lunes, 22 de junio de 2009

El Republicano




Autor: Tassilon-Stavros


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EL REPUBLICANO


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Don Jacinto Cortés era hombre de talla mediana, de muy esmirriada envergadura y aflamencado paso, muy dado, por tanto, a la gran zancada, que solía acometer siempre con machacón vaivén, y cierto amago de desplome que, naturalmente, y por suerte para él, nunca se producía. Era la suya, en consecuencia, traza de muy perfiladas facciones, habida cuenta su extrema delgadez, rostro atravesado por hondas arrugas que agrietaban sus resecas mejillas como pronunciados costurones; ojos un tanto abombados que se ensartaban apenas en unas cuencas de marchita flaccidez, recto apéndice nasal, y rala cabellera que se recortaba en forma de cepillo, muy a lo nazi, y totalmente encanecida.


Se sumía el hombre en el amargo pozo de la demencia, y aunque atacado por períodos de intensísimo mutismo, se desquitaba luego de improviso para ofrecer rico repertorio doliente y huraño, que lanzaba a los cuatro vientos cual vehemente pregonero acometido de rabiosa ojeriza por cuanto le rodeaba; como una imagen siniestra en busca de su mundo perdido.
Náufrago, pues, en esa estela irreversible del pasado, su agónica lucidez recluida en un horizonte desterrado, fuera su transitorio deambular triste espectáculo durante mucho tiempo representado a lo largo de aquellas frecuentadas aceras de nuestra calle. Probables reminiscencias de penosas etapas carcelarias caracterizaron sus rápidas zancadas, más arriba referenciadas, que, además, remataba con peculiar disposición tras la espalda de sus enlazadas manos, así como aquella enajenada terquedad andariega con que se sumía en una eterna coalición de imposibles intrigas.
Republicano acérrimo, su contundente credencial política persistía entre el pliegue ruinoso de su mente trastornada y a través del enigma substancioso de su parloteo exaltado, cuyas connotaciones de luchadora y rigurosa obstinación se sublimaban a través del un tanto indiferente ámbito callejero.
De igual forma, a sus acostumbrados lapsos de paseante empedernido, en similar línea con sus inconstantes períodos de obsesivo y melancólico mutismo o excesiva labia, se sucedían largos intervalos en los que desaparecía también de la monótona periferia de las aceras para recluirse monacalmente en el interior angosto de su pequeña habitación, situada en el sexto piso del inmueble en que vivía con sus dos hijas (a las que, sin duda alguna traía o llevaba, que es lo mismo, por el camino de la amargura), una casada y sin hijos, y otra soltera; enfundadas, por aquel entonces, en riguroso luto, prueba palpable de la viudez reciente de don Jacinto.
Emparentados con el terruño extremeño, procedían de Trujillo, espectacular villa Cacereña atrapada en el eslabón idílico de muy renombradas hechuras históricas, entre sus medievales crónicas "Almanzóricas" y aquel glorioso pabellón que cobijara la grandeza conquistadora de Pizarros y Orellanas.
Su relación con el vecindario del edificio se circunscribió, por supuesto, al piso que ocupaban junto con el resto de familias que habitaran en su mismo rellano. En cuanto a los demás vecinos, imagino yo, que, salvo una mera referencia ocasional, quedaría como única constancia la que se supeditaba a su conmovedora personalidad, claramente reflejada a lo largo de aquellos dos o tres años en los que coleó por el inmueble. Su azaroso politiqueo chispeante, tremebundo o volcánico, indescifrable las más de las veces, atesorado en el granero insondable de su neurótico cacumen, trazaba, no obstante, la senda lejana de su esforzado idealismo, una vez su verborrea incontenible lo transmitía al insensible auditorio callejero. Recibían las aceras el torrente indomable de su latente proselitismo político, años ha engrandecido por el estandarte tricolor de su perdido universo republicano. Y aunque nunca se supo la baza por él jugada en la un tanto olvidada (a la fuerza ahorcan) contienda civil española, él seguía perdido entre sus laberintos de sinrazón e imposibles proclamas triunfales frente al rechazo amargo de la victoria franquista.
Probablemente fue uno de los muchos errabundos apasionados que enloquecieron entre la penumbra siniestra de los presidios, entre el desasosiego irrefutable de las sentencias y sus incertidumbres postreras, y, por consiguiente, entre el fragor espantable de los fusilamientos. Su locura manifiesta, liberándole del mundo de los muertos, le convertiría así en el patético cadáver que, por aquellos días, deambulara entre los vivos... La gente le rehuía, y, según tengo entendido, el vecindario del rellano vivía en constante angustia y miedo, presintiendo algún que otro desatino o acometida inesperada por parte del pobre hombre; aceptando muy someramente los argumentos expuestos por sus hijas en cuanto a la bondad e indefensión que se daban cita en la infeliz figura de su padre, y con los que ellas trataban de calmar los temores expresados por los vecinos.
Era cierto que el hombre jamás arremetiera contra nadie, incluso en sus más fanáticos períodos "verborréicos", cuando declamaba en solitario por las aceras sus larguísimas polémicas entrecortadas y siempre tan difíciles de entender, ensombrecidas, eso sí, y con bastante frecuencia (expuestos canguelos de la vecindad y reiteradas intimaciones policiales) por groseros incisos de apasionado partidismo antiestatal que acompañaba de tremebundos reniegos amedrentadores, a pesar de su inofensiva apariencia de chiflado, y cuyos contenidos balbucientes, por imposibles, difícilmente podría transferir aquí. Eran constantes sus argumentos de total ojeriza al régimen establecido por los estamentos franquistas y sus desmedidos y un tanto desfasados alaridos antifascistas con que daba buen filo a su lengua mientras trotaba por las aceras que discurrían frente al edificio. Era mucha la gente que se escandalizaba ante el bramido insultante con que se disparaba de pronto don Jacinto, sin encomendarse a Dios ni al diablo. Sustos los hubo a miles. Muchos de los transeúntes que circulaban con total indiferencia junto a él, dado el inicial mutismo de que hacía gala nuestro hombre antes de lanzar el bufido obsesivo de su descontento, recibieron el trabucazo con que los agasajaba el expresidiario loco. El sobresalto con que, inesperadamente, se exclamaba el pobre viandante era de auténtico infarto. Y a veces saltaba por los aires el más cómico de los alaridos si el choque lo sufría alguna inocente mujer. Muchos salían zumbando como alma que lleva el diablo. Y más de uno al que no le apetecía pegar la olímpica zancada de huida, descargaba sus puyas indignadas sobre don Jacinto cuando aparecían sus hijas tratando de apartarlo de la calle.
-A ver, señoras, y si un día le da por pasearse en porreta viva, ¿qué?...
-¡Hombre, no sea usted ordinario!
-Supongan que otro día se le ocurra sobar a navajazos al primer transeúnte que pase por su lado. ¡Sabe Dios lo que puede cocerse en semejante olla de grillos como la que bulle en la cachola de este señor!
-¡Oiga! Pero ¿usted qué está diciendo? Que mi padre es muy noble,... un bendito de Dios.
-Pues, miren ustedes, señoras, por muy santo que sea, a ver si se enteran de una vez que está como una puta cabra... Que la guerra ya hace tiempo que se acabó... ¡Nos ha "jorobao" aquí el maqui resucitado este!
Don Jacinto seguía erre que erre, nómada senil de las calles, abismado en la glotonería de su paranoia. E incontables hubieron de ser las veces, como es fácil imaginar, en que la decidida intervención de sus hijas aportara, si cabe, mayor nota de incontrolado patetismo en aquellas jornadas presididas por un recrudecimiento de tan empachosa obsesión vociferante a través del desatado aluvión de sus rechazos universales. Y cuando sus hijas lograban relegarlo al oportuno retiro o cobijo protector de la alcoba (y cuya única ventana se abría al hondo precipicio del zaguán, más allá de la oquedad rampante de las escaleras, sus descansillo y el ascensor), don Jacinto, seguramente, se debía imaginar como atrincherado de nuevo en el perímetro sombrío y angosto de alguna celda de mal recuerdo.
El pasatiempo constante y favorito de nuestro personaje, según cuentan, muy en la línea de un predominante enciclopedismo popular, abogando en favor de su devocionario político, y, como era de cajón, de marcadas tendencias agnósticas, se extendía por todo el ámbito del inmueble en una exposición de guasones preceptos a los que acompañaba de tarareante musiquilla, y que así parabolizaban:
-¡Los Mandamientos de nuestra iglesia cinco son!:
"¡El primero: nos quitaron gobierno y dinero!"
"¡El segundo: lo sabe todo el mundo!"
"¡El tercero: no queremos curas ni extranjeros!"
"Él cuarto: no queremos a Franco!"
"¡El quinto: abrir puertas y cerrojos que pronto volverán los rojos!"
Y canturreaba y canturreaba, temerario y ufano, volviendo una y otra vez a la apasionada singularidad expositiva de sus mandamientos, por todos de sobra conocidos, entremetiendo tenaces alaridos en pro de la ya fenecida República Española, que luego sazonaba con melómano y "allegro molto Vivaldiano" estribillo entonador de aquella un tanto olvidada "Internacional", cuyos esplendores de apasionadas entregas y afiliaciones se extraviaran ya por siempre jamás entre aquellos ensueños, ahora muertos y enterrados, de tan efímeras como lejanas aspiraciones sociales.
-¡Ese hombre!... ¡Que alguien le haga callar!- Exclamaba enfurecido el vecino de enfrente, que no lo jamaba, asomándose al escenario sonoro del descansillo desde el que veía su ventana- ¡Que nos va a perder a todos, el muy jodido pastelero! ¡Se van a enterar ustedes bien enteradas el día que la Guardia Civil ronde por aquí! ¡A ver si se le atraganta de una vez tanto canturreo!... ¿Me oyen ustedes?...
-¡Padre, por favor! ¡Pare usted!- Aparecía entonces una de las hijas, intentando cerrar la ventana y apercibiéndole de que se recogiese en el interior de la alcoba.
-¡Con tanta cucamona nada se arregla!- Volvía a las andadas el vecino- ¡A ver si le compráis un bozal! ¡Que eso es lo que necesita, en lugar de tanto mimo! ¡Menuda leche con la familia esta!
-¡Haga usted el favor de callarse, señor mío, y no meta las narices donde nadie le llama!... Que de mi padre ya me encargo yo.- Se revolvía la hija del señor Cortés.
-Pues, ¡menudo encarguito, guapa!- Gesticulaba el vecino con su vulgar sonsonete achulado.
-¡Déjenos en paz de una vez! Que aquí el que necesita un bozal es usted... que, a fin de cuentas, grita más que mi padre.- Argumentaba con un aspaviento la otra hija del pobre orate.
-¡¡¡"Si los c... curas y los fra... iles s... supieran la p... paliza que les van a dar... s... saldrían despacio gri... tando: libertad, libertad, libertad"!!!- Seguía indiferente con su canturreo nuestro fanático personaje- ¡¡¡"Luchamos contra los moros, legionarios y f... fascistas"!!!- Continuaba el galimatías de sus entusiásticos cánticos republicanos, liándose ahora con "¡Ay Carmela!"
-¡Padre, basta ya! Cállese usted de una vez por todas... Y no se asome más.
El encolerizado vecino, al que, con toda seguridad, se uniría algún otro, seguía rasgueando el gorjeo sutil de sus reniegos.
-¡Bah!... ¡Váyanse ustedes por ahí!- Efectuaba recriminatorio y definitivo visaje la hija del demente anciano, cerrando por fin el ventanuco, que se encargaba de asegurar con la correspondiente falleba.
Seguían las exclamaciones enardecidas del vecino, al que, como ya dije, se asociarían los descompuestos jeribeques de algunos más:
-La República y sus ideales, ¡vaya un cuerno!, ¿qué hacían sino arrastrar al país hacia el desastre total? ¡Mano dura es lo que siempre ha necesitado España! ¡Más control y menor irse por los cerros de Úbeda!- Seguía el fachendoso títere afecto a la Dictadura- Y si no, ¡a ver!, ¿cuándo hemos estado mejor que ahora?
No dudo de que cierta estupefacción se reflejaría en la cara de más de un vecino. Pero...
-Para mí- Mascullaba, finalmente, el locuaz y entusiasta contemporizador del Régimen- que ese señor Jacinto tan loco andaba cuando la República como ahora, y el muy mochuelo donde mejor estaría es en Leganés y no jorobando a toda la vecindad del edificio o a la pobre gente que anda por las calles. ¡Aún no me explico cómo coño pudo salvarse del paredón!...

... Llovía a cántaros. Un atardecer desapacible y helado. El inmueble todo se recogía en el periférico hermetismo de sus paredes, cobijando el rebullir apagado de sus habitantes de la inclemencia invernal. Los rellanos ofrecían la mortecina lucecilla de sus encendidas bombillas que transformaban los superpuestos cuadriláteros en colganderas hornacinas, y cuyas mezquinas claridades se volatilizaban desde la inmensidad cavernosa que constituía el zaguán hasta la alta claraboya anublada, tan sólo inflamada de vez en cuando por la instantánea luminosa que dibujaba el intervalo de los relámpagos.
Algún rumorcillo errabundo, alguna vocecilla "cantaora" o musical nota radiofónica casi imperceptible (la televisión por aquellos días, significaba todavía, dado su precio, un ensueño proletario casi imposible), era inmediatamente absorbida por el retumbo de las tronadas y el tecleo avasallador que la lluvia provocaba sobre el apagado tragaluz.
La penumbra supo de sus movimientos bajo la monotonía machacona de la tormenta. El abismo se desparramaba ante él en hondo silencio despejado, embriagándole con una persuasión viciosa y solitaria, acorde con su desequilibrio melancólico, y con aquella perdida connotación solidaria de su extinta identidad. Su cuerpo temblequeó probablemente un instante, sigiloso y callado, al desperdigarse en la hendidura seductora del vacío, estrellándose con seca percusión contra el gris embaldosado, ya desconchado por el tiempo y las pisadas, del oscuro zaguán.
La rebelde envoltura con que enmascaró su existencia don Jacinto Cortés yacía ahora bañada en pavoroso charco de sangre entre el patético asombro de la vecindad y el llanto desgarrado de sus hijas, y cuyo predominio ambiental contrarrestaba sensiblemente la indolente tiranía estrepitosa con que los aporreaba el lluvioso atardecer.