lunes, 22 de septiembre de 2008

Marruecos VII



Autor: Tassilon



*************************************************************************************

: HACIA BAB BOU


JELOUD -VII-

*************************************************************************************

El cielo de Fez se encendía como un lienzo gigantesco; como una invasora fantasía chisporroteante que jugara a agazaparse, tierna y refulgente, sobre un paisaje de calles adormecidas que formaban ramificaciones enojosas y antojadizas. Era como un intérprete de la inquietud del mundo, que transmitiera largos escalofríos titilantes sobre la oscuridad. Y así parecía ahora agolparse con la profunda caricia de su curiosidad sobre aquel recodo íntimo de la callejuela. Un cielo que se descolgaba por sus balcones invisibles, abarcando los fondos lóbregos de la tierra al igual que si la atisbara con esa inexplicable y excepcional vitalidad que todo lo abraza, aunque se mantuviera rezagado, sin pretender jamás prohijar la vida. Un cielo, en fin, que pese a recomendar los romanticismos, y volcar el tesoro instantáneo de su júbilo sobre los hombres, les miraba luego con un aire de injuriosa superioridad, dejándoles una respiración irónica sobre la siesta del amor, un desprecio letal, una mirada de indiferencia como engendrada por sus vicios, porque no creía en ellos ni podía abrir caminos al punto de unión de sus vidas.

Y allí se quedó, ostentoso y resplandeciente entre las sombras, como si esperase en agonía la muerte instantánea del mundo, de su gente primitiva y su medroso dentellar de furia, que siempre alza su mirada como en delirio, porque no hay miedo más conocido ni más suspicaz que el que, tras proferir el excitado tono de un alarido o voz furibunda, parece temer al cielo.

Andrés no necesitó considerar retrospectivamente las experiencias, afectos y emociones que se fusionaban en la existencia de Mónica y Patonia. Eran prácticas, sarcásticas y extrovertidas. Les influía por igual un ambiente, un lugar, una ciudad, un hombre. No vivaqueaban al calor de los cuentos románticos. Cambiaban de estado de ánimo rápidamente, pasando de lo material a lo sensual. Pero las absorbía, ante todo, una atmósfera lasciva, que tenía sobre ellas el efecto más tangible. Mónica purgaba, además, la culpa del aislamiento en que la sumía su drogadicción. Un aire de comicidad prevalecía también sobre aquellas ansiedades autocomplacientes de ambas mujeres. Y Farid, pese a su gran atractivo como hombre, no era más que la esperpéntica zozobra en que ambas se debatían, esperando de él en todo momento esa respiración artificial con que se salva a los ahogados.

La de Mónica no fue una de esas reservas enconadas que adivinando la desproporción de ciertas impurezas y concesiones eran capaces de emparejar situaciones inesperadas y borrar apaciblemente caminos y recuerdos de miseria. El misterio de la droga podía resultar tan grande, que aun viviendo el amor, teniendo al amante cerca y sufriendo los pinchazos pasionales que parecen ya respirar con indiferencia, adivina la suciedad que encubre. Y así la consternación de la joven explotó contra Farid y Patonia. Todos asistieron al resucitar de una mujer violenta a la que se le ocultaba un secreto cuando se creía dueña de una fidelidad que, probablemente, ya llevaba implícito un juramento incomprensible. Vieron cómo unos ojos inyectados en sangre preguntaban el nombre del desconocido. Era una mujer a la que se le arrebataba un sueño, un cosmético maravilloso de esperanza, unas emociones ahora despilfarradas, que no podrían desprenderse de ella en días, en meses, tal vez nunca. Una lucha peligrosa de enamorada, que no se mostraba dispuesta a estrangular de inmediato toda memoria.

-¡Maldita zorra!- Gritó Mónica, pálida y sudorosa, mientras su mirada se descomponía entre la penumbra, y observaba las arcadas incontenibles de Patonia- ¡Sí, zorra,... zorra... putón, querindonga!- Insistía la joven en sus alaridos, como un fantoche en la sombra, ahora marioneta a la que se le hubiera dado un tirón violento de todas sus cuerdas, y no hallara ya el nudo que recompusiera su delicado cuerpo- ¡Y tú... (dirigiéndose a Farid) cabronazo... hambriento, desgraciado! ¿Crees que soy una pobre idiota,... una niñata a la que tan fácil resulta seducir, arruinándole la vida con la droga, y acabar luego tirándola a la alcantarilla como a una rata pisoteada?... ¡Y que, encima, te sigas riendo de mí, pegándomela con este putón, con esta... perdida que huele a basura!- La boca de Mónica era como una hemorragia imposible de obturar. Aquello no era ya delirar, era una zarabanda infernal de gritos; una flecha envenenada que señalaba todas las direcciones, augurios y suposiciones; una cerrazón bajo el cielo titilante que hubiese perdido en la noche las mil contracciones de una estrella loca.

Se abalanzó sobre Patonia, como buscando en su mirada descompuesta algún signo que pudiera transparentar su infidelidad. Y como si la atacasen palpitaciones de muerte, arrancó el pañuelo que Andrés le había dado a la muchacha, y que ésta apretaba contra su boca- ¿Dónde fue, so puta? ¡Habla de una vez!...

Patonia la observó con esa sequedad devoradora del hastío. Luego fijó la vista en Farid, como si en aquella mirada se precipitaran sin remedio los tiránicos y bien fundados recelos de Mónica. Hizo un esfuerzo para moverse. Andrés intentó sostenerla. El joven se hallaba como inmerso en un cansancio contenido, como cuando después de los excesos que intoxican los actos humanos más absurdos, no se sabe qué decir. Siguió un intercambio de gestos, un rechazo oscuro por parte de Patonia. El lado en sombras que transfigura el descaro por el bochorno. La muchacha no ocultaba así ante Andrés lo profundamente avergonzada que se sentía.

-Por favor, déjame en paz- Le dijo, apartándose de él cuanto pudo. Era como si, en su repugnancia, Patonia observara la noche estrellada sobre un río de vergüenza que la reflejase ahora íntegramente en su fondo.

-Oye, que no pienso pedirte ninguna explicación de lo que está ocurriendo- Aclaró amoscado el joven Cruz, y situándose en un punto entre la penumbra de la calle, lanzó una especie de gruñido.
Juzgó Andrés demasiado mortificante seguirle el juego a los tres, aunque se sintió como un preso obligado a asistir a aquella especie de epílogo pasional en que se hallaban enzarzados sus casuales compañeros. Y no pudo reprimir un gesto de aversión.

De nuevo se produjo una sacudida de Mónica, y todos la escucharon en silencio:

-¡Cómo me he de reír de ti... y de este chulángano cuando mi padre se entere de que te has tirado al morito guapo que recogió de la calle, igual que a ti! ¿O te has creído que va a hacer de papaíto de esa basura hambrienta que llevas dentro?... Y tú...- Se lanzó Mónica sobre Farid, con ánimo de arañarle, en medio de una fiebre precursora, porque el molinillo de la drogadicción derramaba ese preámbulo de sobreexcitación necesitado del inmediato alivio. Pero no era más que la obra ruin de la pasión. El precio del deseo que sigue rendido a los imperativos de las emociones más hondas, para hacer de ellas una raíz podrida.

Farid detuvo la acometida de la muchacha, y se entregó entonces al más inesperado gesto de irritación:

-¿Qué pretendes, tía?... Conmigo no juegues.

Y más encrespado que nunca, sin tratar de arrancar aquella mala espina de los pensamientos de Mónica, le aplicó el degüello de las verdades incontestables:

-¡Estás hecha polvo! Con esas gracias tuyas, dentro de dos minutos vas a estar rodando por el suelo... Además, estoy hasta los huevos de que te creas que me has comprado en una tienda de todo a cien. ¿Quién crees tú que podría estar a tu lado como lo he estado yo, con esa puta mala leche en la que siempre andas flotando? ¡Si no eres más que una estúpida e insoportable yonqui! Llévate al cementerio de una vez tus intrigas y enredos, habibi, porque a ti no hay jeringuilla que te quite el aguijón.

-¡Si estoy así es por tu culpa!... ¡Y deja de reírte de mí, joder!

-¡Cómo no me he de reír!... ¡Aquí (golpeándole la frente a Mónica con los dedos) no hay más que basura!

-¡Cabrón!

-¡Tú me mandaste aquí,... tú quisiste la farlopa,... tú me diste el dinero! A mí no me vengas ahora en plan usurera enamorada.

-¿Y esta zorra a la que has dejado preñada?...- Observó enloquecida a Patonia- Por eso insististe tanto en venirte a Marruecos conmigo,... tenías que verte con él... tenías...

-¡Que te mueras de una vez, joder!- Exclamó de pronto Patonia, como si despertara de una pesadilla, sobresaltada y sin saber hacia dónde huir- ¿Quién consiguió el dinero de tu padre sino yo, so gilipollas? ¿Quién convenció a ese avaro con el rollo de las vacaciones en Ibiza?... Te acompañé, te ayudé,... hasta te protegí. Poco se imagina el muy iluso de tu papaíto por dónde andamos. ¿Crees que a la larga no acabará por enterarse de lo que eres? ¡Me pones enferma! No tengo nada que agradecerte,... a ver si te enteras de una vez. En cambio tú a mí...

-Y dime, putita de papá, ¿te vas a quedar con el niño? ¿A quién se lo vas a encasquetar?- Clavó Mónica de nuevo su mirada de ira en Patonia, que aparecía ahora como ahogada en la penumbra- ¡Un hijo de moro!- Rió incólume en su misión castigadora.

-¡A mí no vuelvas a llamarme moro!- La abofeteó Farid.

Mónica, desmadejada, se dejó caer contra una pared. Fue el suyo a continuación un sollozo de pánico. Se retorcía entre las sombras como una alimaña aplastada bajo el deseo.

-¡Mi padre os matará a los dos!- Gritó enloquecida.

-Suponiendo que puedas volver a Madrid. Ecco? Porque, lo que es a mí, te juro que no me vuelves a ver el pelo- Dijo Farid, que apretaba ahora entre sus dientes amartillados el rencor por la amante en quien saciara todos sus vicios.

-¿Tú y esa zorra? ¿Crees que me voy a quedar tan fresca mientras os lo seguís montando a mi costa?... Aunque ahora me alegro de que te quedaras con el dinero, porque ninguno de los tres vamos a salir de esta ciudad de mierda sin que nos corten el cuello. ¡Vuestro doble juego se os ha ido al garete! Ya se encargarán tus camellos de jodernos bien a todos.

Despaciosamente, algunas lucecillas habían empezado a brillar. Atraídos por la violencia misteriosa, intrigante, en que parecían enredarse aquellos inesperados huéspedes apostados en la vida silenciosa de la callejuela, desde algunos ventanucos o puntos más distantes se asomaba ahora una curiosidad clandestina, temerosa y no menos sobresaltada.

Un gesto preciso, amenazador, se trazó, esta vez con mayor amplitud, en el aire lóbrego de la calle. Y lo que vieron Mónica, Patonia y Farid, con gran sorpresa, fue el arrojo anárquico, restallante, de Andrés, que, como si resucitase indemne por entre aquel cementerio de asechanzas y venganzas incumplidas, dio luz verde a su instinto de supervivencia:

-¡No aguanto más!- Exclamó- Por mí podéis seguir en vuestro zoo, enjaulados como fieras y tratando de arrancaros la piel a tiras. Pero a mí no me vais a poner el collar, porque yo me largo de aquí ahora mismo. ¡Ya he hecho bastante el gilipollas! Yo he venido aquí de vacaciones, y no a jugarme el cuello. Vuestras juerguecitas amorosas ya me están repateando los cojones. ¡No sé en qué mundo vivís, pero de que estáis como putas cabras no tengo la menor duda! ¡Abur!

-Va bene, colega- Repuso sumisamente Farid- Pero, tío, sin ti vamos de cabeza a la mierda, y de ahí sí que no hay quién no saque. ¿Qué hay de lo convenido? ¿No te irás a rajar ahora? Olvídate de estas dos chifladas,... ¿ecco, colega?.

Andrés, as en mano, aún dudó. Miró a su alrededor sin ver nada. Pero las comisuras de las bocas de sus compañeros mostraban ahora un rictus de verdadera preocupación, y en sus ojos, que refulgían en la penumbra levemente iluminada por las lucecillas de la callejuela, se advertía una terrible ansiedad y miedo.

-¡La hostia!- Dijo Andrés, dando a su voz un tono apropiado a las circunstancias, y permaneció un segundo en silencio- “No se si estoy vivo o tan acabado como estos tres zombis. ¡Malditos sean! ¿Cómo coño se me habrá ocurrido meterme en este lío?” (arguyó para su capote)– Y dejando atrás su repugnancia, exclamó- ¡Está bien! Pero, os lo advierto, no espero más. Mi propuesta sigue en pie, pero se acabó el cachondeo.

-¡Ah, colega, eres un tío cojonudo!- Dijo alegremente Farid, y se puso en movimiento, haciendo caso omiso de su dolor en el pie- Allora, ¡todos al Cherokee del amigo!, que al gran ojo del Bab Bou Jeloud os llevo yo,... y que el Profeta nos eche el cable que nos hace falta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario