sábado, 25 de octubre de 2008

La balada del café triste (The ballad of the sad café)


Autor: Carson McCullers

... Es una casa muy vieja: tiene un aspecto extraño, ruinoso, que en el primer momento no se sabe en qué consiste; de pronto cae uno en la cuenta de que alguna vez, hace mucho tiempo, se pintó el porche delantero y parte de la fachada; pero lo dejaron a medio pintar y un lado de la casa está más oscuro y más sucio que el otro. La casa parece abandonada. Sin embargo, en el segundo piso hay una ventana que no está arrancada; a veces, a última hora de la tarde, cuando el calor es más sofocante, aparece una mano que va abriendo despacio los postigos, y asoma una cara que mira a la calle. Es una de esas caras borrosas que se ven en sueños: asexuada, pálida, con unos ojos grises que bizquean hacia dentro tan violentamente que parece que están lanzándose el uno al otro una larga mirada de congoja. La cara permanece en la ventana durante una hora, aproximadamente; luego se vuelven a cerrar los postigos, y ya no se ve alma viviente en toda la calle... Esas tardes de agosto... Después de subir y bajar por la calle, ya no sabe uno qué hacer; en todo caso, puede uno llegarse hasta la carretera de Forks Falls para ver a la cuerda de presos. Y lo cierto es que en este pueblo hubo una vez un café..."


La noche nos arrincona. Algunas veces, se dice, que al tiempo que nos amortaja con su traje de estrellas, también nos atraviesa con el rayo de los estigmas, porque es la noche la que un día u otro nos enterrará con un manto de pésame. En ella, los seres humanos nos afligimos más, gritan más nuestros lloros, el ladrido de los perros se hace más intenso y siniestro. Pero también tiene algo de puerta entornada, a través de la cual se nos revela algún que otro secreto amedrentador. Y es en la noche en la que, para que no se nos vea del todo nuestro sonrojo, puede el hombre sentir esa especie de gloria perdida, a veces vergonzante, que significa su caridad. Siendo forastero de la noche puedes, casualmente, ver prolongada tu emoción de sombra errante en una inesperada concreción de misericordia que se extiende en el pueblo desconocido que te acoge como a un enfermo. Si esto no puede ser siempre, por desgracia, una verdad absoluta, si puede convertirse en una verdad episódica:

... "Era un forastero, y no es frecuente que los forasteros entren en el pueblo a pie y a tales horas. Además, aquel hombre era jorobado. No mediría más de cuatro pies de altura, y llevaba un abrigo andrajoso lleno de polvo, que apenas le llegaba a las rodillas... Tenía una cabeza enorme, con unos ojos azules y hundidos y una boquita muy dibujada... En aquel momento su piel pálida estaba amarilla de polvo y tenía sombras azules bajo los ojos. Llevaba una maleta desvencijada, atada con una cuerda. "... Buenas-dijo el jorobado jadeando- Voy buscando a Miss Amelia Evans"... -¿Por qué?-... -Pues porque soy pariente suyo-... Mis Amelia le escuchaba con la cabeza ladeada. Era una mujer solitaria; no era de esas personas que comen los domingos rodeadas de parientes, ni ella sentía la menor necesidad de buscárselos... Mis Amelia permanecía apoyada al quicio de la puerta, mirando al jorobado. Luego se levantó en silencio y desapareció... Nadie quería estar presente cuando Miss Amelia echara al intruso de su casa y de su pueblo. Resultaba desconsolador encontrarse en una población desconocida, con una maleta llena de harapos, intentado convencer a Miss Amelia de que eran parientes. Luego ella cruzó el porche en dos zancadas. Llevaba mucho tiempo callada. Su cara tenía esa expresión que se ve a veces en los bizcos que piensan concentradamente en algo: una expresión mezcla de inteligencia y desvarío. -No sé su nombre-... -Me llamo Lymon Willis- dijo el jorobado. -Bueno; pase adentro. Hay algo de cena en la cocina-..."


Descubrir los textos de Carson McCullers es como descubrir un mundo dislocado. Su comparación con otros escritores puede llevarse muy lejos. La obra de esta gran escritora autodidacta es infinitamente pura, espontánea e inconformista. Precisamente porque posee esa extraordinaria libertad que tan sólo conllevan las pasiones provocativas; ésas que parecen nacer por un puro azar de nuestras más vertiginosas emociones autodestructivas. Acusada constantemente como plagiadora de ciertas tipologías sociales ya expuestas por otros escritores, resultaría absurdo indagar en ciertos paralelismos creadores sobre los que se asienta siempre la historia de la literatura. Pero basta con adentrarse en sus espacios fecundos y genialmente intuitivos, para comprender al instante que nos hallamos ante un autor capaz de rehuir todo los convencionalismos que se entroncan en ese mundo más o menos entrañable en el que las correrías humanas toman cuerpo a través de las palabras, que evocan dolorosos recuerdos, o nuestras tempranas luchas por la vida desde que ponemos pie en ella.

Las perturbadoras vivencias de los personajes creados por Carson McCullers, con sus miserias y grandezas, casi siempre espoleadas por la necesidad, son evidenciadas desde su forma embrionaria hasta cierta concepción un tanto disparatada y destructiva. Sus novelas poseen un pausado ritmo descriptivo, alucinante, endiablado, casi siempre desarrollado en el limitado marco de un escenario único. Y se goza en ellas del irresistible atractivo de la irreverencia ante las convenciones y reglas sociales. Deriva hacia una dirección inesperada en la que los protagonistas por ella inventados jamás teorizan en exceso sobre la naturaleza y la esencia de sus actos. Se semejan a sombras amenazadoras que interpretan la existencia como si de un ballet frenético, demoníaco, se tratase. Y, en consecuencia, avanzan desasosegantes, impenetrables, como si en ellos ese afán de preservación que promueve la literatura, nos dejara en la estacada, terriblemente debilitados, o en un aprieto sin solución.

Sus personajes, escasamente depurados psicológicamente, viven, pues, atrapados en una inhóspita realidad interior, que se nos antoja, aun a nuestro pesar, enferma de cierta inquietud angustiosa y fantasmal en la que nunca acabarán de reafirmarse. Cierto misterio, por tanto, que jamás se desvanece; permanente en sus vidas, y que, quizás por ello, por esa misma singularidad sigilosa del arcano vivencial en que se hallan inmersos, irrumpen en la parsimoniosa sutilidad, ineluctable, dramática y mínimamente explícita (pero que arrastran un logrado y personal empeño poético personal, pocas veces conseguido por otros escritores minimalistas) de las novelas de esta excepcional creadora, como seres distorsionados por la negación dialéctica de sus actos casi inexplicables. Actos que parecen hallarse siempre al borde crisis morbosas y violentas.

Pasiones humanas que se enclavan en un ambiente perturbador que nos recuerda "el increíble pero verdadero". Y sin que por ello disminuya la fuerza que conlleva la exaltada escritura de McCullers, sus fantasmas vivientes son objetivados, descritos, analizados y resumidos como personajes nacidos de la mano rauda de un prestidigitador que para redimirlos no tendrá más remedio que hacerlos desaparecer con la misma celeridad que los creó, con toda probabilidad entre angustia y sufrimiento. Hombres y mujeres devorados por ese escaso valor que a veces posee la vida humana. Y que, por ello mismo, acabarán convirtiéndose en una extraña realidad deformada, escasamente ética e intelectual, cuyos espíritus desconcertados, como desligados de todo tipo de redención, se convertirán en rostros sin recuerdos que se desarrollan (como ya se especificó) en una limitada demarcación de la vida, donde se contentan con dar vueltas alrededor de sus misteriosas obsesiones. Monomanías ofuscadoras, de las que, aunque más o menos explicitadas por la pluma de la escritora, se muestran conscientes, y que les llevarán a extraviarse en un paisaje dantesco donde los esquemas de sus libertades, sin restringir sus libres albedríos, "jamás niegan (como dijo la propia escritora) la pura y mecánica dominación que impera entre los dos sexos". Y a la inversa, no hallamos más prueba de lucidez que la de la infinita pauta de conducta y causalidad que pueden lanzarnos, como si fuéramos irracionales locomotoras enloquecidas, a ese abismo que nosotros mismos, a través de nuestras mezquindades o más allá de la esperanza, acostumbramos a abrirnos.

A raíz de su publicación de "La balada del café triste", un crítico inglés, V. S. Pritchett, escribiría, el 2 de agosto de 1952, en The New Statesman and Nation: "Todos esperábamos que surgiese un talento norteamericano de la talla de Faulkner, capaz de construir sus propias estructuras imaginativas o intelectuales. Carson McCullers es, sin duda, un talento de esa clase, y, a mi juicio, la novelista norteamericana más estimable de su generación. Demuestra poseer un asombroso don para mostrar la manera en que emerge el inconsciente. Es una maravillosa observadora. Y, probablemente, su mayor virtud resida en una inusitada capacidad para comprender la experiencia humana en todos sus estados."



Carson McCullers posee una capacidad inaudita para rehuir esas montañas de banalidades que enseñorean la novela norteamericana. "Sabe cómo crear ambientes y personajes inolvidables y un entramado simbólico de infinitas repercusiones", escribió su biógrafa Josyane Savigneau. Miss Amelia es fascinante, reivindica su independencia sin temer la marginación que ésta conlleva. Pasa por loca en la comunidad que habita. Sus recursos prepotentes, plenos de la necesaria "importancia psicológica del paisaje" en que se desarrolla, le otorgan, no obstante, su genial originalidad, porque al tiempo que barren las historias de alcoba (su lesbianismo manifiesto y viripotente es plenamente capaz de reirse, rechazar y enfrentarse, en terrible pelea abierta, a la atractiva virilidad de Marvyn Macy, el esposo despedido), su atmósfera, su mundo, al acoger la diabólica personalidad del primo Lymon Willis, el diabólico y vengativo enano homosexual, resulta atenazado irremediablemente por una concepción disparatada y destructiva del propio existir. Las tendencias primitivas (la probable frustración maternal de la lésbica Miss Amelia, el deseo sexual jamás otorgado al desesperado y vindicativo Marvin Macy, la homosexualidad humillante en que Lymon Willis se haya inmerso y que convierte al maléfico enano jorobado en una sombra eternamente "pegada a los talones de Marvin", desde su repentina y misteriosa reaparición en Forks Falls) confieren un tono espectral y alucinante al relato. El paisaje desolado del profundo Sur de Estados Unidos juega también en este demencial drama amoroso un papel esencial. Y el desenlace acaba estructurándose en la más legendaria de las temáticas, esa senda brumosa que sin carecer de cierta dimensión lírica y que parece alejarse de la narrativa psicológica, se deja atrapar, no obstante, en las introspectivas y revueltas aguas de los rápidos por los que nos arrastran nuestros más angustiosos desequilibrios sociales, esa pesadilla que se interpreta como el más voluntario de los reflejos morales del hombre: ¡su crueldad!


"... En cuanto dieron las siete apareció Miss Amelia en lo alto de la escalera, y en el mismo instante se vio a Marvin Macy en la entrada del café. La multitud le abrio paso en silencio. Se dirigieron el uno hacia el otro, sin prisa, con los puños ya apretados y la mirada absorta. Miss Amelia había cambiado el traje rojo por su viejo mono, que llevaba remangado hasta las rodillas. Iba descalza y llevaba una muñequera de hierro en el brazo derecho. Marvin Macy también se había arremangado los pantalones; iba desnudo de cintura para arriba y muy embadurnado de grasa. No se dio ninguna señal, pero los dos golpearon a la vez... La pelea prosiguió de aquel modo salvaje y violento, sin que ninguno de los dos diera muestras de debilidad... Había llegado la hora de la prueba... Miss Amelia era la más fuerte. al fin le derribó y montó encima de él... Justo cuando la pelea estaba ganada, se oyó en el café un grito. Y lo que pasó ha sido un misterio desde entonces. En el momento en que Miss Amelia agarraba la garganta de Marvin Macy, el jorobado saltó hacia adelante y cruzó por el aire como si le hubieran nacido alas de halcón. Aterrizó sobre la ancha y fuerte espalda de Miss Amelia y le apretó el cuello con sus deditos como garras... Gracias al jorobado, Marvin Macy ganó la pelea... El jorobado y Marvin debieron abandonar el pueblo una hora o así antes del amanecer: rompieron la pianola, grabaron con sus navajas palabrotas horribles en las mesas del café... Se fueron al pantano y destruyeron la destilería. Prepararon una fuente con el manjar predilecto de Miss Amelia, lo aderezaron con una cantidad de veneno capaz de matar a todo el condado y colocaron la fuente tentadoramente en el mostrador del café. Hicieron todo el daño que les pasó por la cabeza... Y después se marcharon juntos... Así fue como Miss Amelia se quedó sola en el pueblo. Durante tres años estuvo sentándose todas las noches en los escalones del café, mirando hacia el camino y esperando. Pero el jorobado nunca volvió. Corrían rumores de Marvin Macy le utilizaba para saltar por las ventanas y robar, y también se decía que Marvin Macy le había vendido para una feria. Al cabo de cuatro años, miss Amelia se hizo atrancar su casa, y desde entonces ha permanecido allí en aquellas habitaciones cerradas."



Carson McCullers nació el 19 de febrero de 1917 en Columbus (Georgia). Se le impusieron dos nombres: Lula, patronímico de pila de su abuela materna, y Carson, apellido de esa misma abuela siendo soltera. A Lula Carson Smith, ya desde su temprana infancia, se la conocerá por "Sister", según los hábitos sureños de Estados Unidos. Su abuela Lula, que la adoraba, la llamaría su "niña de ojos grises", "grises como el mar", "grises como los de Helen", una hija suya que había muerto a corta edad. La feliz infancia de Carson termina en 1923. Toda aquella ternura especial que la envuelve desaparece de su vida cuando muere su abuela Lula Waters. Carson recuerda (aunque habla poco de su padre, Lamar Smith) la importancia que tuvo en su vida uno de los primeros regalos que recibió del mismo: una máquina de escribir. De niña solía llegar a casa, después de pasarse horas patinando, llena de heridas y brazos despellejados. Fue una especie de marimacho, y una adolescente grandullona (alcanzó prematuramente su estatura adulta: 1,75), "incómoda y molesta siempre conmigo misma", confiesa Carson. Una muchacha del sur profundo, tímida, arisca, que anhela mucho de la vida y sueña con tener "un destino". Pero no es más que una extraña joven con pinta de chico.

Pero más allá de su apariencia, algo justifica sus anhelos de gloria: posee un excepcional talento como pianista. Pero a su afán de llegar a ser una gran concertista une la lectura, que empieza a convertirse para ella en uno de sus pasatiempos favoritos. "La obra "Mi vida", autobiografía de Isadora Duncan, me arrebató como un huracán", explica ella misma más tarde en un breve texto titulado "Books I Remember". "Poco después hasta me atreví con "El fuego de la vida" de Nietzsche." Su primer relato "Sucker" será rechazado constantemente por las revistas y periódicos en los que ansía comenzar a publicar. Su mayor deseo se cumple: abandonar su ciudad natal de Columbus, y marchar a New York. Para poder pagar su pensión acepta "trabajillos" de toda clase. Tenía tan sólo 18 años. Trabaja en una pequeña oficina de bienes inmobiliarios, en los que se limita a dar la lista de apartamentos a los clientes. Oculta tras un grueso libro de registros, lee con desesperada fruición a Marcel Proust. Pillada in fraganti por su jefa, Luoise B., que la golpeó con el libro en la cabeza, exclamando "¡Jamás llegará usted a nada!, acabó de patitas en la calle. Un joven y seductor militar de Fort Benning, Reeves McCullers, aparece en su vida. Tiene 22 años. Es encantador y atractivo, pero arrastra una enorme frustración: el no haber asistido jamás a la Universidad. Pero es inteligente, culto, y se expresa con una soltura extraordinaria. Contraen matrimonio en septiembre de 1937. A partir de ese momento, para la posteridad, Carson se apellidará como su marido. El ha cumplido 24 años, ella apenas 20. "Durante los primeros ocho primeros meses de matrimonio fuimos pobres y dichosos". Carson y Reeves llegan a un extraño acuerdo, un pacto entre escritores: ambos consagrarán, alternativamente, un año a escribir; cada cual, durante el año que no escriba, deberá ganar el dinero suficiente para cubrir las necesidades de la pareja. Carson envía su primera novela, "El mudo", a una Editorial. Tardan en acusar recibo del texto. Finalmente, el libro suscita cierta sensación exaltadora por parte de la Editorial, que cree haber descubierto a una joven promesa literaria. Se le pide que haga muchas correciones, y se le sugiere un nuevo título: "El corazón es un cazador solitario". Un breve relato "Army Post" acabará convirtiéndose en "Reflejos en un ojo dorado". "Cuando acabé aquello, lo guardé en un cajón", confiesa la propia Carson. Su nuevo proyecto "La casada y el hermano", primer borrador de "Frankie y la boda", nace de un recuerdo desesperado de su infancia: su separación de su profesora de piano. El 4 de junio de 1940 "El corazón es un cazador solitario" sale a la venta en las librerías. En el mundillo literario la novela causa asombro. Reeves comprende que las cartas están echadas. Cree haber advertido la gravedad exacta de su fracaso. Carson, "la niña prodigio", ha llegado a ser "alguien". Reeves McCullers, que se había divorciado de ella antes de la guerra, volviéndose a casar de nuevo con Carson en 1945, se suicidaría, sumido en una terrible depresión, el 19 de noviembre de 1953, ingiriendo una fuerte dosis de barbitúricos. En las novelas de Carson McCullers, el sexo casi siempre se halla ligado a la vergüenza, a la repulsión, a la perfidia, a la violencia. Así lo manifestó el ensayista Alfred Kazin. "La novelista irradia, en toda su obra, una necesidad de amor tan absoluta que transforma al ser amado en el dador perfecto, y le reviste de un carácter mágico. Su mundo resulta tan perturbador que parece siempre a punto de ser transformado. Los seres humanos de McCullers pueden ser estados psíquicos tan absolutos y concentrados que lleguen a repelerse sexualmente unos a otros. Recordemos "La balada del café triste", Miss Amelia se casa, y en su noche de bodas, se niega a que su marido, Marvin Macy, la toque. Días después, cuando él le pone la mano en el hombro, antes de que éste pueda abrir la boca, Miss Amelia le da un puñetazo en plena cara, con tanta fuerza que le derriba de espaldas contra la pared y le rompe los dientes".

Carson McCullers que ya enfermara en 1932 de una fiebre reumática de diagnóstico equivocado, sufre hacia 1941 un nuevo ataque cerebral que la dejaría paralítica de un costado. En los últimos años de su vida se ve aquejada de dolores constantes y su invalidez avanza considerablemente. Padece varios ataques al corazón, y el 29 de septiembre de 1967 muere en el Hospital de Nyack, estado de New York, a causa de un cáncer de mama.

En su obra, tan inusual como excepcional, capaz, quizás, como jamás pudo hacerlo ningún otro escritor norteamericano, de explorar en profundidad el aislamiento espiritual de esos seres inadaptados y marginados que pueblan los oscuros pueblos del Sur de Estados Unidos, Carson McCullers se erige también en pionera al tratar a fondo, por primera vez, ese amor que no es el amor de Eros, sino el amor-amistad. Ese amor que tan difícilmente se puede vivir. Le horroriza el sexo, y sin embargo éste aparece constantemente, junto con el adulterio y la homosexualidad, en sus libros. En el caso de Carson, parece haber un abismo entre la sexualidad y el amor, entre la lujuria y la belleza. Reeves era un hombre bello, y Carson le amó como a un hermano gemelo. Los cuerpos parecen ignorarse, aunque el deseo está a flor de piel. La belleza, según la escritoria, no puede coexistir con el sexo. En "La balada del café triste", por ejemplo, Miss amelia se casa con Marvin Macy, la belleza pura, el hombre más apuesto de la ciudad, pero, cuando éste intenta meterse en su cama, ella le rechaza violentamente. Tan sólo acepta el contacto físico de su primo Lymon Willis, el pequeño jorobado sin edad. Sensualidad en vez de sexualidad. El amor-amistad que no se vive. Y los personajes "anormales" dan cuenta, simbólicamente, de la imposibilidad de hallar el amor.