domingo, 21 de septiembre de 2008

Marruecos VIII



Autor: Tassilon-Stavros


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: LA HUIDA -VIII-

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Atravesaron Fez dejando tras de sí calles singulares, como caminos en suspensión, cuyos muros de puertas entreabiertas y ventanas que semejaban manchas oscuras por entre las que asomaban reflejos melancólicos, parecían no acabar de despertarse nunca. Luego, toda aquella especie de secreto íntimo de la ciudad callada, que vivía como desmayada en un laberinto interno y caluroso de callejuelas quebradas, como si se hubiera impuesto una especie de yugo sonámbulo, medio por el sueño, medio por la muerte, se reintegraba de nuevo a la vida, fosforecente, iluminada por miles de luces, desgarbada pero magnetizadora, entre una barahúnda de cafés, de hoteluchos, de tiendas, y de atestados y alegres tenderetes turísticos que seguían viviendo de la nocturnidad por entre la desembocadura gigantesca e infinita de la vía comercial de Tala el-Kbira. Fez despertaba de pronto como una ciudad rebelde, que robaba el sueño a la noche, sumiendo a sus gentes en los excesos del vicio, en el despilfarro del dinero, en el contacto infinito con la hipocresía apasionada del comerciante, que no concedía tregua al visitante. Y al que atacaban incansablemente con la zancadilla engatusadora de sus miradas, de sus ofrecimientos, sin otra meta que la de conseguir su extravío. Fez era una reina placentera, lunática, que rehuía las aristas de la mojigatería. Era un edén dinástico del tránsito humano que se debatía entre un estrépito de ansias que jamás se retraían a sus puertas. Un brindis de placer bajo la luz nocturna que facilitaba las vivencias más sombrías por sus calles plateadas, multicolores, de un lujo terreno hecho de bagatelas, donde hombres y mujeres, con gestos grotescos y pecaminosos, blanduras sensuales y provocaciones epilépticas, se convertían en ángeles negros arrojados de tantos paraísos inventados y perdidos en el tiempo.

En el gran Arco de entrada a la Medina, el Bab Bou Jeloud, el cielo estaba esplendorosamente azul y estrellado. Era un enfebrecido capricho de la noche. Un escalofrío de apremios, de recados misteriosos, de manos gulusmeantes, de maldades entre caricias, de llamas perpetuas como moldeadas por el signo de Venus. Las luces, los olores, el ambiente, los edificios, los puestecillos formaban un troquel de brillantez; una matriz de vida gigantesca que nunca se defendía de la hartura de sus propias morbideces, de sus peores intrigas, de sus propias provocaciones supersticiosas, porque su vida privada poseía una savia de circo, una huella sacerdotal cándida y rudimentaria, que seguía creyendo en un destino seguro, y porque toda su historia se hallaba escrita en los papeles sellados de la más apasionada voluptuosidad, entre gloriosos símbolos de una esclavitud profética y santa.

Se rigieron por el metódico planteamiento propuesto por Farid, que, situado ahora en un rincón que el gentío absorbía, le permitió controlar unos minutos la entrada del gran Arco. Antes de que desapareciera de allí, Andrés le observó un momento con el ceño fruncido, bien que riéndose para sus adentros ante lo irónico y arriesgado de la situación. Aún tenía una oportunidad de escoger: o largarse solo y dejar a aquel trío de descerebrados completamente hundidos en la ingenuidad atropellada de su absurda aventura, llena de incidencias, (y a través de la cual, por sus caprichos y falta de prudencia, avanzaba lentamente la silueta vengativa de una violencia interminable), mapa de poder en que los envolvía aquel país desordenado como para aplicarles una especie de juicio sumarísimo mientras jugaban a los héroes cinematográficos; o dejarse arrastrar por ellos entre las fisuras del miedo, compartiendo la aventura y entresoñando audacias inaceptables entre espacios y colores exóticos, a fin de otorgar conscientemente a su viaje, rutinario y parsimonioso, algo parecido a la inminencia de una explosión de espectacularidad, adornada por imprevistos hallazgos enardecedores que inesperadamente pervertían la usura de su egocentrismo, excitándole y rediseñando con un reactivo inconcebible su escapada a Marruecos.

Mónica, aturdida después de la tremenda pataleta, pero vulnerado su ánimo por el ineludible aprisionamiento de la droga, se hallaba acosada, entre escalofríos, por una insoportable inquietud de enamorada y un desasosiego de fidelidad y de exclusivismo. Se sentía como la amante inocente de un complot que la llenaba de impaciencia, y la impulsaba a caminar con precipitado paso. Andrés tuvo que detenerla, y ella le observó con pánico, como si un horror de muerte soplara en sus huesos:

-¡Suéltame,... tú no eres Farid... ¡Yo quiero a Farid!... ¡Papá, papá, tú tienes la culpa de todo!- La vencían ya sus desvaríos- ¡Tú me lo has robado... y esa puta... la borde de Pato, tu querindonga!...¡Entre todos me habéis robado a Farid!... ¡Pero él es mío!...

-Ésta está con el monazo!- Dijo Patonia, tratando de abrazarla conmiserativa.

-Hay que hacerla callar. Todo dios nos está mirando.- Se desesperaba Andrés.

-¡Farid... quédate conmigo... No me importa que papá te odie,... yo te quiero!- La rabia de Mónica se deshacía ahora en fríos lamentos alucinados.

-Pero ¿dónde coño tienes el Cherokee?- Inquirió con gesto brusco Patonia, ansiosa por quitarse de en medio- No ves que ésta no para de desvariar.

-Tenemos que esperar unos minutos. Farid no habrá llegado todavía al callejón.

-¡Farid! ... ¿Por qué no está aquí? ¡Farid...!- Clamaba Mónica.

-¡Pero te quieres callar, joder!- Se enfureció Andrés.

-Que está con el mono, tío- Repitió Patonia- Hay que meterla en el coche de una vez.

-¡Vamos!– Determinó Andrés, como si las miradas de todo Fez traspasasen cada poro de su cuerpo en forma de puñaladas.

Patonia tiraba de Mónica que se resistía ahora entre amenazadores aspavientos. Al igual que un náufrago de ojos desorbitados devorado por la fuerte aspiración de aquella marea humana con la que se entrechocaban constantemente. Sin poder discernir entre lo verdadero o lo falso de la situación en que se hallaban, creía asistir al entierro de sí misma, sin que el agorero tutor de su muerte se hallase presente. Y persistía en sus gritos, enlutada por sus escalofríos. Farid la asesinaba, imponía el sangrado a sus nervios.

-Esta loca va a poner en aviso a todos los camellos de Fez. Se nos van a echar encima antes de que lleguemos al Cherokee... ¿Te has fijado en esos dos?– Se alarmó de pronto Andrés. Patonia volvió la vista expectante y atemorizada- No nos quitan ojo de encima- Siguió con voz grave el joven Cruz.

Tropezaban con los tenderetes, se les atravesaba el miedo, el terreno vago de la infiel nocturnidad donde a la alegría de vivir podría señalársele en cada momento la deslealtad incitadora del Fez misterioso, cuya seducción desconocida y traidora se quedaba como una mirada extasiada en el gran Arco de Bab Bou Jeloud. Los automóviles se amontonaban frente a aquella cima de belleza y tentación.

-¡La hostia!- Se lamentó Andrés- Esto está imposible. ¡No sé cómo coño voy a poder echar marcha atrás!

Una vez junto al Cherokee, la situación resultó de lo más risible, pues Mónica se negó en redondo a encerrarse en él.

-¡Quieres entrar de una vez, so gilipollas!- Se desgañitaba Patonia, ante la actitud idiotizada que adoptaba Mónica, tratando de zafarse de ella continuamente.

Andrés se fue hacia ambas como un rayo a medio descargar, atrapó a Mónica y le soltó tal remoquete que cayó cuán larga era en el asiento trasero del Cherokee. Sudoroso, se le cayeron las gafas, pero aún las pescó al vuelo. Patonia, asombrada, observó a Andrés con admiración, aunque la animosidad del joven, afincada en una mirada que en tales instantes infundía terror, aumentaba por segundos.

-¡Venga, joder, te vas a quedar ahora ahí con cara de suicida abortada!- Le espetó encabritado el joven Cruz a Patonia- ¡Métete en el coche de una vez!... ¡Esto va a ser un nuevo “Bullit”!- Masculló para sus adentros.

Puso el Cherokee en marcha. Chirrió dos o tres veces. Forzó Andrés las marchas. Rompió en un jadeo sofocado, gutural, apretando sus labios contra la rabia. Se enzarzó en un pequeño laberinto de espacios tan sólo insinuados por los perfiles de los automóviles por allí aparcados. Fue desplazando el Cherokee casi a tientas. Patonia no podía contener su estupor. Los choques fueron continuos. La cómplice entereza de Andrés la desterraba de los rincones del miedo. Vio, admirada, como se imponía en él a toda costa la audacia de la huida. La necesidad de no caer en el desánimo resultó implacable. Fue una búsqueda caótica. Una reconstrucción de los secretos del espacio, en la que Andrés no mostró desconcierto alguno, ni se cuestionó en ningún momento la gran sorpresa, casi suplicante o frenética, de la gente que por allí pululaba. De pronto, un rostro furibundo armado con un objeto impreciso golpeó el parabrisas del Cherokee, que, por fortuna, no se rompió. Patonia lanzó un grito. Pero Andrés mantuvo, sin angustiarse, su obcecada actitud fugitiva. No obstante, frenó en seco, y cuando el desconocido salió disparado de la parte delantera del Cherokee, dio de nuevo marcha atrás con toda virulencia. Estaba completamente bañado en sudor. Logró desplazar al gentío, y rasgar la capa de asfalto desgastado que apenas cubría la amplia superficie de entrada a la Medina. Más allá se abría por fin una oscuridad intrusa, una especie de cementerio de callejas perdidas, no alimentadas por la comparecencia iluminada de los tenderetes y cafetuchos. Era el Fez extramuros, desgarrado y apático, al que nadie socorría. Se zahondaba en el silencio, como si se tratase de una inmensa capa de tierra desdeñada, repartida entre callejones que vivaqueaban entremetiéndose por los descampados; más próximos al cielo, y más sumergidos en la oscuridad fresca de los campos.

Todo se había desarrollado con tal vértigo, que Andrés dudó unos instantes antes de detenerse junto a la que juzgara como callejuela más apartada de Bab Bou Jeloud. Recordaba ahora las palabras de Farid como datos imprecisos que se desvanecían entre aquellas soledades hostiles y oscuras, desparramadas como caminos imprecisos en el laberinto de la noche.

-¿Ves algo?- Preguntó Andrés a Patonia.- Como tu amigo tarde en aparecer, tendremos que salir zumbando sin él. Yo no me la juego más.

Patonia, a través de la cristalera del Cherokee no apartaba la vista de la calleja, de paredes blanquecinas que parecían estrujarse unas contra otras, desfigurando el menor indicio de atajo. Era un paisaje estático, petrificado en la negrura.

-Un momento, Andrés... Creo que lo veo- Se alzó Patonia, arrodillándose en el asiento trasero donde se hallaba junto a Mónica (que rezongaba alguna queja ininteligible), y pegando su rostro al cristal como si quisiera atravesarlo con los ojos- ¡Es Farid! Está ahí.

-¡Farid,... Farid! ¡Quiero a Farid!- Saltó tajante y con gran desvarío la voz de Mónica.

El joven marroquí, con paso vacilante, surgió de pronto como una sombra desde el callejón. Andrés le abrió la puerta delantera con premura. Trató de tragar saliva, incapaz de seguir articulando palabras, dada la sequedad de su boca. Enarcó su espalda y asomándose cuanto pudo, artículó un “¡vamos, salta de una vez¡” con la misma turbación matizadora con que se pronuncia un mágico sortilegio.

-¡Joder, colega, eres genial!- Exclamó Farid, entusiasmado- ¡Eh, Pato, coge las naranjas!... Oye, tío, esto se cuenta y no hay quién se lo crea... ¡Por el Profeta que nunca imaginé que serías capaz de llegar hasta aquí! ¡Ya os veía a los tres aporreados junto al Bab Bou!

-Oye, Farid...- Trató de articular alguna palabra más Andrés.

Y prorrumpió Patonia:

-¡Ya nos han aporreado, so gilipollas! ¡Qué te crees!

-¡Farid, ... Farid,...! ¿Dónde estabas?... Perdóname, yo te quiero...- Se lanzó Mónica sobre la parte trasera de su cuello.

-Ecco! Ya está la chalada esta con el mono... ¡Quita las manos de encima, joder!- Se zafó Farid de la muchacha- ¡Colega, hay que salir de aquí sin pérdida de tiempo... porque, o poco me equivoco, o por allí lejos se mueve algo... Ten por seguro que nos andan buscando.

-¡Joder,... harto estoy ya de arrumacos, asombros y amenazas.- Masculló Andrés en cuanto pudo- Tengo la garganta reseca, y la cabeza me da vueltas... ¿Quieres decirme de una vez por dónde coño tiramos?...

-Métete por ahí.- Indicó Farid uno de los tres o cuatro callejones que se abrían ante ellos.

-¿Con el Cherokee?- Corrigió agriamente el joven Cruz- ¡Estás en tus cabales, tío! ¡Ahí nos la pegamos!

-Pasamos, amigo, te lo aseguro- Dijo Farid- Tiene la anchura suficiente. ¡Rápido o se nos echan encima!... Al final de la calle hay un vallado de cañas: llévatelo por delante, no hay peligro,... un cultivo de mierda y a tomar por culo. Luego, a unos cien metros, la vieja carretera que te dije.

-¡Un callejón que no tiene más de un metro de anchura!... ¡Luego una hostia contra las cañas!- Rezongó Andrés, poniendo el Cherokee en marcha- ¡En menuda juerga me he metido! ¿Estás seguro de que al otro lado no nos vamos a encontrar con arenas movedizas? Porque ya puestos...

-¿Bromeas, colega?- Se rió Farid- ¡Me gustas, tío!...

-“Pues si supieras lo que me gustas tú a mí”- Musitó Andrés

Recogió la callejuela el sonido de enérgica actividad que emitió el Cherokee. Sus faros sajaron de un fogonazo su silencio, su quietud y su oscuridad. El vallado de cañas saltó por los aires. Los sembrados asomaron por entre las enormes ruedas. El terrón húmedo, oscuro, germinado, fue devastado como una mucosidad espesa e indefensa, sin épica, aunque con calenturas aventureras, por la oscilación enceguecida a que se entregaba ahora el Cherokee mientras trataba de encarrilar una vereda amplia y consistente que les impidiera derrapar de costado por entre la premiosidad amedrentadora en que los confinaba la noche.