lunes, 22 de diciembre de 2008

El Abuelo






Autor: Tassilon






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EL ABUELO


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... Yo tengo, a través de mi abuelo, una visión de voluntad determinante, de ideas enderezadas por las más limpias intenciones, y de una paciente firmeza frente al eco más común de los pueblos, que, por fortuna para todos, acostumbra a ser el de su libertad.. Por eso su recuerdo, “mensajero del santuario familiar”, se me engarfia en el pecho, mientras escucho, sin poder respirar, el murmullo de mis desgarraduras. Ante mí suena el clamor de aquel varón justo, que brindó su fortaleza a los débiles, y entregó, juicioso y enérgico, la experiencia facultativa de su palabra a la rehabilitadora causa que cimentaran las indómitas familias de un renovado albedrío.

Una desleal cohorte de violentos y demagogos acabaría luego incendiando su mundo.Y tras el crepúsculo abominable de la guerra, quedaron únicamente los persistentes muros del hogar perdido. Dentro de la sombra, se asomó al jardín de escombros. En su ruta, de senderos íntimos, quedó el árbol, con todas sus virtudes, antes de servir de símbolo a las demás. Húmedos por las lágrimas y azulados de umbría, veo desplegarse ante mí aquellos venerables prados de su recuerdo, traspasando las losas del tiempo. De un tiempo tierno, grande y recogido, criado libre, que retoña en mí a borbotones, porque convulsiona cada gota de mi sangre. Pero también me ablanda el ánimo.

Luego me veo junto a él recorriendo la anchura de un mar olvidado, donde se arremolinan mis despertares evocadores y gozosos. Un azul nuevo, una levedad de luz que origina la armonía del espacio entre una flamante amanecida conmemorativa.

¡Oigan los sordos, vean los ciegos, los olvidadizos, los enajenados por el odio, las criaturas chiquititas, y las madres y abuelas que truenan en cánticos!, porque también existieron hombres sencillos que, tras la tonada de la muerte y el reposo árido de la tierra, fraguaron imágenes de hechuras radiantes, que agasajaran las memorias de quienes, a través de los lazos inviolables de la sangre y de su testimonial palpitación, acabarían más adelante por expansionarse en sus dolientes evocaciones como en las más dulces libaciones del desagravio. Custodio de vida y de libertad es aquél que labra su altar bajo el árbol frondoso del amor, y que, como buen padre, a todos nos lleva de la mano.

Aún tiemblan mis labios y mis manos al escribir. Porque yo, a veces, ante un caminante desconocido, cuyos pasos todavía mueven las “locuras del mundo”, no fío en su obstinación, que parece demandar otros filos a ese límite de estas, nuestras nuevas tierras, todavía tan deseadas. Y porque imagino que traen consigo el oprobio de sus ciudades hambrientas. ¿No será que vivo como entre una vigilia de caravanas jubilosas, y que, aún hoy, con esa vanidad de hijo glorificado por la tierra elegida, rotunda, concreta, de mi individualismo, lo único que reverencio es el misterio precioso de mis memorias?

Así, desde el tiempo, y a través del abuelo, salgo de mi relato temblando, empañados los ojos, porque recibo también la clausura de la pasión que anidara en su pasado cautiverio, y cuyo escarnecido terruño se halló una vez cuajado de humilde fertilidad, de gracejo y de juventud. Y tras aquellas largas jornadas de cavilaciones y miedos, estuvo también la buena esposa en vela, y aguardaron los hijos con las miradas perdidas en las extraviadas llamas de la ciudad afligida.

... Y aún salían a la tierra en que sufriera su agonía el huido..., y aún trataban de consolarse en el hogar roto por la escasez y la indignidad..., cuando, tras una nueva brisa de alba, enflaquecido y descorazonado, regresó el padre... Y luego de besarle, y de aplacarle el aturdimiento que trajeran las rememoraciones, quiso él dormir, como cuando se sofoca el entendimiento del que se ha ido muriendo despacito. Y porque el lecho de la vida acostumbra a ser grande, cuando ya no lo resquebraja cruelmente la derramada sangre de unos tiempos iracundos...

El jardín y el huerto desplegaron sus tapices y cendales sobre aquella especie de paisaje ancho y tendido por el que anduvo de nuevo la descalza magnanimidad del abuelo, que jamás escarneciera al amigo, que celebrara siempre las ajenas alegrías, y cuya sutil palabra de ciudadano íntegro ensalzara en todo momento las sublimidades triunfales de nuestro libre albedrío. Y también sé que hubieron días de austeridad, de asechanzas y balbucientes dolores junto a la fiel compañera elegida, que sucedieron a aquellas otras dulces horas que apuraran su tiempo entre el sosegado recinto del hogar, estampadas las tardes bajo la albura de las nubes veraniegas y sobre el fondo de abundancia cristalina que ofrendara la linfa dadivosa del pozo...

Y que, ya anciano, en llegándose hasta la túnica rizosa del patio ajardinado, pequeño temblor de arriates por los que aún parecían derramarse las empozoñadas aguas, ¡que no envejecen!, de tanta amarga predestinación pasada, tratara él de congelar, durante el resto de su vida, la no menos acibarada visión de sus recuerdos, como quien se estrecha la correa del pantalón. Y así amó por segunda vez al ingrato pueblo de sus congojas, y se dejó arrullar, hasta su muerte, por un perdido sueño de promesas libertadoras, a las que él se entregaba, sigiloso y contumaz (poniendo en peligro toda sumisión), como a una concienzuda doctrina de esperanzas republicanas. Y como buen patriarca apegado a esa fértil semilla que únicamente grana en corazones merecedores de tan platónica gracia, concedió un “nuevo perdón” al mundo. ¡Él, que probó los sabores de la muerte antes del sacrificio al que fue arrastrado!...

Pero, a su regreso, muchos se llegaron también hasta él para demandarle una revelación de sus nuevas alegrías: ¿Acaso ha de existir transformación en el hombre bueno porque todo un pueblo perezca en sus memorias?... Aún se balanceaban los ramajes florecidos del almendro y fructificadores de la higuera; aún se cataba el venero diáfano, sereno y fresco del pozo; aún se le acercaban las gentes con sus salutaciones hasta el sosiego precioso del huerto, y se cumplía la promesa fiel de las mujeres, mientras otras criaturitas rebrincaban con sus risas y sus sollozos junto al regazo tierno de las madres, como si el aire estuviera ahora cuajado de balsámicas mieles, largamente aguardadas.

En mis sueños, quisiera así que el abuelo se hubiera liberado definitivamente de aquella brumosa visión de tantos silencios seculares y conciencias dormidas, como de un río helado de evocaciones nefastas. De aquellas imágenes súbitas de miradas encadenadas y llorosas, cuyos brillos chisporrotearan entre rojas humaredas de fuegos delatores; y de aquellas sombras de hombres huidos y acosados por el rigor de unas leyes quebrantadoras, capaces de reprimir el más blando rebullicio enaltecedor de los pueblos. Pero es muy probable que en tamañas profundidades (tan distantes para mí, su nieto) resonaran durante mucho tiempo los estridentes gritos con que se enfervorizaran los nuevos y alevosos arrojos patrióticos, amuletos de barro para un país que se había revendido vilmente por unas recién acuñadas “treinta monedas judaicas”.

A sus noches de penitencia, debieron seguirle mañanas enigmáticas, de una flamante liturgia, en las que muchos decretos de muerte hubieron de ser acatados por su cerebro matratado. Sí, porque aún se cumplía un nuevo tiempo de ejecuciones, tras aquella doctrina guerrera que, en años posteriores, llevaran a la práctica los sicarios favoritos de un recién llegado y colérico César. ¡Pobres padres! ¡Sus campos patriarcales arruinados! ¡Profanados sus suelos sagrados! ¡Y el santificado tributo de sus libertades expoliado! ¡Y, ay de aquél que se vistiera de fortaleza y decoro, aunque fuera entre voces de clemencia!, porque el centelleo de armaduras y la antojadiza furia de aquellos nuevos “Procuradores del Imperio”, que proscribieran tantas lágrimas de madres, de hijos y de hermanos, conociendo la vereda de su casa, serían el husmo, y el obrador de la infamia, de la pendencia y de la injuria. ¡Fue una desolación infinita! Una implacable saña poblada de advenedizos, que fundamentó en el nuevo dictado de sus persecuciones, la existencia pacífica de aquellos hombres justos, cuyas manos elaboraran duramente el pan de su alimento, sin pensar en su fatiga. Hombres que hubieron de recorrer aquella nueva ruta de peregrinaciones bajo el holocausto amenazador de un caudillo de multitudes, que cimentara su gloria entre los yermos contornos de la guerra. Y al fin, trastornos y desventuras acabarían por pasar algo más serenamente, porque todo árbol cuyas raíces no hayan sido cortadas por la segur, y arda, finalizará por dar fruto. Y, viejecito, aún se tornaba fuerte hacia mí, porque en la cueva de su mente persistía una hebra de aquella lumbre, entonces más tenue, de su ayer doliente.