viernes, 24 de abril de 2009

El Eremita IX




Autor: Tassilon





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EL EREMITA IX


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Bosques de Epidauro, valle de mis dioses, donde todos mis afanes y apetencias, paz de verde sombra, hace tiempo ya que se perdieron en mi hoguera de espejismos. No hallé tu calma pastoral, rendido sobre otra hierba. Ni de la amistad su refugio íntimo. Únicamente ademanes feroces, pozos salobres que no disimulan su secreto. Alaridos del rito legionario. Casernas en las que se ocultan sus onagros. Crucíferas de murallas, arenas abrasantes que me hicieron prisionero. Vagabundo de los pórticos, silencioso en mi laberinto. Anduve entre peñascales de vertedero. Extraño junto al filo astuto de la reja que labra el pueblo, siempre gustoso de su linaje limosnero.


Y cuando salí de mi sueño, de un fondo de naturaleza, crecida junto a un río, surgió otra urbe. Sus fuentes saltaban entre palmerales. Y bebí... Sabor preciso de mi sed, en la que se hallaban contenidas, ¡ah manantial de Alfeo!, todas las promesas de tus claridades. Nuevas comarcas y hontanares milagrosos. Brincos de gorriones que desmenuzaban su alborozo. Y presencié un trajín de extrañas muchedumbres, eternas jornadas de nuevos preceptos y podredumbres. Más allá resonaron las trompetas pretorianas, clamor de sacerdotes, cortesanos y mercaderes. Y huí de nuevo de aquellos muros con sus huertos señoriales.

Pueblos poderosos me acogieron entre risas. Tristes arenales. Bosques lejanos que jamás han de cantar junto a la ribera del Eurotas. ¡Ay de mis fantasías, tan humanas, tan viejas e inflexibles, que, desde mi inocencia dormida, partieran como locos jinetes hacia esa nueva cruzada de imposibles! Ciudades hambrientas, bofes amargos entre el entono coral de sus mundos hirsutos, que trataban de justificar, con la toga púrpura y gentílica de sus razas, los puños enjoyados que formaran los grilletes de sus tributos.

Cortos serán ya los días de mi placer, frente a mares sin orillas. Prieta mi piel de otros soles y relentes. Delirio sin cánticos. Heredad sin amparo. Ancianidad que no halla el cendal resplandeciente de sus gavillas, de su cosecha amontonada. Aquélla que una vez se recostó sobre mi valle griego, pleno de mesura, frágil y aniñado. Yo, que de tus vestiduras, tañedor fui de salmos. Y de tu pozo dulce hoja de acanto. ¿No habré, pues, de añorarte, como mies apartada de las garbas, yo que quise ser eterno acólito de tu cortejo entre la abundancia de tus pastos?

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