miércoles, 17 de junio de 2009

La noche de Hefestion




Autor: Tassilon-Stavros





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LA NOCHE DE HEFESTION


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(Basado en un hecho real)
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Faltaban cuatro días para Navidad. Se habían citado en una céntrica cafetería. Cuando sentían deseos de verse, Miguel prefería su piso. Y por ello Sergio no alcanzaba a comprender tan extraña reacción por parte de su compañero. Enumeró sus encuentros. Quedó sorprendido cuando su amigo, de forma discreta, aunque probablemente agitado ahora por un extraño impulso de esparcimiento, malgastaba el codiciado deleite de aquellas visitas que estimulaban sus ansiedades, citándole en un lugar público. Fingió no darle importancia, pero, desconcertado, demoró su aparición en la cafetería. En aquel remolino por el que peregrinaban, era siempre Sergio quien anticipaba el abrazo. A imitación de su alegría, buscaba siempre la de Miguel. La sola idea de su hastío le atormentaba de continuo.

Sintió un nudo en la garganta cuando penetró en el caldeado establecimiento, que se hallaba atestado. Mil imágenes, entre conversaciones y confidencias progresivas, se arrastraban por el animado ámbito de la moderna cafetería. Era aquel un pequeño mundo polícromo, una coraza a los azares de la monotonía. Y entre aquella vigorosa confusión de ademanes, a través del regocijo liberador de la palabra y de la carcajada, unos olvidaban sus señas, otros las recobraban. La tenue y helada llovizna que concedía sus matices relucientes, su porción agónica, o su bella alegoría titilante a los sentimentalismos escurridizos del frío espacio invernal, era así desdeñada entre aquel entorno de encubiertas exigencias, de languidecientes aventurillas o afectos vanos.

Miguel le había estado dando largas durante varios días, y ahora las pupilas extraviadas de Sergio se deslizaron hasta él, prolongando, con un solo gesto, ese estremecimiento sutil que tantas veces parece conceder un lúgubre sentido a este no menos doloroso caos de insensatas vivencias que nos rodean. Su amigo se hallaba frente a la barra. Sobre aquel fondo atiborrado de rostros desconocidos, Miguel (en razón a la agitación que enceguecía a Sergio) le pareció sumido en tan idéntica lejanía como el resto de los clientes. Era la suya como una misteriosa proyección participativa de aquella atmósfera de cordialidad y confusión que a todos rodeaba. Y como oyente solícito, sonreía o respondía indistintamente a otro joven junto a él situado. Nadie habría podido negar que probaba éste el mejor fruto de una conversación que, a todas luces, parecía gozar de excelente acogida por parte de ambos.


A Sergio se le enturbió la memoria. Su imagen se recortaba entre el gentío, pero él se sentía absorbido por una distancia que, en esencia, aún no había recorrido. El sentido de su invisibilidad, como un monótono movimiento de la brisa, se instalaba en el arrinconador paisaje de sus celos. Era una representación fantasmal de sí mismo, que el horizonte real del momento embebía ahora sin cesar. Por eso, a través de aquel inexpresable no existir, se le bloqueaba la mente. Y hasta sus recuerdos podrían haber acabado por volatilizarse. Una llama furiosa ardía en el pecho de aquel discípulo de sueños y pasiones que era Sergio. El sudor hizo acto de presencia en su frente, y corrió por sus mejillas, que hervían. El aliento, bajo aquel pecho mortificado, le dolía como un tajo infernal del más afilado puñal. Habían sido días terribles, enmohecidos por el aburrimiento. Sergio enloquecía. Y su verdugo, en silencio, atesoraba sus sueños reservados. Entonces, como una maldición, él se sentía el espía de la vida de Miguel. Debía así azuzar sus pasiones. Pero Miguel no rompía ninguna lanza a favor de una tibia atmósfera. Humeaban tan sólo sus vahos disciplinarios, sujetos a ciertas normas o a las tornadizas disposiciones de ánimo que esgrimiera aquella especie de semidiós de la autosatisfacción que era su amigo. Miguel encubría con rígido velo sus apasionamientos lujuriosos. Pese al azote, Sergio alimentaba sus flaquezas, y legaba su cuerpo al laboratorio inextricable de tan extraña y furtiva absorción como la que emergiera de las emociones de Miguel.

Sergio aplicó toda su atención a ambos dialogadores. Poco importaba ahora coordinar sus ideas. Prefería ignorar cómo había llegado Miguel a entablar aquella relación fortuita con el joven. Se imponía, en consecuencia, cortar por lo sano. Evitar la abominación de ciertas propuestas que pudieran ocultarse tras tan familiar charla como la emprendida por su compañero con aquel individuo. Y hubo de transformarse. Propuesto primero para la guillotina, debía escapar de ella hurgando en sus estímulos de niño extraordinario; echar mano de la forzada teatralidad de la hipocresía, y ofrendar el aspecto afectuoso de esa conformidad miope que divisa vagamente cuanto le rodea, pero que no por ello pierde terreno. La seducción, como la araña que extraviara su presa por hilar mal la seda de su trampa, pierde sus objetivos devoradores (en este caso efusivos), tras la controversia que crear pueden los impulsos equívocos de sus maldisimuladas emociones. Y así fingieron derrochar infantil alegría los claros ojos pardos de Sergio cuando, finalmente, se posaron en el talante amistoso de Miguel.

-¡Hey, Sergiete! ¿Cómo va eso?

Se besaron con la más natural de las desinhibiciones. Lo presentó Miguel a su ocasional acompañante de barra. Se percibieron con toda claridad las llamas inquisitivas de aquellos ojos, fijos los unos en los otros. Era un joven bien parecido. Estremecido, Sergio revoloteó como un ave sin rumbo en la tempestad de sus celos. Como despertando ahora de un extraño letargo, observó de hito en hito a Miguel. Buscaba en su mirada a un extraño tribunal de justicia, capaz de salvaguardar su rendida inocencia. Era como demandar de Miguel un agua bendita para tan desfalleciente mendigo de la pasión; un fuego que acabara con su angustia helada. Presintió al punto Miguel el imperativo ruego de Sergio. Sobre el trono seráfico de su hermoso rostro masculino, corría el crepuscular cortinaje de un abatido estado de ánimo. En las carnicerías de las emociones no se admiten quijotadas, y compartir escenario con el joven desconocido habría llevado a Sergio a la desesperación. Y de allí, a una batalla sin cuartel donde los ideales posesivos del deseo preparan la estéril, confesa e inmediata degollina de una indiscutible y ciega superficialidad. Se estrecharon las manos. El joven desconocido percibió el desasosiego de Sergio. Aquel egoísmo agridulce que ensancha el abanico de las pasiones, mientras las astucias amorosas insuflan las sofocantes brisas de la antipatía. La tensión de Sergio fue en aumento. Se hizo insoportable. Miguel hubo de insistir en buscar una mesa y disfrutar del ambiente caldeado que ofrecía la cafetería. Sin embargo, se decidió, a instancias de su compañero, a abandonar la misma. Como otras veces, Miguel llamó al martirizado portón del templo:

-¿Te sientes mal, Sergiete?...

Los anhelos son diablos. La belleza una banderola ondeante que mezcla deleites contemplativos con los gañidos descompasados del viento.

Sergio se mordió la lengua. La reconfortante poesía de aquel rostro perfecto se equiparaba ahora a la acritud de otros tonos más vulgares, más trágicos, más humanos. La lactancia del furor ciega así el musical pentagrama de todo lo bello.

-¿Quién era ése?- Preguntó Sergio con la mirada desencajada.

-¿Celitos?...- Inquirió a su vez con indiferente jocosidad Miguel.

-¡Celitos y todas las leches que tú quieras!... ¿Dime, so mamón, es así como pretendes a partir de ahora refregarme por las narices tus nuevos ligues, ... citándome en bares y poniendo a prueba mis aguantes de cabronazo cornudo? ¡Y encima con recochineo!... ¡Menudos retorcimientos los tuyos!... Pero ¿tú te has creído que yo voy a tener el santo cuajo de digerir a partir de ahora tus putas comedias de calienta pollas? ¿Lo que no me montaste en Londres me lo vas a montar aquí? ¡O sea, que ahora vamos de follador en serie! ¡No te jode, ... y en mi propia cara!... ¡Miguelito, entérate, tío, a mí numeritos de ligón, ...me cago en la puta, ni por huevos, tío,... ni por huevos!...

-¡Pero qué tristes y patéticos sois los animalitos sin domesticar!...

-¡Pues, como lo oyes, ni por huevos,... puta leche ya!- Le tomó gusto a sus exabruptos Sergio.

-Pero ¡qué ligues ni qué hostias!... –Replicó Miguel- Aunque, ... ¡y métetelo de una vez en esa cabezota de taradillo con que vienes desvariando desde el puto momento en que te conocí!, ... ¡yo, a ti, no tengo por qué darte explicaciones! ¿Estamos?...

-¿Ah, no?...

-¡No, “atontao”,... por supuestísimo que no!- Le siguió el ritmo Miguel- A ver, ¿cómo te lo aclaro? A ese individuo, ... que no significa nada, ... pero nada de nada, lo conocí en la piscina este verano pasado, ... y sanseacabó.

-¡En la cama, supongo!

-¡En tus cojones, nene, en tus cojones!...

-No te creas que me disgustaría, porque el niñato no tiene desperdicio.

-Venga, Sergiete, ... ¡el pollo de los celos para tu bisabuela! No me jodas más, que hace un frío que pela. Mira, hasta el aliento se nos hiela. No le des más temple y bravura al gañote- Rió Miguel, tratando de echarle un brazo sobre los hombros a Sergio.

-¡Déjame, joder!

-¡No empieces, Sergiete, que te conozco!... A ver, mira mi cara, pedazo de huevudo. ¡Sí, sí, mírame fijamente a los ojos!, y explota de una vez si quieres. Pero esta vez ve con tiento, porque te juro que te largo. ¡Sí, sí, te largo por ser un injusto de mierda! Te recuerdo que yo aún no te he crucificado, cosa que has hecho tú conmigo sin el consentimiento de un jurado a tono con el “pitote” que me estás montando.

-¿Conque me largas, eh, mamoncete?...

-Tú mira mi cara, y atrévete... Ten la puta pachorra de asegurar que ves en ella la careta engañosa de los hipócritas..., y ya hablaremos claro y corrido, porque del chaparrón vamos a salir los dos pingando. ¡Tú más que yo!...

-¡Ya salió el pijito de las amenazas! ¡Anda y métetelas por donde te quepan, tío!...

-¡Tate, Sergiete!, que como no consigas dominar tus salidas de gorila, ... qué digo de gorila, ¡de chimpancé!, en mí no vas a encontrar más que un dragón que eche fuego por la boca, dispuesto a tragarse hasta tus hígados...

-Eso es lo único que sabes hacer con la boca, ¡bla, bla, bla!..., porque ni para mamarla sirves.

-¡Oye, so majara, el viajecito a Londres se acabó hace tiempo! Ni tú me debes nada, ni yo, por supuesto, te lo debo a ti. ¿Estamos?...

-¡Eres un cabrón!

-¡Pues, lo soy! ¿Qué más?

-¡¡Me vas a volver loco!!

-Pero ¿qué coño es lo que quieres de mí, Sergiete? ¿Qué potaje de putrefactos pensamientos es el que se cuece en esa cabezota? Dime, ¿qué más pruebas de mi afecto pretendes que te dé?...

-¡Siempre con el puto afecto!... ¡Anda y que te folle un mandril sidoso!...

Sergio, movido por fieros e irresolutos bandazos, se apartó ahora de su amigo, observándole a distancia.

-¿Pretendes hacerme sudar?- Inquirió Miguel, empleando cierto aire de cordialidad- Pues, mira, te lo agradezco, porque, además de los pies, hasta el resuello se me ha helado... De todas formas, no estamos ya muy lejos de casa. ¿Vas a subir o prefieres acampar en esa plaza?... Tienda de campaña no tengo, pero te puedo prestar unas mantas... ¿Qué, nene, vas a seguir toda la noche con tu jodida maratón? ¡La hostia! ¿Pero me oyes o no me oyes?...- El otro se había alejado significativamente- ¡Joder con la nochecita!... ¡¡¡¡Sergio!!!!... – Miguel hizo ahora la trompetilla, curvando su mano- ¡No hagas más la cabra, coño,... y deja ya de una vez esos putos aires de mártir!

Sergio se arrebujaba en su “parka”, visiblemente aterido. La llovizna y las ráfagas cada vez más violentas del aire parecían balancearlo. Pero lo cierto era que zapateaba contra el suelo de la acera para tratar de vencer el helor de sus pies. Había cruzado la calzada, y desde allí el intercambio de comentarios se convirtió en una serie de balbuceos estúpidos. Miguel atravesó la avenida también. Llevaban el pelo empapado.

-¡Sergiete, joder, que no somos niños para que nos pongamos en plan acusica el uno contra el otro a estas horas de la noche, ... y con este frío!- Trató de conciliar Miguel- Pero, de verdad, so tocapelotas, ¿cómo puedes llegar a imaginar que no tengo yo mejor entretenimiento en mi vida que montarme intrigas sexuales con el primer guaperas que se me ponga a tiro, y que luego, con todo el careto, me deje llevar por el morboso afán de refregártelas por las narices? ¿Acaso te has creído que yo desciendo de la familia de los Borgia?...

-¡Atención que me penetra el culto!- Gesticuló Sergio teatralmente, como el que pega un bote tras recibir una dolorosa descarga.

Miguel lanzó una carcajada. Le había divertido el aspaviento de su compañero.

-¡Esos Borgias serán primos tuyos!- Exclamó Sergio, todavía quisquilloso- ¡Unos cabrones como tú!...

-Mira, Sergiete, la ropa se me pega al cuerpo, y tengo mi bigote más congelado que el del “Doctor Zhivago”- Dio también un brinco Miguel, y canturreó guasón- ... “¡Y otras cosas que no quiero yo decir por mi mucha discreción!”...

-¡Eres un jodido marica!

-¡Oye, no me toques los pelendengues con la palabrita de marras, que yo hace tiempo que reajusté mi virilidad al excitante usufructo de poseer dos huevos, sin que para ello me hiciera falta pactar mis tendencias con algún sistema de votación!... ¿No me has entendido, verdad? Pues, lo mismo da. Pero ese calificativo (recalcó Miguel) guárdatelo para alguna de las muchas locazas que sin lugar a dudas debes tener por amigas... Por suerte, no nos movemos en el mismo ambiente. Y ¿quieres que te diga algo gracioso?, pues, ¡ojo al parche, nene! Siempre me malicié que tu amiga Belén, la londinense, no era más que un tío. Sólo había que ver como te manoseaba la muy cachonda. Espero que no se hubiera cortado el rabo, porque, conociendo como conozco tu bulimia de cipotes, chico favor es el que te habría hecho.

El irritado rostro de Sergio cobró ahora un matiz verdoso que contrastaba con la refulgente luminaria de las enormes farolas que se alineaban por las aceras.

-¡Tú sigue tocándome los cojones!, ... pero sabes que te digo, tío,... pues que aún sigo pensando que te quedaste con las ganas de beneficiarte a Belén, fuera tío sin rabo, o putón rematado!... Y tú sigue en tu bola, maromo, ... sigue dándole al rollo, que es lo que más te gusta... ¡Tu puta medicina para hacerte el divino! Aunque, basta con rascarte un poco, para que, como premio único, siempre nos salga el burguesito virtuoso “y” instruido...

-¡Antes de la “i” va la “e”!- Ironizó Miguel.

-¡Muérete, tío!

-Además, Sergiete, ya te lo he dicho cientos de veces: ¡no te aguanto que me llames burgués!... Es evidente que tú no has sabido rascarme. Si lo hubieras hecho como es debido, te habrías dado cuenta de ello... Yo me largo, nene. Pero tú puedes seguir, ¡so masoca!... Hiélate mientras continúas buscando la fuente milagrosa de la Soubirous, que tú, como las putas, ves Lourdes por todas partes.

-¡Quién te entiende, so mamón!

-¡Que sí, nene!, que sigas dándole a tus lágrimas de cocodrilo, y haciéndote el bebé llorón. Has llegado a convencerme de que no existe otro papel para ti. La polla te habrá crecido, pero el cerebro lo tienes abollado. Ese temperamento de fierecilla que últimamente gastas conmigo, guárdatelo para otros masocas tan histéricos como tú. Me jode esa característica morbosa que, como la loca de la casa, escapa por cada poro de tu cuerpo de gilipollas. Me jode tanto, que, la verdad, ¡me deja para el arrastre!... Ganas me dan de ahostiarte...Yo tendré mis medicinas autocomplacientes, pero, para ti, Sergiete, ¡es que no hay remedio alguno!... ¡Agur, nene!...

-¿Dónde vas, tío?...

-Me voy a mi casa.

-¡Miguelito, no me des más la brasa, que soy capaz de hacer alguna barbaridad!

-Tus arriesgados pronósticos con respecto al tiempo que pueda hacer mañana pásaselos al servicio meteorológico. Yo, como puedes comprobar, ya estoy más tieso que un carámbano.

-¡¡No te burles de mí!!...

-¡Venga ya, joder!...

-¡¡A mí no me trates como si fuera una mierda!!

-¿Tengo que repetirte que yo no he firmado ningún contrato en exclusiva contigo? La memoria te falla, Sergiete. Una vez, en Londres, cuando te conocí, te preciaste, muy chulanganito tú, de no tener amo. Pues, bien, ¡no lo tienes! Yo, por lo menos, ni lo soy ni quiero serlo. Quede claro que tienes mi pleno consentimiento para seguir dedicándote de lleno a tu vida de libertinaje. ¿A qué sacrificarte tanto? Y si lo que pretendías era arrastrar hasta la descomposición misma nuestra amistad, nene, no hace falta que me montes el espectáculo del año, que esto no son ni serán jamás las Olimpiadas del 92 en Barcelona... ¡Joder con los mártires del aniquilamiento!

-¡Me voy a cagar en toda tu palabrería!... ¡En tus putos rollos de sabihondo! ¡Papá Noel! ¿Crees que se me ha olvidado? ¡Papá Noel queriéndome arreglar la vida aquella noche en Londres! ¡Papá Noel en lucha contra los despojos del arroyo y de las cloacas, ... que todavía me acuerdo! ¿Y dónde anda ahora Papá Noel cuatro días antes de Navidad?... ¡Aquí lo tenemos! ¡Y fuera traje y fuera barbas! ¡Quien quiera chupete, que busque en las alcantarillas!... ¿Esta es la puta Navidad con la que quieres que nos regalemos?...

-Hace tiempo que me liberé de los sentimentalismos navideños. Endílgaselos a los burguesitos descerebrados, tipo mis hermanas, a las que tuve el mal gusto de presentarte. En cuanto a ti, Sergiete, ¡¡loor a los mártires!! Y no me jodas más, que ahora sólo falta que me salgas con los Reyes Magos.

Llegaron, finalmente, frente a la vieja puerta de madera noble del inmueble. Era un antiguo y céntrico edificio remodelado de unas diez plantas. Miguel, tiritando, buscó en uno de sus bolsillos la llave de la cerradura, y sin mirar a Sergio, penetró en el zaguán. Le dio inmediatamente al conmutador de la luz, y antes de que la puerta se cerrara tras él, Sergio, más trastornado que loco, se precipitó hacia la escalera. Jadeaba. Su oprimido corazón reivindicaba ahora, entre palpitaciones turbulentas, las extraviadas percepciones de aquel esperanzador afecto con que tantas veces, desde que se habían conocido, tratara de reconfortarle Miguel. Pero su amigo le evitaba en silencio. Sergio interpretaba aquellas reticencias de Miguel como expresión fidedigna de una definitiva ruptura, ya profetizada, y que él había propiciado con sus celos infundados. Sabía que su compañero no volvería a exigirle nunca una explicación a su conducta. Conocía la falta de enternecimiento en Miguel cuando se le arrastraba hasta la picota, y eso le aterrorizaba.

No había pasado ni una hora desde la salida de la cafetería, y a Sergio le parecía que había transcurrido ya un siglo. Habían andado apresuradamente por las calles bajo la llovizna helada. Hombres y mujeres, edificios y automóviles se volatilizaban como transparencias nocturnas, que él presentía con vaguedad, pues, entre tan horribles ideas como las que se agolpaban en su cerebro, el mundo había dejado de respirar. Desde su lado siniestro, aquel niño que crecía ante él, irreflexivo e implacable, tan corrosivo y venenoso como un ácido, se había instalado en su espíritu y había azuzado con deleite sus negros pensamientos. No podía aborrecer a Miguel, origen de todos sus tormentos, porque su amor pervertido por él interrumpía el punto de intersección desde el cual se deslizaba el camino tortuoso de todos sus vicios, y Miguel con sus méritos le ofrecía una circunvalación a aquellos desórdenes.


Mas, en tales instantes, los sentimientos de aquél se dispersaban tras el cerrojo de su fortaleza. Esta vez Sergio sabía a ciencia cierta que Miguel no cedería jamás. En el alcázar de su corazón no valía implorar perdones. Todos sus clamores se dispersarían como un viento iracundo por entre sus estancias solitarias. La cólera de su desesperación había dañado la ternura de Miguel. Y como una condenada subiría la angostura terrorífica de algún patíbulo olvidado. Los latidos de sus arterias, su grito ensordecedor, pero callado (¡¡¡Miguel!!!), su alma infame, extraviada, agonizante, se representaban como estallidos fulminantes de un fuego que quizás podría devorar patios misteriosos, elevadas almenas, ventanales remotos, de aquella ciudadela inexpugnable que formaba el cuerpo de Miguel. Y, pese a todo, el alcázar seguiría manteniéndose glacial, soberbio, esquivo, frente a la borrasca de su terror.

A Miguel, aterido, se le iba la cabeza. Sin saber por qué, desistió de tomar el ascensor que se empotraba a mano derecha del zaguán. Probablemente se debiera a aquel empeño casi doloroso de alejarse cuanto antes de Sergio. Y así optó, como un autómata, por la amplitud de las escaleras, mientras su amigo, ahora callado, le pisaba los talones. En el roce de su cuerpo palpó Miguel el negror súbito de su hostilidad. Su amante se le había adelantado, encarándosele en el tramo quinto, frente a la puerta de su piso. Observó el rostro magnífico de Sergio, ahora demudado. Le temblaban los labios como a una criatura perdida entre las brumas angulosas del despecho. Se arrepentía de sus actos, y buscaba en los fríos ojos de Miguel, velados tras los cristales goteados de sus gafas, la comprensiva mirada del médico que reconoce la descarnada dolencia del enfermo. Y por un momento creyó que algo de aquel ruego desesperado se comunicaba a su compañero. Le encontró tan hermoso, con su rostro estremecido por el frío, húmedos sus ojos como si hubiesen dejado escapar oprimidas lágrimas de desmayada ternura, que habría pagado hasta con su vida si toda aquella imaginada compasión y tanta dulzura como la que él creía leer en la expresión de Miguel le hubiesen acariciado hasta el instante postrero de su muerte. Pero Miguel permaneció abismado bajo la losa de unas sensaciones a las que ya había apartado de sí convulsivamente, y Sergio deseó morir.

-¡Miguelito, por favor!... ¡Tómame en serio que no estoy para guasas!...

-¡Déjame pasar, joder!... ¡Que me falta el resuello!

-¡¡No puedo más, tío!!...

-¿No puedes más? Pues, mira nene, ¡por ahí se va a la calle, porque aquí ya has perdido tus derechos de hospedaje! Así que, ¡no me jodas más la marrana!

Esta vez el temblor de Sergio fue convulsivo. Su maravillosa mirada se desplomó sobre Miguel, como si a través de la misma el caos que en su cerebro formaban sus pensamientos borbotearan al igual que la lava de un volcán, hasta deflagar en atroces centelleos. Sus ojos quisieron atrapar a Miguel con la absorta rapidez del halcón que asesta el último golpe a su indefensa presa. Y un ataque imprevisto de Sergio sacudió desde sus talones el cuerpo de Miguel. Se había lanzado sobre él, y sus brazos lo aprisionaron en un segundo, tratando de atrapar su rostro y besarlo. Tal fue la exaltación, la fuerza, y el aplomo imprimido a su acto por Sergio, que Miguel, temblando de arriba abajo, por más que trató de desasirse, no pudo.

-¡¡De eso,... ni hablar!!...- Se resistió, no obstante, con fatigosa turbulencia Miguel, que, tras un denodado esfuerzo, había logrado apartar su cara de él. Se cayeron sus lentes- ¡Las gafas, joder!... ¡Me tienes hasta los cojones, Sergiete! ... ¡¡Que te largues ya, coño!!- Añadió cuando las tuvo de nuevo entre sus manos.

-¿Tus antiparras?... – Se cuestionó Sergio, sin salir de su asombro, despechado y estupefacto- ¡Eso es lo único que te importa, maromito de mamá,... burguesito de mierda!...

-¡Te voy a pegar una hostia!...- Alzó Miguel su mano derecha, con ese ademán mortificante de quien nos la tiene jurada, vivamente dolido por tan detestable adjetivo

Un transporte de vértigo se reflejó ahora en la palidez mortecina del rostro de Sergio al verse rechazado y amenazado con arrogante repulsión por su amigo.

-¡Así que Papá Noel no quiere ponerse ya ni su traje ni sus barbas!- Exclamó Sergio delirante, fijos sus enfebrecidos ojos en el otro, imprimiendo al tono de su voz una frialdad siniestra que estremeció a Miguel- ¡¡Pues, dabuti, tío!! ¡¡Bien por mis cojones!! ¡¡Fuera ropa, colegui!!- Y como si aquella idea le enloqueciera, empezó a desnudarse atropelladamente- ¡¡Puta “parka”, ... putos tejanos,... putas botas..., puto mundo!!...

-Pero ¿qué haces, so carcamal? ¿Vas a desnudarte, pedazo de gilipollas?...- Replicó Miguel, tratando de detener aquella chifladura inesperada de su amigo- ¡Que estamos en diciembre, joder,... a bajo cero diría yo,... y nada menos que en la escalera de mi casa! ¡Menudo telele de histérico!... ¡Pero quieres parar de una puta vez!...

-¡¡No me agarres, tío!! ¡¡Me cago en la puta que te parió ya!!... ¡¡Quítame la mano de encima que te mato, Miguelito!!...

Forcejearon. Fue un espectáculo tan singular como absurdo, por el que, frente a las facciones dolorosamente contraídas y escandalizadas de Miguel, avanzó el cuerpo completamente desnudo de Sergio, con sus pensamientos embotados y fríos. Tras el choque intermitente de ambos cuerpos, Sergio pudo, finalmente, desasirse de su compañero. Le propinó un tremendo empujón y Miguel cayó sobre uno de los escalones. Y antes de que pudiera ponerse de pie, oyó la voz furibunda de Sergio que, al tiempo que dibujaba entre sus labios una sonrisa casi abominable, exclamó:

-¿Tú ves este cuerpo desnudo, no? ¡Pues, hay que joderse, tío! ¡Para nadie!... ¡Y sanseacabó!...

Y en un instante fantasmagórico vio Miguel cómo Sergio se esfumaba de su vista. Se había lanzado por el amplio hueco de la escalera, resollando con tal ímpetu que, probablemente, habría volteado un segundo en el aire.


Miguel, aterrorizado, jadeó a su vez, llamándole:

-¡¡Sergio!! ¡¡No!!...

Los espantados ojos del joven se asomaron desde la barandilla. Sintió vértigo por primera vez en su vida, al tiempo que un insoportable hormigueo subía por sus piernas. Le enloqueció el mismo huracán de desesperación que había trastornado a su amigo. Se sujetó la cabeza con ambas manos. Aquella progresión inverosímil, dantesca, de la caída de Sergio, aumentaba y aumentaba en su cerebro como la más terrorífica de las pesadillas.

Al precipitarse por el estrecho hueco que formaban los tramos de escalera, aquella fantástica escultura que era el cuerpo del abatido joven había chocado primero con una de las paredes frontales. Rebotó de inmediato, como una enorme carcasa repleta de huesos, a punto de destrozarse sobre la primera baranda que encontrara a su paso. Fue rechazado de nuevo. Resonó otro golpe más seco y distante. Y, finalmente, resbaló desmadejado sobre una de las últimas barandillas. Al momento, cesó aquella multiplicación impetuosa de ásperos choques en el silencio del zaguán, pues, el objeto, que había salido despedido entre pared y pared dos o tres veces, repercutió como una masa extraña que, sin quebrarse, se abollara con insignificante percusión sobre el acerado suelo de baldosas.

Miguel, que no atinaba con el interruptor de la luz, observó tembloroso el cuerpo inmóvil de Sergio, ahora proyectado como una sombra inerte sobre la hondura amedrentadora de aquel hueco infernal, que le pareció inmensamente profundo. Avanzó sobre los escalones a grandes zancadas. Recorría las escaleras con esa intrepidez enceguecida del animal huido que escapa en todas direcciones. Se golpeó también con una de las barandas, y cuando llegó hasta Sergio, se hincó de rodillas, sin atreverse a tocarlo, observando su magullado cuerpo como quien contempla una hecatombe con la dolorosa impotencia de un niño.

No supo Miguel dónde fijar sus ojos. Recorrió con atención indagadora, una vez y otra, las líneas geniales de aquella carne fantásticamente esculpida sobre la que no se atrevía ahora a posar sus manos temblorosas. Vacilaba entre el furor consigo mismo por haber dado pie, merced a su fría, agresiva y egocéntrica actitud, a aquel disparate, y el miedo atroz a que Sergio pudiera en verdad haber muerto. No se atrevió a pronunciar ni una sola palabra. Sudaba a mares. Se quedó allí petrificado, sombrío frente al horror y el abatimiento por no haber podido evitar aquel suicidio absurdo; aquella locura, pálida y borrosa, con que se sacian hasta la desesperación los necios hervores de nuestras más íntimas miserias. Todos esos pensamientos, de profunda repugnancia, como mudos relámpagos en las noches perdidas de la mente, cruzaron ahora, apurados al máximo en un par o tres de minutos, y con pesadumbre agudísima, por su cerebro. Miguel, interiormente, sollozaba sin lágrimas. Le torturaba la idea de haber empujado a Sergio hacia aquella senda de irreflexión, invitándole a considerar tan necia y demoledora disposición como era la del suicidio.

Cerró sus ojos un segundo. Se deslizaba también por una pendiente convulsa. Retazos del más terebrante dolor rugían en su interior; percibía el vértigo de su implacable mezquindad. Jadeaba. Caía ya por el precipicio... Pero, de improviso, Sergio lanzó un breve gemido. Penaba terriblemente. Cualquier esfuerzo inaudito por moverse semejaba otra nueva locura. Abrió los ojos y los clavó con fijeza en el rostro angustiado de Miguel. Respiró con cierta serenidad. Se concedió una sonrisa de tolerancia tras una mirada de sufrimiento. Su corazón, vuelto hacia lo terrenal, mantenía de nuevo el conflicto de sus anhelos. Locura en contradicción con el amor.

Miguel que, momentos antes, creyó hallarse también fuera ya de este mundo, retornó maquinalmente a las notas de sus voces nostálgicas. En efecto, el sueño de toda armonía podía, en un segundo, fosilizarse entre las grietas y ruinas de la más profunda incomprensión. Y ascendiendo luego como una pompa de jabón, conceder un inmediato sentido de nueva sensatez a la vida. Se miró Miguel con mortal congoja en aquel espejo concebido por su compañero entre dos esferas hostiles: la de la esperanza comprendida como deseo, y la del instinto ejercido como violencia. Y allí, como aislada ahora de la vida, de la participación de sus sensaciones, la innata y cruel naturaleza del hombre ejercitaba su brutalidad sobre una única realidad: la de la desesperación. En aquel callejón sin salida, Miguel, con su propia voz, se erigía en anímico juez de tan ruda naturaleza, capaz de condenar a muerte a tan artificioso ente como el que, en consecuencia, pudiera significar Sergio; y el bulto blanquecino que sobre el suelo formaba el cuerpo de su amigo, se instituía así en criminal y víctima de la propia fiereza de sus instintos.


Todas aquellas impresiones desgarradoras fueron percibidas como imágenes centelleantes que, en un instante, corrieran a refugiarse entre aquel escaso y regular intervalo de luz impuesto por el automatismo del conmutador general, en el portal situado. Se hallaban de nuevo a oscuras. Miguel que, por así decirlo, volvió a respirar casi al mismo tiempo que Sergio, tendió ahora sus manos sobre el cuerpo de su amigo aunque sin atreverse todavía a tocarlo. Planearon trémulamente sobre la desnudez herida de aquella carne como avecillas rezagadas en la penumbra, y que, mecidas apenas por la brisa, distinguieran cautelosas una línea indefinida en el horizonte, y en su agitación no se decidieran a posar sus leves cuerpecillos sobre la superficie en sombras.


Sergio, en efecto, había vuelto en sí, y Miguel, acurrucado allí, junto a él, acercó por fin su rostro al de su amigo. Pese a que la más contumaz impotencia parecía haber paralizado también su voluntad, y que sus brazos habían tratado, con vana ilusión, de paliar con un abrazo aquella tortura a través de un nuevo ciclo del absurdo fermentada, Miguel aceleró con una animada sonrisa el voluntario rito de su redención. Algunas lágrimas brillaron al mismo tiempo en sus ojos:

-¡No te muevas, Sergiete!- Atinó a decir con trémula emoción, alzándose y encendiendo la luz- Por lo que más quieras, no te muevas... Todo se va a arreglar. Te lo aseguro...

-Mi...gue...li...to...- Se dejó oir la voz de Sergio, apenas un susurro dolorido que arrancara de lo más recóndito de su corazón- Per...dó...na...me, t...tío...

Miguel volvió su cabeza. La puerta del primer piso se había abierto, y apareció una mujer de mediana edad. Su cuello, que estirado hasta lo inverosímil, parecía levitar ahora en el vacío, fue el primero en iniciar un conato de aproximación hacia ambos jóvenes. Desde una de las barandas, les observó en silencio, no exenta de cierto desasosiego. Dudó... Pese a ello, la curiosidad es doctrina que, incluso ante el más inquietante pálpito de temor, acostumbra a abrir cauce casi siempre a nuestra voluntad. La mirada indiscreta e intranquila de la mujer guió cada uno de sus pasos a través de los escalones. No tuvo, sin embargo, valor para acercarse a ellos, un tanto consternada ante el inusual espectáculo que ofrecía el cuerpo arrodillado de uno de los jóvenes, al que reconoció de inmediato como uno de los inquilinos de la quinta planta, y cuya espalda se curvaba protectoramente sobre otro cuerpo que, inerte, parecía yacer sobre el frío embaldosado del zaguán.

Como perdidos ambos en profundos abismos, se observaron un momento Miguel y la vecina. No duró mucho tiempo. Aquélla, sin reprimir su asombro, no tardó en juntar las manos y acercárselas con enorme sofocación hasta su boca. La potente luminaria del portal incidía impecable y lustrosamente sobre las coritas carnes de Sergio, convirtiendo en una lectura poética la visión turbulenta, furtiva, de aquella perfección última con que la naturaleza es capaz de impregnar con tan espectacular y viril complacencia la humana miseria de nuestros cuerpos. Y abiertamente exclamó:

-¡Dios mío, pero si está des...nudo!

Tras el susto, hubo un nuevo conato, a todas luces involuntario, de alejarse de ambos.

-¿Qué pasa, señora, ... no le ha visto nunca los huevos a un hombre?- Profirió Miguel con voz infernal.

-¡Oiga usted!... - Se escandalizó la mujer.

Lanzó el joven aquel exabrupto como alternativa postrera a su angustia. Mas el estúpido gesto de desagrado que imprimiera a su rostro la vecina le devolvió a la realidad. Y atinó por fin a desprenderse de su húmeda “parka” y cubrir con ella el cuerpo tembloroso de Sergio.

El semblante de Miguel resultaba ahora feroz. Contuvo la respiración. En aquel momento en que nada aparentaba tener sentido, hubiera deseado lanzar la caballería contra aquella mujer cuyo rostro expresaba frío desprecio. Le quemaba el alma verse obligado a recabar de un extraño la salvación de Sergio.


-¡Quiere dejarse de aspavientos escandalizados, señora, y hacer algo útil!...- Exclamó fuera de sí Miguel- ¡Traiga una manta, o una colcha,... lo que sea! ¿O es que pretende , además, que mi amigo coja una pulmonía?... ¡Y llame a una ambulancia!... ¡Dele un toque también a la Guardia Urbana que no andará muy lejos!... ¡Pero haga algo de una puta vez, joder!...

-Pero, ¿qué es lo qué...?

-¡La hostia, señora!... ¡Quiere usted hacerme el maldito favor de no perder más tiempo!...

Subió la mujer ahora la escalera precipitadamente, desconcertada, aunque sin atreverse a interrumpir de nuevo al joven. Y, por curiosidad siempre, fue barajando en su cerebro algunas hipótesis descabelladas de lo que allí hubiese podido en verdad suceder. Palpó más que vio el apoyo de las barandillas, pues, antes de alcanzar su puerta, aquellas intermitencias lumínicas que tan bruscamente obraban sobre el inquietante espectáculo que ambos jóvenes ofrecían junto al portal, les sumió a todos de nuevo en la oscuridad. Titubeó la mujer un instante hasta alcanzar por fin el interruptor de la luz.

Más horrible que el hecho consumado en sí, resultaba ahora aquel silencio entre Miguel y Sergio. Los dedos de éste, desde el frágil punto de apoyo de su cuerpo, horriblemente lastimado sin lugar a dudas, y dotados de tan instintiva convulsión como la que promoviera el más leve movimiento, tomaron de repente la determinación de encontrar un soporte en el pecho jadeante de Miguel. Y así se aferraron con fuerza a lo primero que encontraron. Se engarabitaron y recorrieron trémulamente la humedecida ropa de su amigo.

-No... de...jes... que me mu...e...ra, Mi....gue...li...to- Susurró Sergio, tiritando.

A su acento dolorido, le siguió una mirada suplicante, distante y extraviada. Su dientes castañeteaban. El ardiente hálito de la vida, desde el fondo inexpresable de un mal sueño, imponía de forma elemental la búsqueda de una nueva meta lejana. Precisamente, el espanto estaba allí. En la pesadilla de ser hombres y sucumbir a sus inicuas necedades; en el horror de poder reflexionar despavoridamente sobre lo absurdo de nuestras existencias; y en el deseo estremecedor de poder burlarse uno de sí mismo y mandar al traste a todo este mundo miserable y vacío.

A punto estuvo Miguel de empezar a reírse como un loco.

-No te vas a morir, Sergiete... Te lo prometo, ... por más empeño que hayas puesto en ello, ¡so huevón!...

No le costó ahora recobrar su serenidad. Observó a Sergio con detenimiento. Vio en él al eterno niño acostumbrado a hacer siempre su santa voluntad. Y él había corrido a su lado, rozando la pendiente en todo momento, ya que aquellos precipicios majestuosos del deseo formaban una preferente unidad entre los seres humanos.

Trató ahora Miguel de pasarle un brazo por el cuello a Sergio y de atraerlo hacia sí, pues su corazón se alegraba en verdad y había sentido en su pecho la alegría maravillosa de recuperarlo. Pero su compañero lanzó un hondo gemido de dolor, y Miguel, sonriéndole, desistió de ello.

-Jo...der, Migue...lito,... es la pri...me...ra vez que me du...e...le un a...bra...zo tuyo...-Balbuceó el infeliz joven.


-Tranquilo, Sergiete... es cuestión de unos minutos. La ambulancia está al llegar y no debes temer nada. Te vas a poner bien, te lo juro.

-Pe...ro no va...yas a dejar...me solo, Mi...gueli...to... Ven...te con...migo, t... tío, que es...ta vez es...toy “aco...jo...nao” de ve...r..dad...

-No pienso dejarte.

Se apagó la luz, y Miguel se alzó en busca del conmutador.

-“Pero, y la tiparraca esa, ... ¡qué coño estará haciendo!”...- Masculló Miguel, retrocediendo con la mirada enfebrecida hacia la escalera.

Se arrodilló de nuevo junto a Sergio. Quería que sus ojos obraran sobre él como un renovado bálsamo de cariño. Deseaba que, desde su infierno, Sergio resucitara ahora a la suave corriente del río de su afecto.

-Me due...le to...do, tío...

-¡Lo sé!- Discurrió Miguel de repente hacia el humorismo- Hasta para suicidarse hace falta talento, y tú, ¡ni eso!, ¡pedazo de hortera!

-No me ha...gas... re...ir, Migu...e...li...to…, que es...to...y... tri...tu...ra...do.

-¿Qué no te haga reir?... ¡Joder!... ¡Estrangularte!, ...eso y no otra cosa es lo que tendría que hacer..., ¡so gilipollas!...

-Si...go... si...en...do... eel mi...s...mo des..as...tre que co...nocis...te en Loo...n...dres... ¿Te...acu...er...das, tron...co?...

-¡Cómo tengas los santos huevos de montarme ahora el numerito del recuerdo,... es que te ahostio,... joder! ¡En Londres,... allí es donde tenía que haberte estrangulado!

-¿Es...tás... lloran...do, tron...que...te?- Se desmayaba el corazón de Sergio- ¡E...res la le...che!

-¡Venga ya, y no seas huevudo!- Trató Miguel de ocultar las lágrimas que, en efecto, relucían atropelladamente en sus ojos- ¿Cuándo me has visto tú a mí llorar?...

-Per...dó...nam...me, Mi...g...gue.li...to...- Repitió Sergio, al tiempo que sus dedos, con gran temeridad y el mayor de los desesperos, trataban en vano de alcanzar el rostro de su amigo- Pe...ro... es... que es...t...taba... co...mo l...lo...co..., t...tío...

-¡Eres la rehostia!

Finalmente, acudió la vecina. Traía consigo un edredón acolchado, y cubrieron el cuerpo tembloroso de Sergio.

-He llamado a la ambulancia. Está al venir..., no se preocupe. Y también a los Municipales, como usted me pidió- Le dijo la mujer con voz queda a Miguel.

Se puso éste en pie, sin dejar de observar a Sergio.

-Gracias, ... gracias por todo.

-No, por Dios... Y usted, ¿se encuentra bien?

-No se preocupe por mí... En cuanto a mi brusquedad de antes, he de rogarle que me perdone.-
Permanecieron inmóviles tras estas palabras de disculpa.

-¡Pobre muchacho!...- Exclamó todavía la vecina.

La entonación compasiva de aquella voz, como una última vibración de prolongada pesadumbre, habría significado una cruel tortura para Miguel, de no ser porque, en tales instantes, desde el helado exterior, sobrecogiéndoles, les desgarró el oído el penetrante alarido que emitiera la sirena de la ambulancia. Para desesperación de Miguel, aparecieron más vecinos, movidos por la curiosidad. Quedó expedita la gran puerta del zaguán. Una vez en la camilla, el abatimiento de Sergio se hizo patente entre sus profundos gemidos de dolor.

-¡M...mi...gue...lito, t..ío...- Intentó alargar su dolorido brazo Sergio, tratando de retener a su compañero en un último ruego.

-¡Voy contigo, Sergiete!... Estoy aquí,... no te preocupes por nada...- Trató Miguel de imprimir a sus palabras un acento tranquilizador, al tiempo que enjugaba sus lágrimas. Luego su mano se atenazó cuidadosamente al brazo desmadejado de Sergio, que había sufrido un desmayo.

Requeridos por la llamada alarmada de la vecina, y tras la ambulancia apareció un coche de la Guardia Urbana. La procesión hasta el hospital se le hizo interminable a Miguel. A través de las frías calles desiertas, aquel alarido siniestro se trenzaba en el moderado corazón de la noche, penetraba en la ceguera insaciable del alma, proclamaba un sacrificio de expiación al dios de la locura.


Recorrió Miguel el inmenso pasillo de hospital como se recorre el subterráneo de la muerte. Frío como el mármol muerto de la pasión. Más allá de la puerta por la que desapareció Sergio se abría una tenebrosidad iluminada, diáfana y fluida. Era como penetrar en el confesionario de la nada. Se cerró la puerta como se cierra el sobre de la despedida. Luego todo levitaría sobre esa especie de magnetismo que posee el morir voluntario. La noche y el recuerdo flotando sobre la inundación de la muerte. La languidez intoxicada del absoluto silencio.

Cuando Miguel volvió en sí, se enfrentaba ya al tono prudente de un policía.

-¿Era amigo suyo?...

Miguel empujaba ahora sus palabras entre lágrimas. Recordó de pronto algo que había leído una vez: “las noches mueren desesperadas por no oír sus gritos de dolor”.

-¿Era amigo suyo?...- Insistió el policía.

-C... compañero y... amante.

-¿Vivían juntos, entonces?...

-No.

-¿Su dirección?...

-La ignoro...- Aclaró Miguel. El nudo que se había instalado en su garganta le asfixiaba.- Imagino que constará en su D.N.I... Sus...-Trató inútilmente de contener sus lágrimas- Sus ropas... están ahí...-

-Es obligado que avisemos a algún familiar.

-No tiene... Sé que vivía... Sé que v... vivía...- Miguel no acertaba con las palabras. Se quedó enredado en la cadencia arrinconada de ese universo por el que se desgajan sombras humanas, como lo fue la de Sergio, que se hacen los encontradizos y aportan despertares de recién llegado al mundo de las aventuras, de las pasiones.

-¿Vivía?...- Aguardaba el agente-... Si no se encuentra usted bien, podemos avisar...

-Estoy bien... no necesito que avise a nadie...- Repitió Miguel como un autómata.- V... vivía... con una especie de... (dudó, como conteniendo un sollozo frente al marco negro del espejo de las infidelidades).

-¿Una especie de...?

-No sé...¡Qué hostias quiere que le diga!- Desbarró Miguel- ¡No lo sé!...

-¿Otro amante, no?... – Ironizó el policía, con la mirada fija en el rostro demudado de Miguel.

-¡Sí,... otro amante... quizás...! ¡Ya le he dicho que no lo sé!...- Repitió el joven, como alucinado. Y le tembló la boca: -¡Qué coño puede importar ya!...

-Tranquilícese- Se mostró comprensivo el policía.

Miguel hubiese querido buscar palabras atroces, pero únicamente hallaba la pureza de una resonancia, el concepto diáfano de una evocación, que permanecía como imaginada en lo inmutable: ... el cuerpo ágil y moreno de Sergio, la exquisitez burlona de su rostro, que llegaba de nuevo hasta él por entre el hall magnífico del hotel de Londres. Era enloquecedora su maestría en el movimiento. Y resultaba majestuoso porque ejercía sus artimañas con esa acomodaticia espontaneidad de quienes saben también acaparar el placer como un arte. Era el más hermoso predicador de las doctrinas del deseo. Y así había obrado ante Miguel, como intérprete solitario ante un espectador único, midiéndose con las trazas persuasivas y soñadoras del llorado Hefestion.