamiento, a fin de proporcionar el orondo perímetro que nuestro imaginado proyectil requería, el terrorífico artefacto fue aposentado en un espacioso círculo pedregoso a lo "Stonehenge" entre la palmoteante aplicación cooperadora de la pandilla.

Como era de esperar, A-que-te-mato, estratego arrebatado, se responsabilizó de prender la emplazada mecha, cuyo siniestro designio acometía ya la chiribita de su llama relampagueante, mientras nuestros corazones palpitaban desbridados, protegiéndonos entre las breñas del campo abandonado de la barruntada y amenazadora explosión, próxima a ser experimentada, de aquella granada de casera manufacturación.

-¿A que mato al barrio entero?- Había augurado el muy zascandil y zampatortas de Diego.

El horrísono estallido lanzó por los aires las esquirlas de retorcida aleación alumínica que compusiera el recipiente, al tiempo que el círculo pedregoso se disparó con tan bestial rebotazo que varios de entre nosotros recibimos las estampida. A uno la pedrada le magulló un hombro, a otro le desgarró una oreja, cuatro o cinco recibimos un impacto en plena frente, que sangró ininterrumpidamente, y a nuestro levantisco y artificiero A-que-te-mato, que aguardó el reventón con intrépida proximidad, le quedó la cara hecha un Cristo. Algunos proyectiles alcanzaron el atochado de la calle próxima, y el zambombazo fue ampliamente comentado por muchos y espantados vecinos del entorno, ignorantes (por suerte para nosotros) de la significación del mismo. Y aunque, una vez en casa, intentamos atribuir toda aquella hecatombe sanguinolenta a una de las tantas vandálicas reyertas callejeras en que solíamos enfrascarnos a menudo, muchas de las reprimendas paternas y maternas acabaron en tunda. Y en cuanto a Diego, incapacitado para exculpar la diabólica confección del proyectil, ya en boca de todo dios, y consiguiente descalabradura, frente a su inflexible progenitor, siempre aprestado por la detractora escocedura y estimulante frenesí con que su aborrecible tiorra incitara todo vapuleante castigo, ni que decir tiene que fue debidamente recompensado con la somanta de rigor, aunque esta vez ¡de proporciones olímpicas!

En efecto, su padre, holgándose en la soberbia apocalíptica de sus amenazas, que acompañara de sonoros puñetazos y patadas, lo redujo a empellones al silencio tristón de su alcoba, por supuesto acompañado por la gritería gesticulante de la arpía, cuyas manos se engarfiaban en una enloquecida y rencorosa pantomima aleteante. La lengua mortificadora de ambos cónyuges aturullaba fustigante a la alterada vecindad de los pisos anexos, que asistían impotentes al acribillamiento injurioso de aquel par de leones.

Arrinconado A-que-te-mato en un ángulo de la estancia, aguardó fríamente la marcha de sus verdugos. La escopeta de caza de su padre (de la que muchas veces nos había hablado), oculta en los altillos del armario, tentaba su impasible voluntad con el pitón gélido y maníaco de aquel odio acumulado. Oscureció la habitación, arrastrando cuidadosamente la correa encajada de la persiana. Luego trepó como pudo hasta lo alto del ropero, y una vez el rifle entre sus manos, solapando su actividad entre la penumbra helada de aquel aislamiento, se aprovisionó de cuatro de los cartuchos que su padre guardaba en una pequeña caja de munición, que junto a la carabina y el resto de pertrechos utilizados en sus cacerías dominicales se hallaba. Introdujo dos en la articulada recámara de la cañonera, y aguardó todavía unos minutos, sumido en la espesura gélida y errática de su sentencia condenatoria. Se acantonó después siniestramente junto al dintel interior de la abertura de la habitación, sujetando con fuerza la escopeta con su manos derecha.

Entreabrió la puerta con el mayor de los sigilos, oculto por la penumbra que reinaba en el interior de la estancia. El pasillo, al cual se abría, se hallaba desierto. En el comedor, sus verdugos aún rezongaban remoloneantes.

-¡Tía!...- Surgió violenta la voz de A-que-te-mato desde la oscilación imprecisa de las sombras- ¡Tía!...- Sonó de nuevo el grito impertérrito de nuestro personaje.

-¿Qué diablos te pasa ahora?- Profirió recelosa aquélla en el otro extremo del pasillo, asomándose desde el comedor- ¡A mí déjame tranquila, ... que no quiero más contras contigo, desgraciado!... Y a tu padre mejor que no le sigas buscando las cosquillas, porque, como se líe contigo otra vez, no lo vas a contar... eso te lo aseguro.

-¡Cómo vaya para allá!...- Se oyó, en efecto, la voz amenazante de su progenitor.

-¡Tía... he de decirle una cosa!- Insistió A-que-te-mato, siempre desde la hendidura que ofreciera la puerta.

-¡Y éste...!- Masculló la fiera, optando por acudir al reclamo de su sobrino.

Una vez frente a la habitación, una regurgitación de hiel se le vino a la boca.

-Pero ¿qué coño haces ahí, a oscuras?- Inquirió, dando un empujón a la puerta, y estremecida por un desazonador barrunto- ¿Qué andas maquinando, so mamarracho, hijo de Satanás?... Por lo que se ve, ¡aún no has tenido bastante!

Hubo un movimiento súbito, aunque minucioso, por parte de mi amigo Diego.

-¡Le dije que la mataría, puta de mierda!- Exclamó audazmente.

La arpía observó una maniobra chocante y brusca en la oscuridad. Espantada, comprendió que el rapaz trajinaba entre sus manos la escopeta de caza que guardaba su padre. Lanzó un bramido, claramente percibido por su marido. Y, rauda como un lagarto, entre una sucesión de epilépticos alaridos, se echó al suelo. Una detonación ensordecedora relampagueó desde la foscura de la alcoba. El disparo le había destrozado el vientre.

-¡Pero que...!- Corría ya el padre de A-que-te-mato por el pasillo- ¡Hijo de la gran p...!- Su imprecación se quedó a mitad de camino.

Diego había vuelto a cargar el rifle con una premura endemoniada, y, acto seguido, le descerrajó un certero disparo en la cabeza. Luego, la escopeta cayó al suelo y mi pobre amigo A-que-te-mato se perdió en el horizonte cerrado de su huida imposible.