domingo, 21 de junio de 2009

Sombras chinescas



Autor: Tassilon-Stavros



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SOMBRAS CHINESCAS

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Ramona jamás había acopiado más experiencia que la de servir. Indagando por un lado y por otro, se sabía que en su juventud la habían ido despidiendo de todas las casas. Era algo vaga, muy dada a la desidia, anacrónica en sus anhelos, suspirona y mentirosa. Perdidas ya todas las combas de un muy improbable éxito en su vida de criada, ya vieja, fue recogida como asistenta por un matrimonio vecino, de buena facha y bolsillo agujereado, que lo único que no podían admitir en su existencia era quitarse el hipo de ser muy señorones y de dárselas de ilustres próceres dignificadores, bien que algo despóticos, del gregarismo menos proletario en su fase de sumisión frente a los estamentos de castas superiores, muy acordes con aquella contemporánea época de dictadura.


Lo cierto era que la desmarrida Ramona parecía un papón. Ese coco de sainete, algo destornillado de cabeza, cuya existencia tantas veces desasosegara los primeros años de nuestra niñez. Fea a rabiar y simplona, su imagen, por aquellas fechas, se proyectaba cual sombra chinesca sobre un fondo descascarillado, entre la penumbra delirante y recelosa de un presente caduco y amargo. Menguadita y con la expresión alucinada, andaba siempre enfundada en ropones bíblicos y polvorientos, como si viviera inmersa en un sueño de maná, por mor de sus atisbos constantes. No se le recordaba parlería alguna con la vecindad: "Para qué, si la pobre tontucia no cavilaba ni entendía pastelera leche de nada", comentaban por el barrio.
 
Ramona, siendo como era más vieja que Carracuca, andaba generalmente de estampida, brincando como un tití o dando bandazos contra el barandado cuando se plantaba en la calle o regresaba de la misma portando entre sus huesudas manos el cestón de la precarias compras encargadas por sus señores, aquel rancio vestigio ruinoso de patrimonial sedentarismo entre la ostentación perdida o degradado entorno de un inmueble que no conservaba ya, tras la Guerra Civil, ni el distante fausto de otros tiempos. Entre aquellos vivideros bastante desastrados que parecían conservar algo de los días rojos del no muy lejano almanaque de anteguerra, la un tanto furtiva cohabitación esponsalicia del matrimonio, por apellido Cuevas, se diluía entre un vaho de abolengo rancioso e insolvente, como ya se dijo, fúnebremente embalsamado, eso sí, entre pompas de conservadora altivez y estómagos descompuestos; y su conciencia de casta, hecha un auténtico cascajo, por mucha tos recia con que en vano tratasen de engalanarla, se paseaba, desmayada y bostezante, sobre deslucidas zapatillas de tafilete.

Ofreciéndose en holocausto a la aspereza amarga con que la más cruel de las indigencias, en las postrimerías de su vida, llamaba a la puerta, los Cuevas, empeñado ya hasta el mismísimo verbo, ejercían, no obstante, y sin el menor atisbo de renuncia por su parte, autoridad tiránica y huraña entre la vagarosa duermevela de aquellos años postreros. Era el suyo, además, un hermetismo intolerante, despectivo y clautrofóbico que se acantonaba tras el portón tercero del segundo piso, donde Ramona y sus señores, ocultos en su vivienda madriguera, se difuminaban tras la telaraña borrascosa de su aridez. En ellos toda cortesanía vecinal brillaba por su ausencia.

La pobre boba de Ramona, con su pinta de cecina y su cara de estupefacción, vivía, pues, sus últimos años en un puro susto. Sin jamarlo ni trincarlo (bueno, en cierto modo sí) el desvalido adefesio no era sino la propiciatoria víctima en quien supuraba la llaga venenosa y desesperada que consumía a sus señores. Sus mermadas facultades se debatían en una nebulosa de terrores; entre el impuesto pavor de una amenaza constante. Misteriosas trapatiestas recorrían la oculta atarjea de aquel cubil. Gritos horrorizados que ambos cónyuges trataban en vano de aquietar, tras el torpedeo amenazador:

-¡¡Noooooo!!...

-¡Te quieres callar de una vez, desgraciada!- Retumbaba sonora la voz del señor Rafael Cuevas en el silencio del rellano.

Y apenas un leve susurro, la de la señora Mercedes de Cuevas:

-Ya tenemos bastante gritería por hoy... ¿Es que no me oyes, so estúpida?

-¡A la "casa locos" no!...- Se desgarraba el grito de la pobre Ramona- ¡A la "casa locos" no! ¡No quiero ir!... ¡Nooooo!... ¡Yo me mato antes!- Amenazaba luego, en su desespero horripilante- ¡Me mato antes!...

-¡Ojalá reventases de una vez!- Voz enfurecida del señor Rafael.

... Cedía el portón. Y Ramona, corriendo que se las pela, dejaba tras de sí el vendaval de sus ropajes como mantos; la bulla impetuosa de sus miedos.

Y tras ella surgía el señor Cuevas escupiendo la lumbre caliginosa de todo aquel incierto rescoldo conminatorio, mientras su esposa, oculta por la bruma en que se difuminaba el interior del apartamento, rebullía agoniada en la prisa y la repugnancia de los acechos provenientes del exterior:

-Cierra... Cierra de una vez. Y déjala... Ya volverá cuando quiera.

¿Y dónde creen ustedes que Ramona hallaba alivio a la desnudez de sus miserias? ¿Dónde el designio cenagoso de su destino se reclinaba en el sosiego de una inesperada generosidad y comprensión?

Ramona enfilaba como una flecha la amplia acera que bordeaba la adoquinada avenida, cruzaba manzanas, y en cuatro o cinco zancadas, inimaginables, como ya indiqué, por la edad que vestía y calzaba, desaparecía de nuestra vista en menos que cantaba un gallo. Era el suyo refugio de casi nadie conocido, cuya menguada pinta se acogía al amparo de una enorme acacia que ostentaba el torreón de su exuberancia en la confluencia de dos amplias calles no muy lejanas de su vivienda: un oscuro quiosquillo pobre y trabajosamente montado a base de viejas chapas metálicas, que conformaban su aspecto cuadrangular. Mezquino puestecito sobre el cual se desbordaban los pletóricos ramajes de tan gigantesca acacia, inundados de nemoroso verdor, y por ese albo bordado oferente de su florecillas.

Era tal la profusión con que la enramada esparcía, en aquel su vigoroso renacer primaveral, la gracia de su torrente verdeante sobre el quiosco, que el mismo, en la luminosidad esplendorosa de la estación, cobraba matices de templete, ondulando como una visión de pérgola a través de la colgandera y densa pedrería con que el sol era tamizado y los ramajes desnudaban la dádiva tentadora de sus festones y recamados.

Rebullía en su interior una dulce anciana, conocida por "señá" Francisca, arrugadita y desdentada, borrosillo el rostro, que enfundaba en negro pañolón, fuese verano o invierno. Oscuros ropones vestían su enjuto cuerpo, que el laminado del puestecillo ocultaba. Asomaban sus ojos, ribeteados de rojo, entre los tarritos de chucherías: anises, caramelos de todas clases, castañas pilongas, pipas de girasol, palomitas de maíz, garbanzos duros, fuentecillas de chufas y altramuces, cajitas de citrato Zara, chicles,... despidiendo el fosfórico repaso inquiridor de sus miradas desde la encuadrada trampilla en sombra.

Pues, Señor, en aquella angostura tristona era donde hallaba refugio y socorro a sus tribulaciones la acongojada y medrosa Ramona. Y allí, al calor comprensivo de la "señá" Francisca, como araña aplastada bajo el desamor de sus señores, le soltaba, tras sus cada vez más frecuentes escapadas, valiéndose de una entrecortada jerga, toda la torva asechanza de lo que le esperaba al volver a casa, mientras el tono conciliador de la dueña del quiosco trataba de suavizar la sombría desolación, doliente y aterrada, con que la vieja asistenta de los Cuevas enarbolaba el retrato de cancerberos en el que permanecía estampada la honorabilidad entronizada y cruel del matrimonio, convirtiendo sus días en un cementerio de desamor, incomprensión y exigencias.

La flaca Ramona, ya con mirada de perrito abandonado, toda ella sin porvenir, pero ilusionada en la confidencia de su ocasional bienhechora, como convidada a la parada del calvario, parecía una iniciada en la sacristía de su pequeño templo clandestino.

-¡Anda y entra, mujer!- Exclamaba la "señá" Francisca atisbando sus revoloteos de mustia tórtola alrededor del quiosco, abriéndole la trampilla o portezuela que se abría en uno de los lados- Y acurrúcate ahí como puedas, en la banqueta.

Y allí me las tenían a las dos ovilladitas en el reducido perímetro interior del chiringuito, aunque la figura menguadita de Ramona apenas si era visible desde fuera.

Ignoro si los señores Cuevas llegaron a conocer alguna vez la existencia del tal puestecillo y a la dueña del mismo, así como los cauces por donde discurriera el nacimiento de amistad tan singular, capaz de fomentar aquella caritativa inclinación por parte de la quiosquera hacia tan simplona y ridícula estampa como conformaba la vieja asistenta del huraño matrimonio. No descarto la posibilidad de que tal apego entre ambas ancianas tuviera su origen en una marcada inclinación herbolaria a la que, tanto la una como la otra, eran, al parecer, muy afectas. Y más dándose la circunstancia de que una parte del negocio que detentase la "señá" Francisca consistiera en la expendeduría herborista, conocimiento en el que la buena mujer era ducha como pocas, y cuyo obsesionante y módico consumo (al que se sumaba, imagino que por medio de su sirvienta, según ligeras referencias, la señora Mercedes) arrastraron con insistente perseverancia a la desconsolada Ramona hasta el quiosquillo de su afección.

En efecto, distribuidas (al igual que las chucherías) en tarritos de cristal y alineadas en dos anaqueles interiores, ofrendaba la "señá" Francisca todo su muestrario botánico (de cuyo conocimiento, dicho sea de paso, no anda uno muy sobrado), y entre cuya atractiva disparidad no dudo que sería fácil hallar, por citar alguna especie, la emoliente malva, el balsámico eucalipto, la olorosa retama y juncia, el aromático hinojo, las medicinales camomila, poleo y ruda, y las archiconocidas tila, valeriana, tomillo, romero, la melisa, el ajenjo, el heliotropo, etc. etc.

Fue precisamente una de aquellas tardes, allí compareciente un servidor, (inscrito cual tenaz consumidor de chucherías, en el infantil padrón de la golosinería), y mientras el sol se desvanecía por entre las remotas distancias con que el horizonte ciudadano encadena sus límites sin fin, y la angostura opresiva del chiringo se iluminaba ya con la llamita amarillenta de un par de bombillas, cuando descubrí a la pobre Ramona apretadita en un rinconcillo del quiosco, disfrutando del encubierto sosiego que el mismo le brindaba.

-Ramona, vete ya, mujer.- Se dejó oír la voz de la dueña del quiosco, al tiempo que yo enumeraba mentalmente las posibilidades adquisitivas con que las escasas monedas que apretaba en mi mano derecha podrían surtirme-... Vete ya, chica, que tus señores te van a armar la de Dios es Cristo... Anda, mujer, y no te hagas más la remolona.- Rogaba finalmente.

-Un poquitirrín más, "señá" Francisca.- Sonó, entrecortada, la cascada voz de Ramona, sumida en la penumbra del rinconcito.

-Déjate de poquirrininis ni de otras peinetas, Ramona, que es muy tarde, chica. Y yo tengo que cerrar el quiosco.

Y Ramona, surgiendo como la triste sombra que era, sumisa al igual que un niño despechado, obedecía a su benefactora amiga.

-Hasta mañana, "señá" Francisca.- Se despedía ya con hondo sentimiento, codiciosa de su refugio, respirando ahogadamente, y acometida de nuevo por el trastorno de sus miedos- ¿Vengo mañana también...?- Rogó aún la menesterosa Ramona.

-¡Huy, no hija! Mañana otra vez, no.- Exclamó de inmediato la quiosquera- Pero no ves, mujer, que aquí no nos podemos revolver. Descansa unos días, chica.

Y observando la mirada desolada de la otra, añadió luego dulcemente:

-Bueno, ya veremos... Anda... anda, que menudo peine estás hecha, hija... Pero vete ya, chica... ¡"Cuidao" que eres molondrona!

Y Ramona, apocadita, presa de aquel desvalimiento medroso, con amarga resignación en sus ojos, emprendía el regreso al piso de los Cuevas, obediente al ruego de su amiga, mientras sus andares zancones, cual si hollasen terreno pantanoso, se dejaban atrapar ahora por un premeditado e inusual ralentí, retrasador de su vuelta a casa.

La torva regañina con que la pobre huida era recibida, por más que la señora Mercedes tratase de solaparla, era claramente percibida por el resto de los habitantes del rellano, ya que el vozarrón del señor Rafael y su falta de contención, clavado ante la puerta, percutía con gran aparato en el silencioso ámbito de la escalera.

-¡Pasa, pedazo de bruja!... ¡Entra ya desgraciada!- Masticaba su aversión con sanguinolento centelleo en la mirada.

Y mientras Ramona se deshacía en lágrimas, surgía asimismo, entre desabrido y convulso aleteo de manos, aunque más velada, la queja despótica de la señora Mercedes:

-¿Qué vamos a hacer contigo?... ¡Loca, más que loca! Ya sabes donde acabarás... Irresponsable, que eres una irresponsable. ¡Hartos nos tienes ya!

-¡A la "casa locos" no, ...! ¡No quiero ir!- Se desgañitaba Ramona, acometida por frío temblor, pegándosele la piel a los huesos con transparencia de espectro.

-¡Allí es donde acabarás!- Amenazaba el señor Rafael- Grita, grita cuanto quieras... Porque allí es donde vas a ir a parar más pronto que tarde, so retrasada.

-¡¡Noooo!!...

Muchos fueron los comentarios que promoviera entre la vecindad del rellano, y no sé si del resto del inmueble, aquel declive ciertamente lastimoso en que se diluía, de puertas para adentro, la existencia de aquellos tres seres; y cuyo encuadre de amarillenta pátina configuraba sus imágenes, ahora míseras y decadentes, en una perdida nebulosa de vanidad suntuaria y tiránica, a la que tan patéticamente se aferraban los Cuevas.

Las huidas de la cuitada Ramona se producían con mayor regularidad. Ante el desconcierto del viejo matrimonio, desaparecía durante tardes enteras. Luego, a su vuelta a casa, todo aquel rosario de imprecaciones y recibimientos descompasados, ya auténtico sainete de un imposible disimulo, y por mucho que dichos cónyuges tratasen de recatar el adobo ácido de agonía semejante, arremetió contra ellos, entre la mofa constante de gran parte del rellano y resto de la escalera. La señora Mercedes, siempre tan despectiva y circunspecta en su trato (más bien inexistente) con la vecindad, ruedo de sus suplicios, perdiendo la compostura en más de una ocasión, acabaría por lanzar a sus convecinos el típico y cochambroso agravio con que su altanero porte, caduco y venido a menos, y, por supuesto, secundada por el señor Rafael, etiquetara los coleantes ringorrangos del resto de los habitantes del inmueble:

-¡Gentuza!- Exclamaba la muy descompuesta, arqueándose huesuda y angulosa desde sus carcañales- ¡Muertos de hambre!

... Inopinadamente, durante una de aquellas semanas, las trapatiestas y tronantes iras, por no decir cabreos, a que dieran lugar las escapadas frecuentes de la vieja Ramona, brillaron por su ausencia. El mutismo, ya habitual, en que se fundía la existencia del matrimonio Cuevas, una vez la anciana asistenta se las guillaba, se acentuó a la sazón de forma misteriosa. El vozarrón bronco y escarnecedor del señor Rafael, así como la constante queja, arrogante y amenazadora, de la señora Mercedes, se hundieron en la penumbra inquietante de un incierto mutismo.

Día llegó en que la imagen empequeñecida de la pobre Ramona mantuvo el más embozado de los sosiegos, recorriendo el departamento como una sombra, y dejando tras de sí un rastro de silencio impenetrable, sin que el gran portón volviera a abrirse para ofrecer aquel tranco huidizo que caracterizara el menesteroso anhelo de sus escapadas hacia el puestecito de chucherías regentado por la bonachona "señá" Francisca.

... El sobrecogido vecindario, entre el desgarro apagado y convulso de sus murmullos, rebotaba de escalón en escalón, arremolinándose, con acometidas de auténtico tumulto, en el cuadrilátero angosto que formaba el rellano. El porte imponente de varios policías, a través de aquel enjambre pegajoso y ávido que se agolpara en las escaleras, destacaba penosamente entre la rebujiña embotellada que conmovía la tarde en el interior del gran inmueble. Arremetiendo contra el gentío, y entre la opresión sobresaltada que se desprendía de aquella cuña asfixiante, trataron de organizar un pasadizo que los condujese hasta el descansillo. Se ribeteaban las cabezas en la umbría enorme de los rellanos, aplastándose unas contra otras.

El portón que atrancaba el acceso a la vivienda del matrimonio Cuevas sufría ya el aporreo inmisericorde en que se enzarzase el cuerpo policial. Tras él resonaría luego el triunfo medroso y hondo del más completo sigilo. Fue requerido el concurso de un cerrajero para que el portón cediera al apercibimiento de la autoridad. Un hedor súbito, nauseabundo, y ya barruntado en las jornadas precedentes, conmovió la gritería vecinal.

Tan sólo una sombra, cautelosa y muda, se retorció en el apagado ángulo del comedor. Un enorme cortinaje encubría el amplio ventanal, sumiendo la estancia en una especie de tenebrosa y expiatoria oquedad. El matrimonio Cuevas, en pertinente proceso de descomposición, yacía a corta distancia el uno del otro, ovillada ella sobre un amplio butacón, que rememorara lujos efímeros; encogido él sobre una gran cama de churrigueresco antepecho metálico frente al cabezal; ambos a dos ofrendando chocante imagen contorsionada; ya lamentables difuntos perpetuamente retratados por un tremebundo rictus de dolor.

En un rincón, descolorida y estrujadita, perdida en la noche de sus miedos, se acurrucaba la desdichada Ramona.

Cerrándose el vecindario en pos del cuerpo policial, rechazado una y otra vez por el mismo, y entre aquel hervor condenatorio y asfixiante, se percibió claramente un grito lastimero, como el ulular de una loba, que atravesó el apartamento y brincó sobre la voraz masa vecinal

Y tras el prodigio silencioso de un segundo anhelante, viscoso de muecas, prorrumpiría desgarrada aquella conocida salmodia de la vieja Ramona:

-¡¡A la "casa locos" no!! ¡¡No quiero ir!!...¡¡A la "casa locos" noooo!!...