miércoles, 17 de septiembre de 2008

Marruecos XI



Autor: Tassilon-Stavros




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: LA PESADILLA -XI-

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El aire ennegrecido de la envolvente espesura parecía avanzar como una tonada ardiente y aventurera de la muerte hasta el Cherokee. Andrés no dejaba de observar el mosaico lejano de los cielos desde el interior completamente a oscuras del automóvil. En su mente se arremolinaban, como un tormento pueril, frases aprendidas de sus lecturas: “Desafío a las graciosas deidades palpitando en el arrebato heroico”... “Egregia mutación de los linajes divinos”... “Héroes perdidos en la audacia prohibida a través de intrincados jardines de pecado”... (“Creo que me estoy volviendo loco”, se repitió varias veces para sus adentros, “Entre el hambre que arrastro,... cayéndome de sueño... este bailoteo constante de bicharracos contra el parabrisas... y el castigo de este cemento agrietado, donde vamos a acabar machacándonos,... ¡puta carretera que no va hacia ninguna parte!”...) Examinó un instante la cara de sus acompañantes: Farid y Mónica dormidos y cabeceantes, y Patonia, a su lado, despierta. Sus ojos no mostraban la menor somnolencia, sino que brillaban con viveza. (“Ésta no se duerme”, se dijo Andrés, algo escamado) La muchacha, pese a sentirse constantemente observada por su acompañante, no le devolvió la mirada. Varias veces se echó de costado, e intentó también en repetidas ocasiones apoyar su cabeza en una mano. Entornó los ojos, los volvió a abrir como si la atravesase un fugaz destello de dolor, y sus labios, que se movieron levemente por las comisuras, dejaron escapar algunos gemidos que ella trató de disimular. Tan determinante resultó aquella especie de inquietante y angustiosa gesticulación que acometiera de continuo a la joven, que acabó por destrozarle los nervios a Andrés. Detuvo el Cherokee. (“¡Esto es horrible!”, exclamó para su capote, “¿Dónde coño estaremos?... Y a ésta... algo le pasa. Seguro”...) Cuando el joven Cruz encendió a luz, Patonia tenía el rostro perlado en sudor, y respiraba con rapidez inusual. Farid se despertó, y tras un bostezo, dijo medio musitando:

-¿Qué pasa, colegui?... Joder, se me han dormido las piernas,... y en el estómago sigo teniendo los mismos perros rabiosos... ¿Tenemos ya el chiringo por ahí?- Inquirió mientras se masajeaba las piernas y observaba a Mónica- Mira la habibi, ¡está como una marmota! – Y luego con mirada desdeñosa, tras asomarse por la ventanilla del automóvil, se quedó asombrado: -Tío, yo no veo ningún chiringo... No nos habremos metido en otro agujero... ¡Aunque no se ve un pijo!... ¿Por qué has parado?... – Se quedó rígido, observando a Andrés y Patonia, que no se molestaron en contestarle, ni volvieron la cabeza hacia él.

La cosa se ponía seria. Farid, interiormente, empezó a agitarse desesperado. Observó a sus silenciosos acompañantes, que, en efecto, parecían ignorarle. Cambió de táctica. Esperaría. Se calló y volvió a apoltronarse en su asiento, pero sin apartar la mirada de Patonia, que, a la luz del Cherokee, parecía una odiosa figura de bronce que, en tales instantes, ocupara por completo su pensamiento: “¡Puttana habibi! ¡Qué cojones habrá hecho ahora para que el majara éste se detenga!” La figura inmóvil de Patonia, de espaldas a él, ardía en su mente como si fuese fuego.

El tiempo había perdido su ímpetu. Aquella especie de monstruo solitario en que se había convertido el Cherokee, y frente a cuyo parabrisas relumbraba únicamente una leve lucecilla interior, se había quedado como atrapado bajo la intacta desnudez del cielo, perdido en tan inconmensurable intemporalidad como en la que se recrea la soledad nocturna. ¡Qué ancha y qué íntima la halagada boca de la oscuridad! Y pulverizadas en el aire pesado las respiraciones apocadas, implorantes, enjauladas en aquel abandono, de los cuatro jóvenes.

Andrés callaba, con su ceño fruncido y los ojos puestos ahora en sus manos sudorosas que sujetaban la curva salvadora del volante. Y mientras tanto Farid, y también Patonia con toda probabilidad, se estarían devanando los sesos tratando de penetrar en sus intenciones como en un reverso del misterio. Pero los misterios no son más que horas privadas de los hombres, que anidan en los internados perpetuos de la mente, se amasan en la sequedad de las miradas, y cierran sus aposentos a fin de que nadie adivine el difícil desvío de la penitencia que encubren. A esa hora confusa se hallaban sometidos ahora Andrés, Patonia y Farid (Mónica aún dormitaba), mientras al otro lado de la cristalera transitaba únicamente el retablo inmóvil y dulce de las estrellas, estampándose en el sepulcro de la noche. Pero entre aquella terrible soledad el ritual mitológico con que se significaba la exaltación del universo se volcaba sobre ellos, en efecto, como una gigantesca y pesada losa sepulcral que se gozara en detener su huida.

-¿Qué hacemos, tío?- No pudo reprimir Farid su ansiedad, y observó a Andrés y a Patonia con tanta furia que no tuvo más ocurrencia que vapulear exasperado el cuerpo adormecido de Mónica:- ¡Eh, tú, bella durmiente, espabila de una vez,... a ver si me echas un cable!

Despertó Mónica sobresaltada. Notó de entrada una enorme punzada en el costado, luego un dolor en la espalda y una terrible regurgitación de los ácidos del cuerpo. Se sintió desfallecida, enferma, a punto de vomitar como todos los adictos a las drogas. Exhaló un profundo quejido, y pasándose insistentemente la lengua por los labios, los miró a todos con una fijeza hipnótica.

-Farid...- Dijo con marcada voz enronquecida.

-¡Farid, Farid!...- Repitió asqueado y burlón el joven marroquí con una luz de expectante interés en los ojos- ¡La única palabra que sale de tu boca! ¡Muñeca de trapo! ¡Estás tan fabricada a prueba de ácidos, que ni comes, tía! Lo único que pretendes siempre es merendarme.

-¡Qué pasa, Farid!- Inquirió Mónica, atontada, abriendo sus ojos más de lo normal. Y de pronto se levantó un poco de puntillas, pegándose un encontronazo con el asiento delantero que ocupaba Patonia, que siguió en silencio, sin inmutarse. Andrés no se tomó tampoco la molestia ni de mirarla. Y fue Farid quien la agarró, mientras exclamaba:

-Pero ¿adónde quieres ir, so gilipollas? ¡Espabílate, joder!...

-Pero ¿qué pasa?...- Insistió Mónica, errática, tratando de vencer la oscuridad en que se hallaba, expectante y contusionada.

-Pasa, chiflada,- Se caldeó la voz de Farid- que aquí el amigo Andrés, como decís vosotros los españoles, se ha quedado en Babia... o en las nubes de La Meca, como decimos los hijos del Profeta. Y que la otra chiflada de tu amiguita, después del pollo suicida que nos ha montado, se ha convertido en Medusa, n’ est-ce pas?, ... y ¡cómo si no tuviera ya suficiente veneno la habibi!, nos ha convertido al colegui en estatua,... ¡y aquí nos tienes, en mitad de la mierda sin saber qué coño hacer,... y con los huevos revueltos, ¡por lo menos los míos!... (Andrés le miró ahora con indignación y Farid volvió a estallar)... ¡Sí, sí, colegui, míranos, hombre,...y decídete de una vez a hacer algo, porque a mí el Ramadán siempre me la ha traído floja, y estoy ya del ayuno hasta los cojones! Así que tú veras,... o seguimos o nos quedamos aquí bailándoles el agua a estas dos descerebradas, ¡yonqui la una, zumbada hasta la polla la otra!, y a quienes, aunque ni Dios se lo creería, ¡les importa un huevo comer o no!, mientras tú y yo, los únicos que tenemos el cerebro en su sitio, y el estómago también, nos morimos de hambre, para que luego ellas, ¡lo típico!, se monten el numerito de plañideras morroquíes... porque en España, con lo adelantaditos que estáis, pocas os quedan ya... ¡Éstas dos, y para de contar! ¡Y a mí, oye dabuten, que las tías se emancipen de una vez... que ya les toca! Pero no por eso voy a dejar de darle a la manduca para celebrarlo... ¡A mí la emancipación femenina no va a joderme el estómago!

-“Éste ya hasta delira”- Se dijo Andrés.

-¡Farid!...- Se le enconó una especie de congoja a Mónica, y ya más recuperada, se abrazó al joven.

-¡Quita, coño, que estás majara!- Se soltó de ella Farid- ¡Lo ves, tío,... esta gilipollas ya se está montando el numerito conmigo! Y eso que aún estamos vivos... Pero, sabes que te digo, amigo, que yo os mando a los tres a tomar por el culo,... que a mí las plañideras no me montan más numeritos cuando todavía coleo por este mundo,... y que me largo, aunque sea a pie, porque el chiringo no está a más de cien metros de aquí, y a mí vosotros no me matáis de hambre... ¡Montaos vosotros solitos la Vía Dolorosa de vuestro Cristo!- Y estremecido por el cómico berrinche, abrió Farid la portezuela dispuesto a salir del Cherokee- ¡A tomar por el culo, ya os lo he dicho!...

Andrés no tuvo más remedio que comulgar con las exposiciones de Farid, sintiendo de nuevo el apuro que le confería su responsabilidad hacia ellos, ya un tanto siniestra y vomitativa.

-¡Cierra la puerta, joder!- Exclamó Andrés, y observando en silencio a Patonia, le dijo por fin:- ¿Podrás aguantar?...

-¿Y por qué coño no va a poder aguantar?- Saltó Farid.

-Ésta está con una fiebre de campeonato... ¿O es que no te has dado cuenta?- Replicó con acritud el joven Cruz.

Patonia, temblorosa, parecía contener la respiración, levantó la vista con lentitud para mirar a Andrés, y trató por todos los medios de no perder su firmeza, aunque no dijo esta boca es mía.

-¡Joder, tía, no hay quien te saque una palabra!- Protestó Andrés. Y, encolerizado, se dispuso a poner el Cherokee en marcha.

-Yo también tengo fiebre- Lloriqueó entonces Mónica.

-¡Qué par de gilipollas!... – Los ojos negros de Farid brillaban con una lucecilla burlona y viva- ¡Oye, colegui, en serio, el ayuno nos va a matar a los cuatro!... Nos estamos volviendo locos. ¿Es que no lo ves?... Sal zumbando de una vez. El chiringo no está a más de cien metros, te lo garantizo, ... máximo doscientos... Alguna arboleda habrá tapado las lucecillas, pero está ahí... (el motor se había puesto en marcha) ¡Así, tío, dale al Cherokee! Que esto se está pareciendo cada vez más a una película de terror con brujas incluidas... Sí, colegui, ¿te acuerdas?,... seguro que la viste ... Aquélla de la "Blair Witch Project" donde todos acababan palmándola y the end. ¡Menudo canguelo pasé!- Rió Farid, observando a Andrés que, crispado, atenazaba el volante, y que, por no “ahostiar” (como él acostumbraba a expresar) a Farid, se ensañaba ya con el embrague del vehículo.

Volvió a desperezarse el Cherokee entre la envolvente masa de tinieblas. Todos recibieron al mismo tiempo inmensas bocanadas de perfumes vegetales, que primero se destocaban furtivamente entre la holganza veraniega, luego se apartaban muy súbitos, y acababan alejándose con celoso furor, como ocultos melindres esenciados de las pasiones perdidas de los jardines marroquíes. Emanaciones remotas como anacoretas fantasmagóricos del Jihad, que una vez albergaron sus efluvios primitivos entre las hachas de resinas llegadas de Damasco, se enardecieron entre el tránsito fastuoso de las caravanas de Arabia, y moraron entre el olivo, el cidro, el mirto, la morera, el pistachero y la palmera, despertando a las plenitudes litúrgicas bajo la luna de Nissán, para mezclar eternamente sus hábitos en la órbita congregante de los ensueños coránicos.

La plenitud de septiembre ofrendaba, pues, a la noche una huidiza respiración agraria, inocente y devota. No obstante, hambres, esfuerzos, sacrificios, vigilias, rigores de climas y penitencias de Oriente habían plasmado, bajo un sol de justicia y de cosechas martirizadoras, la piedra calcárea, la inmensidad desértica, en aquel cuerpo agostado que era Marruecos. No tenía nada de extraño que sobre aquella vastedad un silencio doloroso, una castigada tierra deshabitada, se tendiera olvidada como un gigantesco paño mutilado.

De pronto, aparecieron varios destellos rojos. Una sigilosa rúbrica de bombillas que formando un collar esculpido en el aire revelaba, entre una sombra de encierro, el difícil contorno cuadrilongo de una especie de pabellón enladrillado, sin ventanas al exterior, salvo una balaustrada blanquinosa, de rasillas entrelazadas que formaban oquedades en forma de equis, protegiendo una pequeña azotea, apenas entrevista, sobre la puerta de entrada al miserable bar-quiosco de ladrillos. Una luz amarillenta parecía escudriñar, desde el interior, la emanación pavorosa de las sombras que revelaban los mil murmullos que, con vocecillas apretadas, la noche expulsaba desde la lenidad de las frondas. Una especie de sahumerio borboteante que fingía dormir en cada profundo rincón campestre, y que, no obstante, se extendía como una fiebre contagiosa de rumores que jamás se debilitaban.

-¿Qué te dije, amigo?- No pudo contener su alborozo Farid- ¡El chiringo! Eccolo qua!... No me equivocaba... y a menos de cien metros... ¡Tío, joder,... alegra esas pajarillas! Acuérdate que no hemos comido nada desde... ya no sé cuándo!

En silencio, detuvo Andrés el Cherokee, y Farid, haciendo caso omiso de su falta de contento, sintió un alivio estremecedor, como si se hubiera desembarazado de un yugo que le ahogara. Saltó del vehículo como si se dispusiese a galopar entre la negrura. Andrés dejó encendidas las luces traseras.

-¡Gracias, colegui!- Exclamó Farid, lanzándose entre los matorrales..

En el airecillo abrasante que vibraba a su alrededor revoloteaban infinidad de insectos. Pero Farid era consciente tan sólo de los latidos de su corazón. Varios calambres le contrajeron el epigastrio.

-¡Farid, Farid!... ¡Espérame... no me dejes sola!- Gritaba ahora Mónica que había corrido tras él, internándose al mismo tiempo en aquel terreno obstruido por una tremenda alfombra de maleza, que se juntaba, abierto en grietas, con la paralelismo tumefacto de la carretera, listada de negro, descompuesta por los guijarros, y como atacada por mordiscos volcánicos. Y que aún se perdía en un angosto repecho donde todo horizonte se diluía. Más allá, en efecto, aparte del chiringuito iluminado por el rojo brillo de las bombillas, seguía abriéndose una gruta profunda que parecía no tener fin.

-¡Calla la boca, tía loca!- Clamó amoscado Farid- A ver si te matas, yonqui de los cojones- Murmujeó mientras caminaba penosamente por entre el barzal, sin lograr hallar el pequeño sendero que debía abrirse hasta el iluminado kiosko. Gesticulaba y lanzaba reniegos en árabe, ya que, al tratar de abrirse camino por entre el inacabable zarzal, los matorrales se le clavaban en el vientre.

-¡Farid,... Farid!- Gritó ahora con voz aguda y alegre Mónica- ¡Aquí hay un camino!... Por ahí te vas a perder... Aquí parece que hay menos hierbajos... ¡Farid!...

-“La yonqui ha tenido más suerte que yo”- Se dijo para sí Farid- “¡Puttana habibi de los cojones!” “Hasta para eso tiene potra la tía... y yo me voy a quedar sin huevos entre estas zarzas”...

Andrés permaneció en el interior del Cherokee junto a Patonia. Parecía estudiarla con detenimiento, sin el menor disimulo. Y ella, silenciosa, se agitó un instante, tratando de incorporarse a fin de abandonar el vehículo. Pero el sudor caía en forma de gruesas gotas por su frente. Se repitió un débil lamento, y volvió a sentarse. Le escocían los ojos. Mantuvo cuanto pudo la rigidez de su espalda. Siguió observando con fijeza el negro avance de las sombras de la carretera. Pero luego dirigió su mirada hacia la ventanilla, como si el pequeño tramo débilmente iluminado por los faros del coche la hiriera al mismo tiempo que la deslumbraba. Y vuelto el rostro, trató de apoyar su cabeza en el vano metálico que bordeaba el abierto cristal de la portezuela; se atenazó el cuerpo fuertemente con sus propios brazos, y trató de reprimir los lúgubres temblores que la acometían. Por la abertura penetraba una brisa ardiente que en nada aliviaba su transpiración. Y contuvo el aliento un par o tres de veces. Andrés buscaba en su cerebro alguna palabra de ternura con la que dirigirse a ella. Pero no atinó con ninguna. Se acercó más a la muchacha. Sus labios casi rozaron la mejilla de ella, que se volvió y le observó como una figura exigua que la noche se fuese tragando poco a poco. Los ojos de Patonia parecían chispas reflejando ahora la luz artificial del Cherokee.

-Oye... – Dijo Andrés, con voz susurrante- No sé... pero creo que no estás bien... Me encantaría que esta especie de pesadilla acabara cuanto antes... Lamento haber sido tan brusco contigo... De verdad, chica. Creo que me he portado como un bestia. Y yo no soy así, te lo aseguro. Pero tenemos que hallar una manera de poner fin a esta carrera de locos... Deberías comer algo,... o beber. ¿Qué te parece?...

-No sé...- Confesó Patonia, tratando de mirar al joven Cruz con dulzura. Pero su rostro estaba endurecido por la fatiga y por la tensión con que intentaba dominar los temblores de su cuerpo- La verdad es que tengo una sed terrible.

Andrés, ya más animado por la actitud que ella mostraba ahora, le pasó la mano por la frente:

-Esta fiebre no me gusta nada... Hay que salir de aquí lo antes posible. A lo mejor te repones en ese pueblo de tu amigo Farid. ¿Te duele mucho la espalda?...

-No, no,... de verdad- La mano de la joven osciló ahora con fuerza sobre la manecilla de la portezuela del vehículo, tratando de abrirla.

-Está puesto el seguro- Dijo Andrés- Es mejor que no salgas, créeme.

Patonia intentó alzarse de nuevo del asiento, pero no pudo. Lo cierto es que la muchacha se ahogaba..

-No, no te muevas de aquí- La detuvo al instante Andrés- Yo te traeré la bebida, ... y tendrás que comer algo también. Joder, estás helada, amiga.- Rebuscó la linterna en la guantera- Tengo un suéter en una de las mochilas. Te lo traeré también...

-Voy contigo, Andrés... Me da miedo quedarme aquí sola- Se le enturbió tristemente la voz Patonia.

-¿Miedo, tú?- Bromeó el joven Cruz- Hazme caso, y no te muevas del coche. Te traigo el suéter, y voy por la bebida y algún buen piscolabis. Correré más yendo solo.

Andrés se movió con cuidado sorteando las matas que invadían la carretera. Retrocedió hasta el maletero, y abrió la mochila, sin dejar de observar a Patonia a través de las cristaleras del coche. No dejaba de soplar un aire abrasador, tan seco que hasta los matorrales que cubrían gran parte de la resquebrajada carretera crujían por efecto del calor. Era como si toda la espesura que los rodeaba, repleta de grillos, se mofara de aquella locura. Silbaban las arboledas como gigantes malignos de la noche, y junto al chiringuito varias palmeras ancestrales soplaban con furia como si, en la distancia, estampasen las afiladas cuchillas de sus palmas sobre el cielo limpio y terso, tratando de arrebatarle la luz fría y lechosa de sus estrellas. Alguna bestiecilla indefinida lanzó una mirada curiosa y desafiante al Cherokee desde el barzal, mientras Andrés rebuscaba en su mochila. Luego prosiguió su camino escondiéndose entre la densa maleza.

Volvió Andrés con el suéter en las manos, y echándoselo sobre los hombros a Patonia, observó, casi con pánico, una honda preocupación en los ojos de la joven.

-¿Tienes frío?- Le preguntó; y como Patonia hiciese un gesto afirmativo, oprimiendo el suéter sobre su espalda y pecho, tratando de evitar sus temblores al calor que la prenda de lana le ofrecía, aclaró Andrés:- Es por la fiebre. Pronto pasará todo, ya verás. Tú tranquila... Vuelvo en seguida.

Patonia lo miró ahora largamente, con ojos apenados. Desde el chiringuito llegó entonces la voz de Farid, ininteligible por la distancia y el susurro del viento que arreciaba a rachas entre los pliegues de la noche. Ambos hicieron caso omiso de su grito. De nuevo vio Patonia en Andrés al benefactor incondicional. Le emocionaba de él, tras aquel pequeño huracán de negativas experiencias que Farid, Mónica y ella misma habían generado, y del que él había formado parte, bien que por voluntad propia, (de ahí la magia de su un tanto encubierta ternura, y, sin embargo, en todo momento puesta a prueba) aquella capacidad ilimitada de responder afectuosamente, las veces que fueran, (y cuyo reflujo de confusión y comprensibles irritaciones acababa siempre por dejar en seco) a aquel penoso acoplamiento ocasional que tan demencial compañía le había impuesto.

-Andrés... yo...- Patonia, aunque invadida por esa especie de letargo gris que conlleva la desesperanza, analizaba ahora sus nuevas impresiones. Su curiosa brusquedad desconfiada había desaparecido por completo. Irradiaba de ella, a pesar de la fiebre, aquel encanto arrebatador, aquella curiosa mezcla de liviandad exultante y tontamente autoritaria que el joven descubriera en la muchacha desde su primera tarde en Assilah; y que, como si buscara siempre su aprobación desinteresada, él había aceptado sin vacilar, hipnotizado por el hechizo festivo de su cuerpo y movido un tanto por la curiosidad de su audacia, hasta dejarse arrastrar por ella entre las callejuelas más tenebrosas de Assilah, y vivir juntos una primera y excitante experiencia frente a la servidumbre peligrosa impuesta por la amenaza de la droga- ... No sé, querido amigo,... quiero que sepas... Perdóname... no he sido justa contigo. Tú eres un tío maravilloso... legal. Todo lo que me viene de ti..., desde el primer día..., todo... de verdad,... todo me enternece... Ahora estoy mejor; estoy casi bien... Y... y te quiero... No mereces lo que te hemos hecho... Y yo he sido una estúpida... una niña tonta y mala... Pero no he jugado contigo... aunque tú lo hayas podido creer en algún momento. De todas formas, te pido perdón... y creo que te seguiré pidiendo perdón siempre... Lo que te hice en Fez... bueno, eso fue una putada...

-¡Quién se acuerda!- Alzó los hombros Andrés, aunque experimentando un hondo sentimiento de placer. Y con voz más amable e insinuante, bromeó: - Lo que sucedió y no sucedió,... escribió alguien una vez, y no me preguntes quién, porque no me acuerdo, forma parte de “los cuatro terribles rostros del amor, que, a su vez, esconden el quinto, que es el mejor”... Aún nos quedan tres y el del misterio... Quizás la próxima vez aparezca.

-Quizás, Andrés..., porque tú te las sabes todas, macho- Se rió en su interior Patonia, inclinándose algo más hacia el joven Cruz, y le contempló casi con adoración- Me gustaría besarte... pero apesto...

-Ya estás dándome esquinazo otra vez- Repuso sonriendo Andrés- Aunque yo estoy siempre dispuesto... ¡Venga ese beso!...

-¡No, no... mi aliento!- Se cubrió la boca Patonia.

-Si no tengo inconveniente... Mi aliento tampoco huele a fresa que digamos.

-En la mejilla, ... aunque pinches- Esbozó Patonia una risita. Su boca se deslizó por el rostro encendido de Andrés, recorriendo su frente, resbalando por los pómulos hacia su varonil mentón y rozando suavemente los labios del joven. Fueron más hondos suspiros que besos. En aquel recorrido confluía también esa sintaxis aterciopelada del beso que rehuye el drama y juega con una nueva emoción; o esa evocación fugitiva del deseo que decide besar sin explicar nada, para iluminarlo todo de pronto. Luego fue su mano la que imitó a sus labios: - Me gustan tus gafitas,... me gusta esta nariz perfecta (posó en ella un dedo la joven),... y tu boca arde... ¡eres un guaperas de mucho cuidado, tío!...

Andrés le siguió la broma, tomó las dos mangas del suéter, y anudándolas sobre el fino cuello de ella, dijo:

-Pues este guaperas necesita un tentempié con urgencia... Y no me sigas sobando, chica, que me va a dar una lipotimia.

-No tardes, Andrés, por favor- Rogó Patonia dominada por un profundo temor.

-Tú ahí quietecita, ... y no te preocupes. Dame cinco minutos.

-¡Andrés!- Le retuvo Patonia todavía- Entre Farid y yo no hay ni ha habido nada de nada... Te lo juro... ¿Me crees?

-¿Por qué no habría de creerte?- Siguió mostrándose conciliador el joven Cruz.

-Pero... te preguntarás el porqué de mi... estado.

-Ya te dije una vez que no me debes ninguna explicación.- Y extendió la palma de su mano: - Cinco minutos y me tienes de vuelta.

Junto al un tanto oculto sendero que Andrés tomó a toda prisa, linterna en mano, se definía un terreno en el que subsistían enormes manchas verdinegras que se adherían unas a otras como profusas hebras punzantes que se alzaban hasta medio cuerpo, devorando la línea de la senda entre la bruma engañosa del barzal que, por supuesto, se burlaba de cualquier exactitud óptica sobre el terreno que se pisaba. Farid, viendo llegar a su compañero, apareció regocijado en la iluminada puerta del chiringuito o improvisado bar.

-Eh, colegui, tenemos bastela o “pastela” como decís vosotros. ¡Están de muerte! Esta gente del campo no duerme en toda la noche.- Y observando la ausencia de Patonia, preguntó: - ¿Y ésa? ¿No viene?... ¿Qué pasa, está a régimen la habibi, o es que le vas a hacer de mayordomo?... Te ha dado fuerte, tío. Yo de ti, no le seguiría el juego.

-¡Quita de en medio, coño!- Profirió Andrés- ¡Come y calla!

-¡Venga ya, tío!...- La mirada que Farid dirigió a su enfurruñado compañero fue arrebatada y tirante. Siguió comiendo con rabia. Pero se guardó todo su rigor, aunque la brusquedad de Andrés le secaba la boca en un desaliento airado. Atacó una helada Coca-Cola, mientras Mónica, que parecía sumida en una actitud distante, comiendo en una de las destartaladas mesillas que ofrendaba el chiringo, observaba a ambos amoscada e hiriente, hasta que ya no pudo contenerse:

-¿Qué, la puta no quiere comer?... ¿Está enfermita, la pobre?...

-¡Cállate, gilipollas!...- Le reconvino Farid.

La tensión nerviosa que había ido acumulándose en el espíritu de Andrés emergió hirviente en la superficie:

-¡Oye, no hemos tenido ya bastante! ¡Esta tía es que no rige o qué! (mirando a Farid) ¡La prefiero cuando no está chutada, joder!...

Un magrebí de rostro duro regentaba el chiringuito. No hablaba español, ni estaba acostumbrado a los turistas, puesto que era prácticamente imposible que alguno se aventurara a transitar por aquella carretera perdida. Sin haberse librado todavía de su asombro mantuvo una conversación en árabe con Farid. Con toda probabilidad había temido que por un momento los tres jóvenes promovieran algún escándalo, y Farid trataba de tranquilizarlo. Una vez calmada su sed, Andrés tomó dos bastelas y una botella de agua mineral. Pagó, y salió del chiringuito atacando la apetitosa masa de hojaldre con pollo. Al olor acudieron algunas moscas bobas y pegajosas que revoloteaban por entre las bombillas que adornaban el desvencijado establecimiento. Farid, situándose en la entrada de nuevo, se quedó allí sobre un fondo de luz amarilla, silencioso, zumbón, y con una lumbre lívida en sus ojos. Siguió comiendo y bebiendo.

-“Ya se ablanda el colegui”- Se dijo para su capote- “¡Mejor!”

La sombra de Andrés danzaba en las tinieblas, mientras el leve fulgor que emitía la linterna se zarandeaba por entre el sendero sin desbrozar, como si husmeara el barzal vapuleado por la ventolera. A lo lejos, los faros del Cherokee, apostado en la velada carretera, semejaban cuatro lucecitas de cetrina insolencia que se enfrentasen, somnolientas y burlonas, al tachonado claustro estelar, y que allí, en la noche marroquí, se escarchaba en un prodigio de tentadoras complacencias argentadas.

Cuando Andrés llegó al Cherokee se asustó. La cabeza de Patonia había resbalado por completo hacia el lado izquierdo, bajo el volante. La botella de agua y la bastela se le cayeron de las manos cuando se lanzó hacia el interior de la cabina. Un gato enorme apareció de pronto desde el barzal arrastrando con presteza en su boca la apetitosa pasta hojaldrada y desapareció.

Andrés contuvo la respiración observando a Patonia:

-¡Dios mío!...- Y siguió horrorizado: ¡Dios, Dios!....

La muchacha se había dejado caer sobre ambos asientos y su falda se hallaba empapada de sangre fresca. Por sus piernas el mismo magma sanguinolento la había recorrido hasta el empeine de los pies impregnando sus leves zapatillas veraniegas.

-Ayúd... ayúdam...me Andrés...- Vacilaron las palabras de Patonia antes de conferirle una mínima forma audible.

Las manos del joven Cruz planearon un instante, desesperadas, sobre la muchacha, aunque sin atreverse a tocar su cuerpo. Luego sus dedos sintieron la extraña quemazón palpitante de la garganta de ella al tratar de desembarazarla del nudo con que las mangas del suéter parecían asfixiarla ahora. Toda aquella sangre formaba un esmerilado lustre rojinegro con mortecinas imágenes de pesadilla sobre el estrambótico y abigarrado colorido del faldón de Patonia. La sangre poseía una voracidad licuada, emblandecida y pegajosa, que se recreaba, como un estuario tenebroso, sobre los asientos y el fondo afelpado del suelo de la cabina. Y tan espantosa hemorragia seguía su camino.

-¡¡¡Farid!!!... ¡¡¡Farid!!!- Saltó el grito enloquecido de Andrés sobre el ventarrón que aullaba entre el barzal. El polvo arenoso que se levantaba de la carretera, penetrando en su garganta, detuvo su jadeante clamor, haciéndole toser repetidamente. Nadie contestó a su llamada. Y cuando el joven penetró de nuevo en la cabina del Cherokee, Patonia le miró fijamente a sus ojos.

Andrés, tomándola entre sus brazos, se encaminaba ya hacia el chiringuito describiendo continuos zigzags en busca del sendero apenas visible que resbalaba desde la carretera. Los espinos del barzal se clavaron varias veces en su tejano. En la oscuridad no podía ver el rostro de Patonia, pero la hemorragia no se había detenido. Todo su pantalón se hallaba empapado de sangre. El campo visual de Andrés, aturdido y jadeante, y dado que las gafas resbalaban continuamente, resultaba escaso. Se sentía extenuado. Se puso rígido, y volvió a atenazar con fuerza el cuerpo de Patonia, temeroso de tropezar. Y mientras sus ojos se fijaban tan sólo en el punto iluminado de rojo y amarillo del bar, como si se erigiera en único refugio de vida y a la vez de muerte, la reveladora pesadilla del instante le cercenaba como esa melodía horrísona que zumba en nuestras sienes cuando nos hallamos regidos por el pánico, como ese palpitar acelerado del corazón que concede un ritmo trepidante a nuestra circulación sanguínea, y que suena como si chocara contra nuestros dientes, a través de argumentos siniestros que quisiéramos desechar, pero que penetran como espinas punzantes en nuestro cerebro y lo envenenan.

-¡¡Farid!!- Gritó de nuevo Andrés.

Esta vez el joven marroquí acudió a recibirle. Pero sus apretados labios, su silencio sorprendido, observando el cuerpo exangüe y ensangrentado de Patonia en brazos de su compañero, se erigieron en testigos trémulos del miedo que en tales instantes se gestaba en él. Apareció Mónica y el dueño del bar. Ambos se apartaron de Andrés, aterrorizados, sin dirigirle la palabra.

-¡¡Una cama,... algún lugar donde tenderla!!- Exclamó enronquecido Andrés, penetrando en el tabuco, en busca de algún refugio salvaguardador más allá del mostrador.

Todos contuvieron la respiración. Andrés, todavía con Patonia en brazos, se movía frenéticamente. Primero fue una súplica frente a Mónica, Farid y el dueño de aquel extraño tugurio perdido entre los campos marroquíes, mientras se mantenía titubeante, estremecido como un perro, de pie, embebiendo el sudor angustioso que le confería un estado febril, y oprimiendo entre sus brazos el cuerpo desangrado de Patonia. Luego una explosión llorosa del joven Cruz, ya convertida en ira, mientras los demás, no menos angustiados por la escena, parecían resignarse a una estólida, bien que no menos sombría, inactividad.

Una cortina se corrió de pronto ante el joven, y apareció una habitación maloliente, alumbrada por una simple bombilla desnuda, alfombrada, pobremente amueblada por un par de banquetas, una baúl y un destartalado camastro, como si aquella especie de taberna lúgubre ofrendara un último secreto entre las miserables arcas de su soledad campestre.

La carrera emprendida por Andrés desde el Cherokee hasta el establecimiento, atravesando enloquecido los matojos y recibiendo en su rostro la ventolera arenosa que crispaba el ardiente ámbito nocturno, le habían resecado la garganta. Había cruzado todo el barzal casi a ciegas, pues las gafas, sin llegar a caerse, se habían complacido en el tránsito sudoroso de su apéndice nasal, atrapándolo en la inevitable neblina que le confería su miopía. Y cuando por fin depositó a la muchacha sobre la sucia yacija, su boca ardía como desgarrada por un doloroso fruncido de llagas que bajasen desde el paladar hasta la laringe. Víctima de un acceso de tos muy seca, sus ojos aterrorizados se posaron de nuevo en Patonia y encaró luego con mirada frenética el retraído silencio espantado de Farid, Mónica, y la parpadeante preocupación que se reflejaba en la cara huesuda y áspera del dueño del chiringo. El ingenio irónico de Farid y los remilgos insoportables de Mónica, a través de tan terrorífica impresión como la que les produjera la aparición de Andrés con el cuerpo exánime de Patonia en los brazos, se estancaban ahora en esa idea desconocida e inquietante con que la palabra muerte, pese a tratar de abrirse paso hacia la conciencia, no llega a aflorar con su verdad hasta los labios y permanece vacilando en el aire como un espectro.

El mezquino haz de luz que lanzaba desde el techo la bombilla incidía sobre el camastro. La cabeza de Patonia había quedado hundida en un largo almohadón grisáceo. Fue un unánime parpadeo de postrer estupor el que todos ellos dirigieron a la joven. Vieron sus labios exangües y sus ojos apagados, fríos y distantes, entre sus párpados medio entornados, y comprendieron que estaba muerta.

Y fue entonces Mónica quien, finalmente, lanzó un histérico grito doliente ante la muerte.