martes, 16 de junio de 2009

Aquel septiembre




Autor: Tassilon-Stavros




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AQUEL SEPTIEMBRE



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Pasaba yo unas vacaciones en Paros (isla cyclada de hermosas ermitas y molinos de viento que ofrecen una gracia, un aroma y un goce irresistible a los cultos humildes de sus gentes y a la curiosidad incansable de sus visitantes) con mi tío Michelis, que tenía un restaurante típico bastante famoso en el puerto de Parikia, y muy frecuentado durante el verano por cientos de turistas, siempre atraídos por su buena cocina. Era un lugar que me encantaba, y cuando recalaba en Atenas, casi siempre en el mes de septiembre, antes de empezar el curso en Madrid (donde continuaría con mis apasionantes estudios de psicología en la Universidad Autónoma), me lanzaba al pequeño transbordador que partía del Pireo y me plantificaba en Paros dispuesta a disfrutar, durante un par de semanas, de aquel lugar acogedor en compañía de mi tío predilecto, muy avenido con su soltería (aunque eran muchos los amores que se le conocían o achacaban, según divertidos comentarios de los vecinos de Parikia, y que él conservaba en un poniente de memorias, contándome (cuando yo le preguntaba sobre ellos) que “los tenía guardados en el bolsillo de su corazón para no dejárselos en este mundo cuando se fuera de él”.

Aquella tarde en el cielo de Parikia grandes nubarrones se oprimían, acechantes, sobre su siempre purificada rotundidad azulada, como describiendo signos abultados y deformes en aquel valle celestial siempre desnudo y desembarazado que parecía proteger fervientemente, con su eterna limpidez, nuestra isla de Paros. De pronto, todo aquel negro arropamiento se desgarró, y la lluvia, como un reguero brutal y rugiente, devorando toda percepción del pequeño puerto, arreció, extendiéndose como un telón de neblina que no dejaba ver nada más allá de unos cuantos metros.

El temporal vino siguiendo al transbordador de Atenas. Y cuando atracó por fin sobre las ocho de la tarde, la mayor parte de tabernas, cafés y tiendecitas que salpicaban el muelle tenían ya sus luces encendidas. Algunos de los turistas que viajaban en él buque se habían mareado, dadas las tremendas sacudidas a que se había visto expuestos. Mi tío y yo, junto con algunos clientes fijos del pequeño restaurante, contemplábamos a través de la cristalera como arreciaba la lluvia, y cómo bajo tan exasperante reiteración como la de los truenos y relámpagos se organizaba una divertida algarabía de gritos en el puerto, aunque las voces resultasen sonidos totalmente incongruentes. Muchos de los visitantes llegados en el transbordador de Atenas penetraron en el primer café que se les puso a mano.

Un joven, que se empleaba ahora en dar grandes zancadas, a fin de acortar la distancia que lo separaba de nuestro acogedora taberna-restaurante, tomó la delantera a otros muchos que le seguían, y penetró en el establecimiento, jovial y sonriente, resoplando, mientras se liberaba con toda rapidez de la mochila que transportaba en su espalda. Se hallaba empapado. Su escasa y chorreante vestimenta veraniega, casi invisible, alternaba sus hechuras sobre el cuerpo, como si conformasen absurdos taparrabos relucientes. Se entrecortaba su respiración. Gruesos goterones recorrían la limpia modelación de su rostro. Llevaba el cabello muy rasurado, que refulgía, al igual que su atractiva barba, también muy rapada y bien perfilada más allá de sus pómulos, bajo la luz del establecimiento. En cada ademán de aquel rostro moreno y no menos perlado por la acometida de la lluvia vibraba, he de reconocerlo, su masculina belleza. La veraniega camiseta y el pantalón tejano habían recibido, en su arrebatada carrera, los raudales incontenibles que sobre él vertiera aquella catarata incontenible de los cielos, y así se le adherían al cuerpo, como engrudados, permitiendo a mi mente maquinar, dado el placer que me producía contemplarlo, casi “morbosas” transparencias frente al más conciso y menudo de sus movimientos. Su magnífica espalda se incorporaba, simétrica y tentadoramente, a la ondulación voluptuosa de sus constreñidos glúteos, ahora lubricados por la húmeda estrechez del tejano. Sus muslos y piernas tenían también esa conjunción perfecta de las estatuas clásicas que a mí tanto me atraían. Me dirigí rápidamente a él, que ahora se quitaba unas minúsculas gafas y trataba de secarlas con una toalleta que había tomado de uno de los servilleteros que se hallaban sobre las mesitas. Yo me sentí casi en una especie de séptimo cielo, ¡a pesar de la lluvia!, cuando el joven me saludó con un sonriente ¡hola!, y pude comprobar que el visitante era español. Su voz quedó un tanto velada por el rumor del televisor, cuando me volvió a saludar:

-Perdona,...- Se excusó- “Kalispera” (‘buenas tardes”)

Yo me hice la tonta, y tan sólo le respondí con un apenas entrecortado “yásou” (hola).


-¿Poo ine, toilette,… parakaló? (¿dónde... lavabo, por favor?)- Se notaba a la legua que se había aprendido de memoria las típicas frases de las guías turísticas- ¡Toilette! ¿Entiendes?- Insistió- Bueno, es igual... Es que estoy chorreando- Añadió gesticulante, con esos ademanes tan característicos de la idiosincrasia latina- “I’m very wet”- Echó mano ahora del inglés por si acaso; y luego, ahuecándose la chorreante camiseta azul, exclamó: -¡Joder con la lluvia de los c...! “Sorry”- Se arrepintió- Bueno, como no me entiendes...- Y yo solapé una risilla.

Seguí riendo para mis adentros mientras le indicaba con un gesto expresivo de la mano que me siguiera. Abrí la puerta de un pequeño patio (siempre bajo la mirada asombrada de mi tío Michelis, que no comprendía a qué estaba jugando yo con aquel atractivo joven, haciéndole creer que no entendía el español) donde la lluvia repiqueteaba estruendosamente sobre un techado de uralitas, y le mostré, al fondo, el magnífico (he de insistir en que lo era) lavabo que el restaurante ofrecía. El me lo agradeció con el clásico “efcharistó”, y tomando su mochila corrió a cambiarse de ropa.

Pasado el inicial nerviosismo de la llegada, apareció de nuevo. Se había cambiado de ropa: tejano y una preciosa camiseta que le sentaba de miedo. A mí me gustaba tanto que, cuando se me acercó otra vez (estaba yo ahora tras el mostrador), me quedé sin respiro, casi aturdida o embobada, lo mismo da. Había soltado su mochila y colgado su ropa mojada en una de las sillas que se hallaban junto a la mesita que se disponía a ocupar. Me hizo un gesto antes, como pidiéndome permiso para dejar allí la camiseta y los tejanos humedecidos. Yo le sonreí afirmativamente.

-¿”Fagitó”? (¿comida?)- Inquirió él, con una expresiva y dulce mímica llevándose sus dedos a los labios. Yo no dejaba de sonreír ante el guapo muchacho, disfrutando ante la técnica de gestos por él empleada.

-“Ne, ne” (¡sí, sí!) –Repuse de inmediato.

El muelle de Parikia, bajo resplandor tan lívido como el de su cielo anubarrado, y con aquel encanto lacrimoso y amarillento que le prestaban sus lucecillas, asomaba ante los ojos de los visitantes como una de aquellas viejas fantasías tantas veces reflejadas en los aguafuertes impresionistas del diecinueve. Y en su horizonte, ahora brumoso por el aguacero, apenas parecía perfilarse ya el aliento del verano, pues toda la alegría del que fuera activo puerto, surcado por transbordadores, barcos pesqueros y algunos yates de recreo, se transformaba ahora en plañido casi otoñal. El joven había echado una nueva ojeada al exterior desde las ventanas. El calorcillo del restaurante le había reanimado. El establecimiento era muy acogedor, limpio hasta el delirio, plenas sus paredes de enmarcadas fotografías de la antigua Paros, y cerca del mostrador de baldosines, sobre un pedestalillo de madera, se exhibía la imagen disecada y negruzca de un pez enorme, pescado por sabe Dios quién (mi tío aseguraba que había sido él, pero yo sabía de sobras que eso no era más que una de las muchas trolas que tanto le gustaba contar a sus clientes)

-¡Mi madre, vaya bacalao!- Había exclamado mi atractivo visitante, sonriéndome, e imaginando, claro está, que yo seguía sin entenderle.

Yo me contuve la risa, y, más y más solícita, me di buena prisa en aliviar la mesita en la que él se había sentado de una inexistente capa de suciedad, repasándola obcecadamente con un blanco pañito ante la mirada divertida del joven.

-¿Pós ... se léne...? ¿Tú?... ¿Name? (¿Cómo te llamas?... ¿Tú? ¿Nombre?)- Inquirió de pronto él, volviendo de nuevo al inglés, y yo observé en su rostro una simpatía retozona, una irresistible atención investigadora a la que no pude resistirme. No podía tampoco (mágica y divertidamente imantada a él) apartarme del joven, como imponiéndome a mí misma cierta ansia absurda por gustarle ya hasta el fin. Y él me seguía mirando como un niño curioso... Acabé por tartamudear:

-“Me... l... léne... Vicky... Victoria...” (“Me ll.. llamo Vicky... Victoria”) –Y me temblaron las manos mientras le entregaba la carta: “To catalogo”...

Él la tomó y me respondió:

-¡Bonito nombre! That is english?… (¿Es inglés?)... Bueno, “járica” (“encantado”)... “Me léne Pablo”...

-¿Hispaniká? – Pregunté yo como una tonta.

-¡”Ne, ne, hispaniká!” (¡Sí, sí, español!) ... De Madrid...

-¿Milate heliniká? (¿Hablas griego?)- Le pregunté cómo habría hecho cualquier muchacha que se dejara llevar, como yo en aquel momento (aparte la broma de ocultarle mi procedencia española) de una encendida candidez, que no me liberaba ni por un momento (ni yo lo quería) del apetecible desmayo de satisfacción que me ofrendaba aquel infantil juego.

-¿Yo?... ¡No, no!... “Ochi, ochi... then mil... miló heliniká” (¡No no,... no... hablo griego”)... ¡Que más quisiera!- Añadió rascándose nerviosamente su recortada barba a lo Aquiles, y empezó a leer la carta. La verdad es que no dejábamos de mirarnos y yo, como extasiada, la leía al mismo tiempo que él: ¿Kotópoulo?...- Yo hice un gesto con las manos, como batiendo alas (riéndome) para que me entendiera: ¡Ah, pollo!...

-Sí... – Se me escapó la afirmación.

-¡Muy bien!,... en español: sí, sí... – Rió él, y yo me puse colorada, mientras mi tío Michelis se reía también al tiempo que servía a otros clientes, observando que no tardaría en escapárseme mi conocimiento del español (que era mi lengua materna).

-Bueno, pues pollo... – Me iba indicando él- Y... – Dudó, hablando consigo mismo- A ver... un poco de “tapeo”... esto... “kalamarákia”... calamar ¿no?... Bueno, en español... un poco de “psomi” (“pan”)... una copita de...

-¿“bira”?... – Aventuré yo.

-No, no “bira”... No me gusta la cerveza... Mejor “krasí” (“vino”)... Y “yiaourti heleniká” (“yoghurt griego”) con miel... “Honey”... como tú...- Solapó el piropo, lanzándome una mirada encantadora tras sus gafitas que le resbalaron un instante de la nariz mientras me observaba, y siempre convencido de que yo no lo entendía.

-“Baklavá” (“Pastel de miel”)- Le aconsejé yo, animándome, tentada ya de crear con él un conato de conversación,... pero aún me mordí la lengua: -“Good”... “Bueno” ...

-¡Ah, en español, ¿eh?... ¡Bueno! Muy bien, amiga... Pues, bueno,... “otra vez.... es que me repito, joder”- Se dijo para su capote- Comeré ese “baklavá”... Y más si me lo sirves tú... con esas manos y esa cara, chica... ¡Ufff! – Volvió a las andadas, casi con una especie de anhelo nostálgico porque pudiera yo entender sus requiebros.

Me fui contenta hacia el mostrador, seguida por su atractiva mirada que tan bien había sabido dosificar sobre mí, y como perdida entre tan sensual musiquita como la que aquel gracioso maestrillo español, cuyo nombre “Pablo” me embriagaba ya al igual que un torbellino; y que, como me dijo en broma mi tío, me estaba alegrando la penúltima noche de mis vacaciones en Paros.

Cenó Pablo, mientras yo observaba de hito en hito su cara de satisfacción, pues, sin que él me lo pidiera, yo le había preparado un “tapeo” griego de lo más fantástico, al que había añadido muchas especialidades de la isla, entre ellas una ensalada riquísima con queso y aceitunas (“eliés”) de las mejores de Paros: la “horiatiki”; y “souvlakiás” (“pinchitos morunos”), y varias porciones de apetitosa “astakós” (“langosta”), etc., ante el asombro de mi tío Michelis, que, siempre sonriente y generoso, no me dijo nada. Y no negaré tampoco que el recién llegado Pablo disfrutó como un cosaco con el banquetazo que se pegó. Mientras tanto, al tiempo que anochecía, escampó. Una nueva radiación se apretujaba ya en los frontis de los múltiples cafetines de Parikia. Eran como acogedores saloncillos que recordaban a los “pubs” ingleses. El gris monótono del cielo se había dulcificado y empezaban a aparecer las primeras estrellas. El aislamiento turístico se significaba ahora como una música recobrada. Ascendían ya los ecos de las voces por el puerto, y todo se animaba de nuevo merced a la complacencia un poco fútil y frívola que aporta el turismo. Pablo, que había tomado ya su mochila, pagó la cuenta, sin dejar de asombrarse (me miró dos o tres veces, y yo experimenté, al sentirme traspasada por sus ojos pardos, un goce riente y especialísimo) por el módico precio, arreglado por mí, que en la misma se hacía constar, y luego me preguntó:

“¿Xenodochio? (¿Hotel?)... por aquí cerca?... ¿Do you understand?... Cualquiera sabe cómo se dice en griego.- Bromeó.

Yo, con ademanes fáciles de comprender, y palabras griegas, por supuesto, ininteligibles para él, me ofrecí a acompañarle hasta el hotel, pese a sus negativas un tanto azoradas:

-No, oye,... de verdad, “efcharistó”, pero no hace falta... Tranqui, que ya daré con él.

Pero yo, haciéndome la jovencita incauta, no me mostré dispuesta a ceder. Percibí cierta excitación en su voz que aún me estimuló más a no apartarme ya ni por un momento de su lado. En todo ello se hallaba lo irrepresentable de ciertos perturbadores “transportes físicos”. Además, no hay mujer en este mundo que no haya vivaqueado alguna vez al calor de los cuentos románticos, y aquel escarceo, por muy cortito y estrafalario que fuera, y en el que prevalecía cierto aire de comicidad (al que yo había dado lugar ocultando mi identidad española), me aportaba toda esa emoción (o hilarante simulacro), que no siempre suele presentarse en la vida, de “pegarle por fin un mordisquillo a la fruta prohibida”. Ésa que aporta repentinamente el encuentro con la tan esperada zozobra que suele despertar en nosotros la sensualidad.

-¡Bueno, acompáñame si quieres!- Respondió él, convencido por completo, claro está, y amparándose, por ello, en mi “falso desconocimiento” del idioma español- Para mí será un gustazo... Si supieras como me gustas, amiga. ¡Ojalá pudiera explicártelo!... Con ese pelo rubio y esos ojazos,... y de tipo, ¡mi madre y mi abuela! – Seguía él requebrándome por lo bajini. Y yo le seguía, embobada, como tratando de ofrendarle una actitud amistosa y divertida, cuando en realidad no deseaba más que obedecer el dictado intemperante de aquella boca tan varonil y ahora tan deseada (dos o tres veces estuve tentada ya de hacerle partícipe de mi extravío, pues, en mi infantilismo juvenil, ya casi me estaba cayendo rendida a sus pies, y confesarle que también yo era de Madrid y que el español pugnaba por dejar a un lado la técnica de gestos por mí empleada para hacerme entender –expansiones que resultaban cada vez más disparatadas- y no escatimarle ya mi labia desproporcionada, como buena española que se deja arrastrar por sus emociones)-... ¿Sabes qué, grieguecita? – Me miró un instante (regocijada yo en las expuestas apetencias con que se desnudaban sus palabras, partiendo de aquella fantástica, varonil y apetitosa boca barbada) cuando, finalmente, nos detuvimos frente a la plaza mayor de Parikía, la Plateia Mavrogenous, en la que se alzaba el hotel Georgy, que yo le señalé con la mano, sin dejar de mirarle con una fijeza extasiada- ... ¡Joder, chica!- Cortó por un instante la frase con la que quería piropearme- ¡Cómo miras...! Te aseguro que si sigues mirándome así, con esos ojos azules, me lanzo... Ya, ya sé que no me entiendes,... ¡Mi madre, esto es para...!... Mira, mejor lo dejamos así, porque no quiero ni pensar en la noche que me espera... –Y otra vez me lanzó toda la caballería de sus ojos tras las gafitas- ¡Vale ya, Victorita... que me estás matando!... Lástima que no me entiendas, joder... ¡Uff, me marcho, porque me estás poniendo a cien!... – Pablo había empalidecido.

Para mi tormento, sentí que si seguía por aquella senda, aquel encuentro maravilloso acabaría pudriéndose, cuando podría haber sido tan fructífero. Él me tendió la mano, casi temblorosamente, esforzándose, en la medida de lo posible, por resultar cortés conmigo, y buscando, a la fuerza, cierta elasticidad más educada en su comportamiento amistoso. Trataba así, por todos los medios, de dar la espalda a la estimulante impetuosidad que mi compañía parecía haber despertado en él:

-Gracias, “efcharistó” por todo... Gracias también por haberme regalado la cena, porque ya me he dado cuenta de que el precio de la misma no tenía la menor consonancia con su calidad... ¡Por qué no me entenderás, joder!- Se lamentó de nuevo repentinamente- ¡Bueno, hay que j...! Que vale, Victoria,... que ha sido un placer conocerte... y que... que no voy a poder dormir... y que mañana vuelvo... y que si tú quisieras pasearte conmigo por la isla... ¡Mi madre!... Me voy... “Yasou”, que creo que también significa “adiós”... y a joderse...- (¡Se me va, se me va!, exclamé yo para mis adentros, ya desesperada y deseando acabar con la broma del idioma)... Pero Pablo aún se volvió un instante: -Oye, Victoria, ¿y qué tal si nos damos un beso de buenas noches? Un beso,... pero de amigos, un beso casto... de “kaliníkta” (de “buenas noches”)- Sus estimulantes labios se fueron acercando a mí tentadoramente- ¡Cómo coño se dirá beso en griego!... ¡”Kiss”, beso,… do you understand? (Otra vez volvía dale que te pego con el inglés, y yo estaba ya de los nervios)... Y no sólo beso... grieguecita- Musitó- ¡¡Besazo!!...

-¡Megalle fillí!, o si lo prefieres, “Megalle aspazmos”, que era cómo lo decían en la antigua Grecia, aunque yo contigo preferiría dejar aparte las viejas enseñanzas amistosas de Platón.- Exclamé lanzadísima, sin mostrar ya la menor circunspección, enfebrecida, descubriéndome por fin, y observando el encantamiento de aquellos ojos que ahora me observaban con estupefacta, bien que divertida, fijeza.

La ententórea carcajada que soltó Pablo se exprimió como un racimo opulento entre la blanca columnata de sus dientes perfectos. Su mirada cobró un centelleo augusto y apasionado; una mágica fusión con la azul brisa nocturna que traía hasta Parikia el más primitivo de los hechizos: la emoción expansiva de lo que habría de ser para mí el primer amor. Ese himno al más codiciado de los festines, que, siempre misterioso e indagador, atravesara mares, y, como me dijo Pablo, poco después, consagrara los más olímpicos altares humanos.

Nos quedamos los dos como sensibilizados por el más valioso de los ensueños. Y a partir de aquel momento Pablo me habló de los dioses helénicos como si fueran de su propia sangre, pero abriendo, juntos, nuestros postigos al presente.

No me cansaré de repetirme a mí misma que “fascinación es igual a tentación”. Y que las más firmes emociones pueden llegar así (¿fue de locos ese torrente apasionado de nuestros deseos?) a velocidad de vértigo. Pero los afanes libidinosos de la atracción entre hombres y mujeres no han de ser forzosamente “cantatas” al río de la lujuria. La belleza del amor se significa con el mismo placer con que se abarca toda otra sinfonía de lo bello. Pueden ser por tanto una revivificación fidedigna de lo estético, sin necesidad de que prevalezca en todo momento la extenuación erótica. La plenitud equilibrada del amor cultiva el sentimiento y estimula su evolución. Aunque no por ello los enternecimientos del amor han de dejar de ser tan genuinamente epicúreos (yo siempre he sabido que hay que rehuir toda superficialidad que pueda convertir en hostil una relación emotiva). Siempre me hará feliz recordar aquel palpitante arrebato en que nos vimos envueltos. Y que, en consecuencia, degradación alguna debe pesar sobre la pasión cuando la tengamos ante sí. Pablo aún asegura que es una “egregia mutación de los linajes divinos concedidos al hombre en la tierra”. Este “monstruíto mío” nunca reposa de su fiesta helénica. Parikía sigue abriéndose para nosotros como un mosaico lejano de los templos que más amamos. Es, como siempre me dice él, su “puerta de la luna, su propileo olímpico”

Y yo, como colándome de rondón en sus fantasías griegas, en ese misterio sagrado que lo trajo hasta mí en Paros, cuando lo beso y me besa, percibiendo ambos nuestros ardientes hálitos, sin que soseguemos jamás de dejar libres las misteriosas riendas de la pasión, ¡y si llueve mejor!, nos decimos como arrebatados siempre por un conato de nostalgia:

-¿Recuerdas rubia...?

-¿Y tú, barbitas, cuatro ojos?...

-¡Esta lluvia!... Él pequeño restaurante de Parikia...

-¡Aquel septiembre!..