lunes, 22 de junio de 2009

Pepito




Autor: Tassilon-Stavros



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PEPITO
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La calle lo tenía todo. Era, sin más, el ámbito perfecto para una infancia que acostumbraba a volcar la mayor parte de su vehemente mundo de fantasías, toda la sugestión de sus aventuras imposibles, todo el reverso de la moneda real que era la vida hogareña y escolar, en aquel perímetro espontáneo, libre y tan accesible de las calles. Así, aquellas vías urbanas, circunscritas a nuestro entorno, podían, a nuestro antojo, transformarse en parques de ensueños, en valles de quimeras, en horizontes de prometedoras hazañas por vivir. Eran igual que un universo sin sumisiones (excepto las de la ilusión), que abría de par en par ante nosotros los grandes portalones del gratuito mundo de Jauja.

Nuestra calle, transmutada en el gran estadio sin límites esencial para desbravar la desazón constante de esos calambrillos que, desde la mañana a la noche, asaetaban nuestras piernas (una vez su decorado entrañable se dejaba atrapar por cualquiera de esas descargas cavilosas de la inventiva), podía, en un instante mágico, o loco, convertirse en un mar enfurecido: marco imprescindible para toda vivencia rayana en “Odisea”; en un valle rodeado de avizorantes montañas: artificio enmarañador de enfebrecidas “Reconquistas”; en vericuetos insidiosos: furtivo embozo de huidas precipitadas o ingratas deserciones; en gargantas encajonadas: bocas de lobo no menos siniestras para las escalofriantes emboscadas “Siouxs”; o en boscajes confusos: intríngulis recónditos de toda aventura medieval y mitomanías a lo “Sherwood forest”

Y de esta forma tan sencilla la calle de uno se constituía en su más importante juguete. El que lo llenaba todo; el que lo satisfacía todo, porque en ella, todo lo inmaterial se materializaba; toda ficción cobraba vida; todo latente ímpetu se expansionaba en un paraíso de amistades únicas que deseaban vibrar contigo; y donde, como dije, cada invención, cada idea compartida, fuese la que fuese, hallaba su repentino fuego de hechicería y encantamiento, llama vital para esa “fabulandia” de los niños.

La calle tenía sus horas. Tenía sus limitaciones. Su vórtice peligroso. La calle podía ser también esa pequeña jungla de contagios virulentos que a todos nos enfermaba de ansiedad... Pero era, de igual modo, nuestro paraíso, nuestro jardín de experiencias (porque no había otro); nuestra habitación de juguetes. La calle era, en fin, el crisol forzado de nuestra urdimbre primera a ese telar de la existencia que aún nos venía tan ancho; la fragua atropellada, ingenua y cruel, que impulsaba una parte de esa marea insondable en que se mece el mundo loco de los niños hacia sus primeros remolinos de autenticidad. Era el gran teatro de nuestros diálogos más sinceros, coloristas y morbosos.

... Luego, cuando ya no estuve, mi subconsciente herido soñó mil veces con ella.

Aquella tarde, cuando yo aparecí por allí, Adolfo (uno de los integrantes de la pandilla) andaba ya degustando el correspondiente plato del día; cucharón a rebosar de aquella especie de alucinógeno brebaje con que fomentábamos los juegos locos del momento, aderezados siempre por la insensatez característica de la edad. Potajes aquellos a los que esta vez añadíamos un nuevo condimento: la ciega audacia que se guisaba al calor de nuestras borracheras de velocidad, fuegos chavetas que ahora nos eran servidos en bandeja de plata, gracias a la estupenda bicicleta que le habían regalado sus padres, y de la que, según él nos había prometido, podríamos gozar todos por riguroso turno. Tras mi amigo, emitiendo gritos de contento y comprobando con las frenéticas carrerillas que inflamaban nuestras piernas la rapidez victoriosa de la “bici”, corrían Diego (interesante personaje del que ya ofrecí cierta filiación) y Crescencio, un aragonés más bruto que un “arao”.

-¡Ahora yo...!- Exclamaba Diego, entusiasmado- ¡Me toca a mí, chaval!... Déjame la “bici”,... tú... Adolfo... ¡Ondia, chaval! ¿A que te mato?

Y allá, calle abajo, calle arriba, se iban los tres (y yo detrás), a repecho, desde el punto de partida (una vieja casona a la que llamábamos “Roca encantada”, de estilo rústico, cuyas paredes descascarilladas parecían de caramelo de crocanti) hasta el tope previamente decidido.

-Oye... ¿y a mí cuándo me va a tocar? Que yo ya no corro más, “osti”...- Reclamé el privilegio de mi turno, que ya me habían usurpado un par de veces.

-Antes estoy yo- Exclamó Crescencio.

-Pero tú ya te has montado dos veces.

-Haber llegado antes, chaval.

-Pero...

-¡Que te vayas por ahí, leñe!, que Adolfo sólo nos la deja a Diego y a mí. ¡Eh, “esperarme”!... – Salió flechado tras los otros dos que se deslizaban enfebrecidos calle abajo- ¡Ojooo, que sube un cocheee!...

-¡Bah!...- Me senté yo en los gastados escalones de la “Roca encantada” para ir haciendo tiempo y boca, aunque me temía que, con aquel par de cafres de por medio, mi turno para saborear la “bici” de Adolfo se iba a eternizar.

Se hallaban también allí, con cara de cabreo, Manu, Quique y Pepito (vecino de mi mismo rellano), tres integrantes más de la pandilla.

-¿También estáis esperando a que Adolfo os deje la “bici”?- Inquirí yo.

-Nosotros ya nos hemos montado, pero éste...- Se sonrieron Manu y Quique, mirándose entre sí.

-¡A mí la “bici” me importa una “me”!- Exclamó de pronto Pepito, muy serio y despectivo.

-¡Es un gallina!- Se chanceó Quique, que era un avispón insoportable.

-¡Te vas a ir a la “me”, chaval! – Se encendió Pepito, cuyo estoico aguante (a buen seguro que la murga metijona venía ya enzarzada entre los tres desde bastante rato antes) se iba abocando a un inminente final.

En esto, el trío restante subía ya la cuesta de la calle, dispuesto para un nuevo torpedeo con la bicicleta.

-¡Vámonos, tú!- Se levantó entonces Manu, achuchando a Quique- Deja al mierdoso ese con su amigo- Enjaretó todavía, refiriéndose a Pepito y a mí, y pasándole la mano por el hombro a su compañero del momento (que así de loca suele ser la amistad en la infancia, fácil presa de veleidosas inclinaciones, sujetas casi siempre a la humorada del día)

-¡El mierdoso lo serás tú!, ¿vale?- Me indigné yo, devolviéndole el pildorazo al muy zascandil y tornadizo Manu, por cuanto toda aquella mordacidad desdeñosa y malintencionada descargaba su chorreón sobre ambos.

Y como fuese así que los dos encizañadores decidieran de pronto unirse al cortejo bullanguero de la "bici", Pepito y yo nos quedamos solos en los escalones de la “Roca encantada”

-¿Por qué no te quieres montar en la “bici”?- Le pregunté entonces, sin ánimo de incordiar.

-Porque no- Respondió lacónicamente mi amigo.

Tenía yo ligeras referencias (por algún que otro comentario captado al azar entre los chachareos vecinales del rellano y por más de una explícita y reiterada prohibición, objeto de burlas constantes entre los de la pandilla, con respecto a Pepito y por parte siempre de la señora Ana, su madre, a que aquél formase parte en todo lo concerniente a nuestros desquiciados esparcimientos callejeros) de que su estado de salud se hallaba seriamente afectado por una extraña dolencia cardiaca que, previsiblemente, imposibilitaba cualquier conexión de mi pobre amigo a cuanta tónica vitalista corona y vivifica por lo general esa gran pleamar de la infancia. (En efecto, Pepito murió a la edad de quince años de una insuficiencia aórtica, lesión vascular de una de las sigmoideas, que ya arrancaba de su nacimiento)

... Alguna inquietud oculta (amén de la gresca desatada por el implacable achuchón de que había sido objeto su malentendida renuncia a gozar de las delicias competitivas de la bicicleta de Adolfo, ensombrecía aquella tarde el rostro de mi amigo. En efecto, aprovechando la ausencia del resto de la pandilla, Pepito, movido por esa confianza que le confería mi vecindad de rellano (bien que vacilante en un principio, gachos los ojos, y bailándole la danza de las dudas a los correspondientes rabillos), la decisión a punto ya de caramelo (no descarto tampoco cierto pesar, desde luego, propenso a los escozores de un culpabilizador remordimiento, pues, hay que tener en cuenta, que tan sólo tendríamos unos doce años), y esquivada al fin su inicial vacilación, me enjaretó la siguiente pregunta:

-Oye, Stivi...- Dudó aún- ¿Tú sabes lo que es el... sexo,... y cómo se hace con... las chicas?

Flotaba todavía la frase en el abierto ámbito de la calle y ya se le andaba trasluciendo a Pepito el gran peso que le confería tan hondo sentimiento de culpabilidad, la carga escandalizada de su provocativo atrevimiento, la espachurrada mística de toda una concienzuda y bien elaborada ingenuidad vilmente traicionada.

Yo le miré fijamente un segundo o dos, aunque sin verle, pues que la picazón suscitada por la palabreja en cuestión me había dejado un poco fuera de órbita. Y como sea que la encrespada turbulencia de mi búsqueda mental no tropezase más que con las dichosas y previsibles zarandajas de nuestros atenazados condicionamientos lingüísticos y culturales, y sus hisopos tradicionalistas y restrictivos, acrecentados, además, por la edad del calzoncillín (y conste que yo le había birlado unas semanas antes a mi hermano un ejemplar de “Sinuhé el Egipcio”, que empecé a leer, sin entender de la misa la media, y que me fue arrebatado cuando la Nefer Nefer Nefer ya me estaba empezando a poner en ascuas), alcé los hombros y repuse:

-Chaval, eso..., el sexo... pues es... – En mi vida me las había visto yo más negras.

No niego que conocía el paño, pero explicarlo, a nuestra edad, era internarse en terreno pantanoso. Además, Pepito era un redicho, y estaba seguro de que si yo me iba de la lengua, luego le iría con el cuento a su madre.

-¿A que no te atreves a decírmelo?... ¡Venga!, si no lo sabes, chaval,... ¿y sabes por qué? Porque es un pecado- Aclaró entonces Pepito muy seria y tajantemente, contra todo lo que yo hubiera podido suponer.

-Y ¿por qué me lo has preguntado, osti?- Objeté yo, rabioso- ¡Eres un idiota, chaval!... Yo sé lo que es el sexo, pero no te lo voy a explicar, ¿qué te crees?

-¡Es un pecado, es un pecado! – Insistió Pepito- Lo sé porque a mi padre se le escapó esa palabra un día, después de haber leído una revista... Y mi madre se puso muy colorada, y dijo que se callara, que no hablara de esas cosas delante de mí.

-¡Anda ya, chaval!- Gesticulé yo con un aspaviento.

-También se lo pregunté a mi abuela, ¿y sabes que me dijo?, que eran marranerías, y que me iba a lavar la lengua con lejía. Pero yo sé que mi padre y mi madre... lo hacen.

-¡Osti!- Se me quedó así de abierta la boca.

Crescencio, cansado de las carrerillas, apareció de pronto, y se sentó en uno de los escalones. Y yo, tensando el bordón del morbo, dije:

-Oye, Crescencio, explícale tú a éste como se hace...

-¡No, no quiero que éste me lo explique!- Saltó encendido Pepito.

-¿El qué?- Preguntó, ya intrigado, el aragonés.

-Quiere saber lo que es el... sexo y cómo se hace... para...- Dije yo, haciendo caso omiso de los dengues caprichosos de Pepito.

-¡Bah!...- Puso cara de suficienticillo decepcionado Crescencio el grandote- ¿Era eso?... Se coge la picha, se le da “pa” arriba y “pa” abajo,... – Riéndose a carcajadas- y te sale la "blancurria" ¡Y anda que el gusto...! Y si no, ¡a clavarla por ahí!

No voy a negar que tanto mi amigo como yo nos quedamos blancos de estupefacción, ya que, en honor de la verdad, también para mí aquella extrañísima facultad de “ordeñamiento” humano rasgaba por primera vez con su enigmática combustión el, hasta entonces, más o menos terso cielo de nuestra inocencia, prevaleciendo en ambos la terrible sospecha de que algo muy turbio y pecaminoso se ocultaba tras semejante explicación.

-¿Lo ves?... ¡Si éste es un “me”!- Me reconvino Pepito, cariacontecido y sofocado a más no poder, dado que, usando de nuevos adornos, la andanada con que nos había obsequiado el bastorro Crescencio había perforado de lleno, y con todo su “fuego prohibido” de osadías no permisibles, aquella cartulina de purezas místicas que era todavía nuestra aureola de Babia.

-Y a ti, ¿qué te pasa, “atontao”?- Se encaró Crescencio con el ofendido Pepito, observando el brillo de animosidad con que lo repasara.

-¡Vete a la mierda!- Desbarró Pepito.

-¡Y tú delante para que no me pierda, mariquita!- Se le enfangó la lengua al aragonés.

Súbitamente, rodaron lágrimas por las mejillas de Pepito, quién, alzándose del escalón en que nos hallábamos sentados, y tras obsequiarnos con un nuevo exabrupto machacado entre sus dientes, se lanzó a una carrera desesperada calle abajo, desapareciendo de nuestra vista en un segundo.

Y allí fue ello, porque Pepito acabó haciéndonos la Pascua a todos, que ¡piquito de oro era el suyo como para callarse! Y llegado que hubo a casa, no dio pie a la menor vacilación, ni ahorró “clímax” lloricón, para contarle detalladamente a su madre toda la infamante tortura a que había sido sometido por el muy verdugo de Crescencio. Y como era de esperar, a la señora Ana le faltó el tiempo para presentarse en el piso de abajo, cubil de la fiera, o sea, morada del matrimonio aragonés, progenitores del susodicho mochín; y con toda esa vehemencia maternal que rebosa la sangre de quien nos ha parido, manifestar, con cuatro eufemismos de “típico-tópico” corte “represivo-educacional” (¡sabe Dios cómo se las apañaría!), las canalladas argumentales con respecto a ciertos indecentes carices de la vida con que su hijo, el de la otra, andaba escandalizando la inocencia de la chiquillería del barrio. Y tras seguir exagerando la nota cuanto pudo, acabó por exigir la consabida punición (séase, paliza al canto) del muy deslenguado y sinvergüenza de su vástago.

La interpelada, señora Presentación, madre de Crescencio, aragonesa enorme y agresiva, oyó todo el rosario quejicoso con cara de pocos amigos; frenó más de una vez la lengua zahiriente de la vecina de arriba en cuanto a los epítetos con que se gozó en rebautizar a su único hijo, y a punto estuvieron las dos de echarse mano al pelo y de liarse a mamporro limpio de no haberlo impedido la oportuna intervención de las otras vecinas del rellano. Finalmente, la señora Presentación, harta ya del inesperado jaleo, resoplando como una ballena ante tanto incordio, zanjó la escandalera mandando al inocente corrillo a tomar viento a la farola, y muy en especial, precisó luego, a la señora Ana y a su niño.

Y aunque Crescencio no dijera nunca esta boca es mía, por el talante que nuestro desacreditado amigo lució en los días que siguieron a la pelotera, pongo la mano en el fuego y no me quemo de que la soba con que su madre debió tundirle fue de las de aúpa, ¡maño!