sábado, 20 de diciembre de 2008

Indemnity


Autor: Tassilon-Stavros



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INDEMNITY (EE. UU. años 40)


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Toda la estación adquiría el fuerte tinte amarillento de las iluminaciones nocturnas. El inmenso recinto aparecía como una grandiosa y moderna sala hipóstila, sostenida por infinidad de negras columnas de acero y mármol oscuro. Recorriendo sus grandes pabellones atestados, que semejaban cubiertos y cerrados patios de jaspes en los que se sucedieran infinidades de pequeños salones encendidos: bares, kioscos, salas de espera, uno se detendría el tiempo suficiente para degustar un café o contemplar las pirámides de periódicos y revistas, formando parte en consecuencia de aquella circulación convulsa de cuerpos ateridos, sanguinosos por el frío exterior, y que así cumplía, episódicamente, con los ritos viajeros. Todo el mundo se mantenía a la espera de que aquellos gigantes impasibles, enlazados y relucientes, como quiméricos dragones domesticados (pero en los que persistiera el recuerdo de su callada desesperación, porque desde sus cabezas erráticas y monstruosas, vórtice humeante y misterioso de sus mecanismos, partía aún la latente violencia controlada de sus vaharadas hirvientes, de una albura casi azulada e iridiscente), moviesen con toda solemnidad sus serpenteantes cuerpos desde la cueva electrificada de los andenes. Y aquella disforme violencia de metálica opresión, palpitación del monstruo dominado por el hombre, se elevaba hacia su cielo enrejado del que pendían cientos de lámparas, y se dilataba con furia entre la vocinglería, en un principio, indiferente. Pero luego, incorporados aquellos resoplidos a las voces que, tras la solemnidad instrumental de la megafonía, aserraran tanta algarabía, conseguían arrancar de entre las muchedumbres un signo de inquietud, y también de júbilo, pues, merced al auxilio de los trenes, experimentaba el hombre aquel acentuado sentimiento de huida, en el tiempo acrisolado.

La cálida oleada del gentío golpeó el rostro de Tom McSween en el que resultaba fácil reconocer cierta expresión de alerta. Apresuró el paso frente a la hondonada del andén por la que, henchida y rumorosa, rebullía la multitud, transportando maletones y soportando los mezclados olores de los puestecillos ambulantes cuyos vendedores acostumbraban a lanzar miradas interrogadoras a los viajeros. Tom llevaba una maleta únicamente, y mientras ojeaba los números de los vagones, se caló el sombrero y se apretó el cinturón de la gabardina. Sentía escalofríos. Aquel corredor amarillento por el que se deslizaba el entusiasmo cosmopolita de los viajeros, la masa de pupilas alborozadas esforzándose por alcanzar las portezuelas entre el silbo de los trenes, empezaba a reducirle y angustiarle. Sabía que tras toda a tensión de los meses pasados, no existiría, en aquellos momentos, ningún motivo para sentirse dichoso si ella no aparecía en el andén. Una furia ilógica le dominó. No recordaba ya su aspecto. “Ha sido una estupidez confiar en semejante tiparraca”, pensó. Había tenido otras aventuras antes de lo de Alice. “La indemnización está garantizada”, esbozó una sonrisa. “El dinero es un buen recurso, te permite mirar con descaro los ojos de todas las mujeres,... puedes conseguirlas y desprenderte de ellas como de un zapato viejo. Una vez en Los Angeles no me faltarán ocasiones”... Era gracioso, porque a todas horas, aún en vida de Alice, pensaba en las mujeres. Le hubiera gustado enamorarlas a todas y luego abandonarlas como a putas. “Ahora no tengo a nadie,... ¡salgo ganando, porque son cerditas del sucio género de la mentira!... Lo que de verdad importa es la indemnización”...


-¿Sólo lleva esta maleta, señor?- Se le acercó un mozo de color desde lo alto de la portezuela. Salimos dentro de cinco minutos, señor.- Le recordó el chico a continuación.

-Está bien...- Dirigió una última mirada al masificado corredor de salida. Sintió un nudo en la garganta porque la muchacha rubia acababa de aparecer- “Debería abofetearla”- Se dijo indignado, y estuvo a punto de desviar la vista cuando ella se situó junto a él.

-Pero ¿qué demonios te pasa?- Su hermoso rostro había asumido una expresión alarmada. ¿Pensabas largarte sin mí?...

Tom la examinó con el mismo interés del día en que la conoció. Pero no estaba dispuesto a excusarse con ella.

-Te estuve aguardando en la sala de espera durante casi una hora- Le espetó indignado.

-Me lo he figurado, pero es que me sentí algo malucha,... esas cosas de mujeres,... ya te lo puedes imaginar... ¿Subimos? Porque yo estoy helada.

Pasó por delante de él, apenas inmutada por su retraso. Tom se fijó en sus hermosas piernas. Vestía la misma falda ceñida de la primera vez, se aseguraba la rectitud de las costuras de sus medias a cada paso que daba, y siempre que se volvía hacia Tom, sus provocativos pechos, la rotunda perfección de sus muslos, el rubio pelo rizoso, algo requemado en sus puntas a causa de las tenacillas, y el óvalo perfecto de su rostro, quizás excesivamente maquillado al estilo de Hollywood, envolvían toda su figura como de un halo sexual, prefabricado, trocado en artimaña, y que siempre calaba hondo en hombres como Tom McSween, dócil para recibir aquel fermento lascivo que acostumbra a venerar los encantos femeninos con conceptos de magnificencia, agobiado voluptuosamente su ánimo por una especie de sacudida eléctrica.

-¿Es éste?- Inquirió ella, como encrespada de impaciencia, dirigiéndose hacia la manilla de la portezuela del departamento en el que Tom se había detenido- ¡Eh, mis maletas!- Se volvió de repente.

El mozo de color sonreía tras ellos.

-Están aquí, señorita, no crea que me he olvidado.

-¡Muy bien, chico!- Exclamó satisfecha. Y luego rebuscó en el escote de su vestido. La parda luz del andén penetraba por la ventanilla, caía sobre su bellísimo rostro, y sus rojos labios experimentaron un encantador sentimiento de pesar:- ¡Sin blanca!... ¿Tienes cinco dólares?- Se dirigió a Tom con cierta aspereza. Luego sonrió deliciosamente ante la expresión de perplejidad que leyó en los ojos del muchacho.

-¿Cinco dólares? ¡Tú estás de guasa! ¿Te crees una reina de la pantalla?...

Tímido y cortés, el mozo aceptó el dólar que ahora le ofrecía Tom.

*
...”¡¡Salida del Central Pacific destino Los Angeles!!”

-Nos vamos- Dijo ella arrellenándose con coquetería en el cómodo butacón del departamento- Estoy hambrienta, pero también estoy agotada.

La ciudad se distinguía ahora vagamente a través de la lluvia que había empezado a caer. Tom estaba hecho un lío. “Ya veremos como marcharán las cosas con esta cerdita... ¿En qué me habré metido?”- Pensó.

-¿Tienes el dinero?- Inquirió ella gozosa. Sus rojos labios se entreabieron seductores.

-“¡La muy puta!”- Se dijo Tom.

Ella entornaba sus ojos como si imitase a las actrices cinematográficas de moda.

-¿A qué hablar ahora del dinero?- Musitó Tom.

-¡Ay, amiguito, ¿si tú supieras?!- Exhaló ella un leve quejido, y luego le cosquilleó el rostro con un beso solapado- ¡Vamos, guapo, no te lo tomes así!

-Ya te he dicho que me parece una estupidez hablar ahora de dinero- De nuevo notó Tom que le dominaba la furia.

-¡Ay, amiguito!, pues no había otro tema para ti cuando se te metió en la cabeza la loca idea de este viaje. Para mí no son sólo unas vacaciones, ¿qué te has creído?- Se filtró cierta inflexión de malignidad en la voz de ella- A mí no me vas a contentar con un dólar... Fíjate bien en mí. ¿Ves la diferencia?- Se exhibía ella, observándose en el cristal de la ventanilla.

-¡Todas son iguales!- Pensó Tom. Pero su expresión era de admiración y deseo. La abrazó fuertemente e intentó besarla. Ella se resistió y le puso su dedo suave en la boca:

-¡Primero la cena, guapo!- Se contoneó hasta la portezuela.

-No creo que hayan abierto el restaurante- Anunció Tom acezante. Tenía los ojos amarillentos.

-Este es un tren de lujo, amiguito. El restaurante está siempre a disposición de la clientela.

-¿Por qué no quieres besarme?- Tom tenía el rostro contorsionado.

-No sé si me gustará este viaje- Se agitaba ella de nuevo en el asiento. Se mostró indignada- A lo mejor hasta me pesa. Ya me ha sucedido otras veces.

-¿Otras veces, eh?- La observó Tom con expresión absorta, estremecido como un perro en celo.

Luego echó un vistazo al paisaje oscurecido, y maquinalmente se miró el reloj de pulsera.

Haremos lo que tú quieras.- Dijo sin más.

-¡Esa es una idea estupenda!- Exclamó ella.

-No he de hacerme ilusiones- Pensó Tom- Esta puta se limitará a contar sus ganancias. Es el único motivo por el que está aquí.

-Será una corazonada- Se contradijo entonces la rubia- Pero ya empieza a gustarme este viaje. ¿Lo ves, guapo, qué poco habrá de costarte hacerme feliz?- Le observó retadora, mientras cruzaba sus piernas con salaz provocación.

-¡Qué bonita es, la muy cerdita!- Tom no podía sacudirse aquella apetencia carnal que le invadía-Destila sexo por todos sus poros, ¡la muy puta!

... Resbalaba el agua por la ventanilla. Los relámpagos la asustaron:

-¡Menudo diluvio! No voy a poder pegar ojo en toda la noche. Me asusta la lluvia, en especial cuando voy de viaje.

*
Siguiente parada Alburquerque. Estaba amaneciendo. La rubia se examinó un momento en el espejo del pequeño lavabo. Tenía los ojos algo irritados. Como vaticinó, no había logrado dormir ni una hora seguida. Tom también tenía los ojos vidriosos por el insomnio. Ella había dejado la portezuela entreabierta. Se le aceleró el pulso observando sus pechos desnudos mientras se cambiaba de blusa y de falda. Se pasó las manos por su rubio pelo rizado, y volvió a pintarse los labios. Al observar a Tom asumió una falsa expresión de asombro:

-¿Ah, pero estabas despierto? Sabía como manejarlo. ¿Tengo rectas las costuras?- Le preguntó pavoneándose mientras se encasquetaba su graciosa gabardina verde.

Tom no contestó. Parecía estudiarla.

-¿Hay alguna ley que te prohiba hablar con los viajeros, amiguito?- Le dijo lanzándole una mirada irónica.

-¿Adónde vas?- Inquirió Tom desorientado, que ya se olía alguna trastada por parte de ella- Aún ni ha amanecido, y el tren sólo para veinte minutos en Alburquerque.

-Gracias por la información- Le dirigió ella una rápida ojeada, pasándole levemente un dedo de uña pintarrajeada por el rostro. Aquella acostumbrada artimaña, algo frívola, no conseguía ningún resultado satisfactorio, sino más bien de desilusión, en los hombres que la sufrían. Ella, sencillamente, no le había hecho el menor caso desde que salieran de Kansas City.

-¿No pretenderás darme esquinazo?- La agarró del brazo Tom con furia tras alzarse de la litera.

-¿Esquinazo yo, guapo, y a estas horas?- Se libró ella de la sujeción con inusitada energía- Tengo que hacer una llamada urgente. Dos minutos y vuelvo- Le comentó sin apenas inmutarse.

-¿Una llamada?- Se sorprendió Tom. No sabría explicárselo, pero aquel comportamiento de la rubia le producía el mismo efecto que arrastran algunas absurdas estratagemas de huida.

La mirada de ella era desmesuradamente fría. Odiaba tanta pregunta, y enarcó sus bonitas cejas en un pronunciado arco.

-No alimentes ideas equivocadas sobre mí, guapo, porque no pienso darte una explicación cada vez que mueva un pie. ¡No lo tengo por costumbre!- Le castigó ella, dándole la espalda.

-¡Pie de cerdita!- Farfulló Tom para sus adentros. Irritarse ante cualquier mujer le descorazonaba- ¡Como todas las fulanas!- Dijo Tom.

Y mientras la rubia volvía a mirarse las costuras de sus medias, y comprobaba en el espejito del compartimento que el perfilado carmín de sus labios no le hubiera manchado los dientes, como tantas veces había visto hacer a Jean Harlow, no le vaciló la voz:

-Es lo que soy, amiguito... Confieso que, por un instante, creí que lo habías olvidado.

-¡Ah, ya!, y como todas las fulanas, te cotizas por dólares- Repuso Tom sarcástico.

-Eso, cariño, lo sabrás cuando tenga los dólares en mi mano- Le lanzó ella una mirada igualmente sardónica- ¡La llamada! El tiempo vuela- Exclamó luego- No me sigas, pero no me engañes mientras estoy fuera- Alargó la rubia su dedo hacia los labios de Tom, que lo evitó con despecho esta vez:

-¡Bah!...

El Central Pacific se detenía en realidad durante treinta minutos en Alburquerque. De pronto, se abrió la puerta del compartimento:

-¡Por fin, cariño!

Tom se halló ante una desconocida. Se fijó en ella con cierto desasosiego. Era una mujer bien formada, grácil y rubia, de anchos y firmes pechos.

-¿Quién es usted?- Tom no salía de su asombro.

Ella se dirigió a la ventanilla:

-Me parece que tu fulana te la ha jugado. No es extraño que nadie te haga el menor caso. Tienes tan poco tacto con todo el mundo. ¡Y con las mujeres, menos! Mírala, por ahí anda con otro tipo!

Tom quiso cerciorarse. Pero dudó:

-No sé quién es usted, así que...

-¡Soy Alice, cariño! ¿No reconoces a tu propia mujer?

La semejanza era extraordinaria, pero también se parecía a la otra, eso era lo chocante.

-Mi mujer está muerta, señora, así que no sé a qué viene esta broma de mal gusto.

-¡Soy tu Alice, mírame bien, cariñín! ¡Tu Alice, en carne y hueso! ¿Cómo puedes decir que he muerto? Y no me gusta nada esa mirada de interrogación. Como acostumbras, no me atiendes como es debido. Siempre has estado un poco loco. ¿No ves que esas son mis maletas? Y dentro está mi ropa. ¿Qué pasa con nuestro proyectado viaje a Los Angeles?- Tom sintió un nuevo escalofrío- Ya sabes que no tengo ningún inconveniente en que conozcas a otras chicas. ¡Pero, esa rubia! Algo vulgar, ¿no? ¿O será porque se parece a mí? Ya sé, pillín, una vez olvidada tu mujercita, la indemnización, ¡otra rubia y nuevas vacaciones!

Tom perdió el control:

-¡Basta, me oye! ¿Quién demonios es usted?

Ella llevaba un bolso, lo abrió, y se apoderó de una foto:

-¡Soy Alice!

Tom observó la foto. Bajo sus imágenes rezaba una dedicatoria: “Siempre tuya, Alice”

-¡Es imposible! ¿De dónde la has sacado? ¿Qué juego es este? Además, ella va a volver de un momento a otro.

-¿Quién va a volver, querido?- Lo miró perpleja la visitante.

-¿Quién? Mi acompañante, ¡la rubia!

-¿Qué rubia, cariñín? Tu rubia soy yo.

Tom se precipitó hacia la ventanilla:

-¿Dónde se ha metido la cerdita?

Yo no veo a ninguna cerdita. ¿Te encuentras bien, Tom?

-¡No me llames Tom, no nos conocemos, y quiero esa foto!- Trató de arrebatársela del bolso.

-Te la puedo regalar si tanto te preocupa. Tengo más.

-Llamaré al Oficial Especial del ferrocarril.- Se había dirigido hacia la portezuela del compartimento.

-¿En pijama, querido?- Se rió Alice- Un poco ridículo, ¿no te parece?.

Se vio forzado a dar media vuelta.

-¡Yo creo que mi muerte te ha desquiciado, cariñín! Vas a necesitar un nuevo psiquiatra. Por si no lo sabías, la Compañía de Seguros de Los Angeles tiene la mejor de las plantillas. Ya ves, a pesar de estar muerta, me he informado muy bien.

-¡Eres tú la que vas a necesitar un buen psiquiatra!

-¡Ah!, ¿ya me tuteas? ¿O es el dolor de cabeza que no te deja pensar? Tengo aspirinas, por si acaso.

-¿Qué pretende? ¿Dónde estaba esa foto?

-En la cartera que te regalé. "Siempre tú y yo"

-¿Qué cartera?- Mintió Tom- Entérese que la Compañía de Seguros tiene todas las fotos de mi mujer. Su mascarada, señora, finalizará en Los Angeles.

-Cuando me despeñaste con el coche, yo me agarré a tu chaqueta,... quizá cayera por el precipicio. ¿Me creíste muerta?- Sonrió siniestramente ella- Claro que siempre conduje como una loca, y por eso quisiste hacerme un seguro. Luego ocurrió: ¡me despeñé.

-¡Así fue!- Aseguró Tom.

-Pero, fuiste tú, cariñín. Mira, aquí está tu cartera, la encontraron junto a mi cadáver.

-No es mi cartera.- Insistió Tom, triunfante.

Alice abrió la puerta del compartimento. Apareció un desconocido, la rubia y el mozo de color.

-¿La conoce? ¿Ha viajado con ella?- Preguntó el individuo a Tom.

-¿Quién demonios es usted?

-Departamento de Policía de Kansas- Se identificó.

-¡No la conozco!

-¡Pero la señorita viajó con usted, señor!- Aseguró el mozo.

-Todo es falso. Juro que no conozco a ninguna de estas dos mujeres.

-Pero esta rubia asegura que le ha robado la cartera de su compartimento- Dijo el policía- ¿Es ésta?

-No.

-¿Y ésta de tu gabardina, cariño?- Aventuró Alice, mostrando la otra.

-Idénticas pero falsas. Es una añagaza. Ninguna es mía. Ábralas. ¿Lo ve? Nada. Yo tenía una foto de mi verdadera esposa.

-Queda detenido por asesinato. Hay otra cartera. Se encontró junto al cadáver de su mujer. Mírela.

-Pero, ¿y la foto? ¡Todo un amaño! Aquí tan sólo veo una, pero de las dos rubias.

-¡Y usted juró no conocerlas!

-¿Y eso qué demuestra?- Se asombró Tom.

-¡Que miente, amigo! ¡Y que con toda seguridad mintió antes! Ellas son policías. Y ni Dios le libra de una nueva investigación...