jueves, 25 de septiembre de 2008

Marruecos IV



Autor: Tassilon-Stavros


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: FARID -IV-
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Assilah se cuajaba en el vapor de la inclemente solana matinal cuando Andrés abandonó el hotel. Las playas se hallaban atestadas. Sobresalía la Medina, encumbrada por las blancas cúpulas de sus minaretes. Toda la ciudad arrastraba ya el devoto oleaje de sus más intensos apasionamientos turísticos. Mostraba esa ansiedad que convertían su parte antigua en un caudaloso río de insaciables sensaciones que se desbordaran por entre sus innumerables callejones, que subían y bajaban bruscamente, acechantes, bajo el baldaquino avejentado de los arcos increíbles de sus habitáculos. La brisa crepitaba como una pasta hirviente. Tenía Assilah la palpitación profética de un oráculo marroquí, que embaucaba al visitante con el mágico poder de su luz. Era una piedra gigantesca y venerable envuelta en las láminas de oro de sus playas de fina arena.

La multitud se embravecía ahora junto a la escollera del muelle, clavando sobre los turistas sus miradas voraces y pegajosas. Montones de embarcaciones se encerraban entre los tufos del pequeño fondeadero. Para abandonar Assilah, el muelle se hacía angosto, y el sol saltaba sobre aquel retumbo delirante de voces, dejando en los desasosegados rostros de aquellos racimos humanos un abrasado color erizado. Asomaban por todas partes cabezas machaconas, caían las palabras enigmáticas. Y por pocos dirhams, francos, dólares o pesetas desfallecían. Si en algo coincidían aquellas almas rústicas era en la sutileza de su ardor.

Andrés, una vez el Cherokee en marcha, trató de atravesar toda aquella porfiante monserga con aire divertido. Ante él revoloteaban hombres y niños, adhiriéndose a su paso como un enjambre de tercas abejas. En aquel pesado cabeceo sonriente de los habitantes de Assilah temblaba siempre una esperanza. Y en cada palabra, en cada mirada, en cada ademán anhelante, impetuoso, todo el fuego y toda la inocencia que conlleva la precariedad.

Tras arduo esfuerzo abandonó por fin el puertecillo de la ciudad. En gran parte de la carretera que se deslizaba ya en las afueras, se esparcía también el afán participativo de los habitantes del extrarradio. Infinidad de criaturas recorrían las orillas de la mal pavimentada carretera alzando con pretendida eufonía mendicante, por desgracia incomprensible, esperanzados llamamientos a la foránea generosidad. Luego el suelo marroquí trajo como un nuevo pregón de fiesta. Su tierra se cubría de una marea incesante de campos tortuosos, que lanzaban, bajo la viva luz del sol, una inmensidad de pliegues y túnicas vegetales. Como una revelación a flor de piel de los esfuerzos extraordinarios emprendido día tras día por los horticultores magrebíes.

Austera y sumisa a todo dictado de las primitivas tradiciones, Fez tendía de nuevo sus insignias.

Laberinto medieval, de calles sinuosas y estrechas. Fez quebranta sus citas con los nuevos tecnicismos. Deja volar del todo sus túnicas inmaculadas. Y a través de cuantas memorias proyectan esa esclavitud vacilante, contradictoria y paradójica de los tiempos, enigmática y misteriosa, conforma un juego de luces y sombras entre sus añejos edificios, sus terrazas deslumbrantes, y sus escalinatas venerables como paños clásicos. El sublime encanto de las tradiciones perdidas, a las que hoy no se amolda ya el lógico avance sincrónico con el que se mide y supersatura toda imagen de nuestro mundo occidental, forman en Fez un cuadro seductor y tajante, apretado y rumoroso, una influencia jugosa entre espectaculares portalones orientales que menudean en la más antigua Medina de Marruecos, con su gran puerta: la Bab Bou Jeloud, y su gigantesco zoco El Bali. Un dédalo en el que se ensarta el mímico silencio de cuantos jumentos atestan sus estrechas rúas, que ondulan y desfallecen, sin el menor ímpetu de rebeldía, ante el mandato de sus amos. Un universo convulso y ardiente entre la ceremonia de la cal. Humean sus inacabables talleres menestrales, embrión de estilos olvidados; y sus joviales habitantes, sobre la mágica cabalgadura de la seducción, entonan la cantinela ruidosa e incesante de sus ofrecimientos, eternamente sometidos, en su aislamiento, a la más inesperada y admirable de las conjunciones artesanales. Aspecto nostálgico y exótico que, lejos de cosmopolitas dictámenes, esclaviza al hombre a la autodisciplina de su propia inspiración; a la impagable solemnidad que distingue el trabajo humano del de la máquina. Fez tiene la calidez de la cerámica; y se erige en marea incesante que se revuelve encrespada entre el pregón de los menesteres artesanos. Y hasta la humildad hirsuta de sus andamiajes llegan los vientos resecos de la tierra. Se enrarece su atmósfera en el barrio de los curtidores. Y entre su calima veraniega se mezclan las especias de Attarin, y las resinas fragantes del mercado de la Jenna, y hasta los aromas extraviados que parecen brotar de sus ocultos jardines consentidos.

Andrés, a pesar del calor, había decidido dedicar la segunda tarde de su estancia en Fez a una visita exhaustiva al gran yacimiento arqueológico de Volubilis, antigua ciudad fundada por los cartagineses en el siglo III A. C., y que Roma anexionara a su gran imperio en el año 40 durante el reinado de Calígula. Avanzó por entre aquel devastado conjunto arquitectónico en el que se insertaban, como depósitos sagrados de un primitivo proyecto colosal, la gran Basílica del siglo II, el templo de Júpiter Capitolino y el gran Arco de Triunfo de Caracalla. La materia ejercía allí su predominio sobre el espíritu. Como elemento tangible, conquistaba una vida infinita por medio del arte. Recorrió Volubilis el joven Cruz hasta el atardecer, sojuzgado una vez más, como espectador solitario, por aquella sucesión de espacios tan míticos como inmortales, ejercitándose de nuevo en el rito de un placer diferente. Era como permanecer en un sosegado letargo de vivencias extraterrenas.

La noche, no obstante, necesita crear ligeros altibajos a la ilustración con que se revisten los ensueños viajeros. Trabaja así la noche en su siguiente texto: “vivir”, imponiendo el nuevo pulso que enriquece y asiste la actitud secreta de la virilidad, y que, por supuesto, se inicia en el requerimiento privado. El Andrés viajero cedía a uno de los virajes más bruscos de nuestras emociones, que era responder a la morbidez que revitaliza el universo de los instintos. A fin de cuentas, la carne nunca ha sabido instruir al espíritu. Tras el orden melancólico de cuantas bellezas decadentes educar pudiesen los estrafalarios hábitos turísticos, se cernía ahora sobre Andrés, tan leído, tan inteligente e individualista, el latido inmodificable que conlleva la declaración del deseo, que siempre se refugia en esa otra naturaleza: la humana, y en esas prescripciones, tan innatas y apremiantes, como son las del sexo.

“Chez Simone”, cerca de La Mellah, el barrio judío, se aplicaba al efecto. Se abría al crepúsculo del nocturno sopor antes de que llegase. Poseía el acelerado ritmo con que se esmeran las “pupilas” que invalidan el amor por el placer que se amortiza. Son los seductores cortinajes del símbolo febril y de la confidencia libidinosa. Puertas que se abren y se cierran, ofrendando su magia de laberinto al mecanismo de la discreción sexual.

Aunque Andrés se había hospedado a las afueras de Fez, le encantaba el gran zoco. Era un grandioso mercado variado y divertido. Luego, rehuyendo el aturdimiento de sus itinerarios turísticos, se ejercitaba en la búsqueda de pequeños restaurantes, escenarios soleados que jamás perdían su contexto exótico: alicatados, muebles, adornos, pero en cuyos jardines, entre alguna larga línea de fuentes, recordaba el joven Cruz momentáneamente lo importante que era para él el silencio.

Se dice que la especie humana que vive en un lugar determinado, es la única que tiene que ver con su luz, y que el turista jamás se impregna de los deberes de esa luz. Es traidor a ella.

Especialmente en el zoco de Fez El Bali, y en su infinita vía principal: la Tala el-Kbira, el visitante oscila desorientado, siempre bajo toldos de cañizo, que les proporcionan sombras de enrejado, tratando en todo momento de rehuir esas inacabables miríadas de sus rendijas refulgentes. Son como imágenes conducidas por la ceguera, mitad amarillas, mitad negras. Sus conversaciones y gritos se aprecian como un choque de metal contra metal, esperándose en todas las esquinas, al igual que convidados entre una infinita animación festiva. Miembros de un ágape que siempre se hacen los encontradizos. La casualidad es, pues, trabazón obligatoria en ese pasaporte cegador que tan pronto desasosiega como fascina al viajero.

Aquella tarde, cuando el turno lento del último paseo empujaba a Andrés hacia el hotel, Mónica, como una integrante inocente del complot turístico, se dio de manos a boca con él. Se observaron un instante sin hablarse. Luego ella se limitó a volverle la espalda entre el tumulto del zoco, y siguió andando con precipitado paso hasta detenerse en una pequeña puerta entreabierta. Volvió dos o tres veces su cara, sin reprimir un gesto de impaciencia. Transcurridos unos minutos (Andrés, oculto entre la gente, no pudo evitar cierta curiosidad malsana por ver si de allí salía o no salía alguien) apareció un individuo, joven y atractivo, que vestía un tejano y una simple camiseta blanca. Mónica, sonriente, con esa inquietud de enamorada que llena de ansiedad, de impaciencia por llegar a no se sabe qué sacramentación de un fiel exclusivismo, besó repetidamente su rostro, como tratando de apoderarse de aquella especie de sublime armonía que se conjuntaba en tan perfecta donosura como la que se resumía en la masculina belleza del joven. Y así permanecieron abrazados unos segundos.

El vocerío y los mil ruidos del zoco atronaban el aire enrarecido con sus sones. Por sus gestos, era un claro indicio la insistencia de Mónica por entrar en el pequeño edificio del que acababa de salir el joven. Él, apartándola del soportal, la tomó de la mano forzándola, entre los cientos de transeúntes y jumentos que atestaban el mercado, a abrirse paso por los pocos espacios que quedaban libres. Consciente de una absurda desazón que no podía explicarse a sí mismo, fue un alivio para Andrés verlos desaparecer entre el gentío. Entró en un pequeño café, situado al otro extremo del destartalado edificio donde Mónica se había citado con su nervioso acompañante; se instaló en una mesa y pidió un té con menta. Abrió un periódico español, y, tratando de sorber el té caliente que acababan de servirle, levantó su vista mirando con esa fijeza distraída que caracteriza al turista, a través del ventanal del establecimiento, el ambiente rebosante de animación del gran mercado. De pronto, por entre las cabezas de los transeúntes, vio a Patonia, que salía apresuradamente del sucio portal. Andrés se levantó de un salto.

-“¡La hostia!”- Exclamó el joven Cruz en voz baja.

Acto seguido su cuerpo se tensó, presintiendo el juego incoherente en que aquellas dos medio descerebradas se hallaban enzarzadas. Andrés seguía con los ojos clavados en la joven, que, absorbida por el aluvión del zoco, permaneció varios minutos a la expectativa. Luego, moviéndose con una lentitud recelosa, desapareció.

A la mañana siguiente, Andrés, después de tres días en Fez, estaba listo para partir. Observando la maleta que había dejado sobre la cama, una especie de febril curiosidad atravesó de nuevo su pensamiento arrancándole una sonrisa, y luego se esfumó como una chispa huidiza.

-“En menuda pajarera deben andar metidos esos tres”- Se dijo, mientras salía de la habitación.

Una vez en el Cherokee, trató de no pensar en nada, pero aun así se dio cuenta de que el recuerdo de Patonia le indignaba profundamente. En su mente se representó a la perfección todo aquel absurdo enredo. Quizás estaba exagerando el asunto, se dijo el joven Cruz.

-“Sería completamente demencial que...”- Dudó- “¡No, no, me largo... es lo mejor!”... –Pausa- “¡Hay que joderse!... aquí estoy, discutiendo conmigo mismo por culpa de esa estúpida”- Andrés, añadiendo a Mónica y al joven desconocido, intentó convencerse de que no eran más que “cosas”, tres seres sin nombre, sin forma, que, irritándole, se instalaban en su cerebro, rondándole como las furias mitológicas.

Para serenarse no había nada mejor que una buena comida. Se detuvo en un atractivo restaurante muy cercano a la enorme puerta del zoco. Resultaba maravilloso contemplar el gran arco alicatado de azules violáceos, el Bab Bou Jeloud, y aspirar el ardiente olor dulzón que agitaba y rodeaba El Bali. La brisa era una sola, pero se estampaba en el espacio, transportando una liturgia de costumbres, un tiempo que jamás se consumía, un relato viajero que administraba sabiamente el inexplicable espectáculo del rito nostálgico que subyugaba al turista con la inquebrantable tenacidad de su exotismo.

Había sido como si un rayo le atravesara. Sin hacerse eco de tan desatinada motivación indagadora, ilógicamente desasosegante, como la que lo había arrastrado hasta allí, se vio de nuevo en el pequeño café frontal al viejo edificio, motivo de inquietud de Patonia y Mónica, y que, al parecer, todavía ocultaba preguntas sin sus correspondientes respuestas. Serían a todo esto las cinco de la tarde. Andrés era consciente de que se estaba buscando problemas a propósito. Actuaba como un ridículo aficionado (se rió el joven Cruz para sus adentros) jugando a detectives.

Se hallaba ya medio adormilado. Y fue como una instantánea casi cómica o un atropellado latido de la sangre el que reavivó con acento delirante su soñolencia. Un inminente barrunto de borrasca se sumía al carrusel en que se había enredado. La rutina agitada del zoco alcanzó de pronto una vaharada de misterio; únicamente, por supuesto, ante los ojos asombrados de Andrés, que se había quedado paralizado. Tenía su presencia, allí, oculto en el bar, ese aguijón dañino del huésped no deseado, y se sintió como si le hubieran sorprendido interfiriéndose en algún asunto turbio y prohibido. A partir de ahí, todo ocurrió con la celeridad de una sacudida, con el fulgor silencioso que encubre, impune, la amenaza de un estallido. El joven amigo de Patonia y Mónica se había abierto paso con una nerviosidad fuera de lo común entre el gentío. Incomprensiblemente, sujetaba con fuerza una roja redecilla repleta de naranjas. Penetró con rapidez en el viejo portal, y cerró a toda prisa la desvencijada puerta. Pocos minutos después, aparecieron las dos muchachas. Intentaron forzar el pequeño portón que no cedió. De inmediato, Mónica, mientras Patonia se situaba a un lado recibiendo ambas el empuje incontenible de la marea humana que invadía el zoco, observando la única ventana que tenía el pequeño edificio, lanzó el pertinaz zumbido de un nombre, que logró reafirmarse entre la algarabía callejera :

-¡¡Farid!!... ¡¡Farid!!...

Se abrió el ventanuco, y apareció el agraciado joven, que se cuidó de observar, desde aquella altura, con el mismo desasosiego que lo había llevado hasta allí, el interminable callejón atestado.

-¡¡La puerta!!...- Inquirió Mónica- ¿Por qué está cerrada?

Farid la conminó a que esperase con un gesto de su mano. Desapareció y apareció en un segundo. Les mostró a ambas la roja redecilla repleta:

-¡¡Las naranjas!!- Exclamó, lanzándoselas con sumo cuidado.

Patonia las cazó al vuelo con la prontitud que caracterizara cada uno de sus movimientos.

-¡La cuarta esquina!...– Indicó Farid mientras tanto a Mónica, que le escuchaba con la mayor atención- ¡Me voy por la azotea!... ¡Esperadme allí!

-¡Farid, pero...!- Insistió Mónica.

-¡¡Largaos!!- Gritó el joven, y luego insistió- ¡¡La cuarta esquina... no os olvidéis!!...

-¡Venga, so gilipollas!- Exclamó entonces Patonia, tirando del brazo de Mónica, que parecía resistirse.

Andrés, siempre entrenado en la impasibilidad, las vigilaba ahora celosamente. Antes de abandonar también a toda prisa el café, observó a dos individuos de catadura más bien dudosa que golpeaban la puerta atrancada del viejo edificio del que, sin lugar a dudas, había huido ya Farid. Se internó Andrés entre el gentío, siguiendo a las dos muchachas; ahogándose casi entre la ardorosa reverberación, brillante y espesa, que recorría el zoco. Trató de imprimir a sus pasos la mayor celeridad posible. Patonia y Mónica avanzaban también con inusitada rapidez, entre empujones, cabeceando sin descanso, sin tomarse un respiro, buscando un resquicio, a veces imposible, entre la multitud y los pobres pollinos que, acosados por el grito de sus dueños, entremetían también su peluda testuz esclavizada entre la masificación humana. Fue el de los tres un recorrido demencial, aunque el de Andrés permaneciera invisible a los ojos de ambas muchachas. El joven, jadeante, iba soltando maldiciones. Actuaba contra toda lógica en pos de aquellas dos descerebradas. Trató de repetirse a sí mismo que semejante disparate no tenía más razón de ser que la de una irracional sugestión mental que, en el fondo, por su tono audaz y totalmente inusitado, le divertía tanto como le excitaba.

Interminable, el mercado de Fez El Bali se eternizaba. La atardecida fomentaba el desequilibrio turístico. El zoco a aquella hora padecía como una nueva explosión de la tierra donde sus gentes, como enloquecidas, huyesen hacia cualquier parte. Buscar una esquina, distinguirla para ofrendarle un segundo de soledad, era como tratar de impedir el ser devorado por un hormiguero colosal horadado por la locura. Andrés simplemente continuó caminando, abriéndose paso entre empellones, sin pensar ni por un momento en detenerse. Y cuando tuvo a mano el brazo de Patonia, sin dudarlo tiró de ella con firmeza. La joven dio unos pasos todavía hacia delante, achacando al barullo reinante aquella sujeción que alguien ejercía sobre uno de sus brazos. Intentó zafarse como pudo al tiempo que oscilaba aplastada entre el gentío. Volvió su rostro. Andrés la estaba mirando. Tenía en los ojos una especie de febril aspereza. Aturdido la retuvo allí durante unos instantes, apretándola con fuerza, para que no pudiera escabullirse.

-¡¡Andrés!!- Exclamó Patonia tan excitada como asustada- ¿De dónde sales, tío?... Pero...

-¡Déjate de peros, so descerebrada!- Repuso como fuera de sí el joven Cruz- Tengo el Cherokee en la puerta del zoco...

-¡¡Y éste!!... ¿qué... demonios hace aquí?- Inquirió agitada Mónica, que, tras lograr detenerse, finalmente, frente a un portal, vociferaba ahora a grito pelado, indagadora- ¡¡Patoo, que se vaya!!

La interpelada se zafó esta vez apartando de sí a Andrés con la redecilla de naranjas.

-¡Las naranjitas de la discordia, eh!- Ironizó el joven, mientras Patonia trató de correr hacia Mónica, sin conseguirlo, ya que la aturdidora masificación reinante se lo impedía una vez y otra.

-¡Os estáis calentando el viaje!- Gritó Andrés, logrando también aproximarse a ellas.

-¡Mejor te callas, rico!- Exclamó Mónica, a quien la presencia del joven Cruz se le hacía insoportable- ¡Lárgate, joder!

-¡Pero, tías, es que sois burras u os falta un cuarto de hora!- Agarró Andrés de nuevo a Patonia- ¡Menudo jolgorio os traéis con el “Expreso de Medianoche” marroquí! ¿Estáis mal del tarro o qué? ¡No sois más que un par de “pringás”!... Os lo digo por última vez, tengo el coche en la puerta del zoco... ¡Hasta las cejas estáis metidas! Y yo os estoy ofreciendo la oportunidad de salir de aquí antes de que os echen el guante. A vuestro amiguito, por si no os enteráis, me lo van a trincar en dos minutos.

En medio de aquel juego peligroso, Patonia se mostró más receptiva al ofrecimiento de Andrés:

-Oye, Andrés, mejor que no te metas. Te estamos haciendo un favor, créeme.

-¡Que te largues, joder!- Se revolvió Mónica, sin dejar de observar con inquietud las cerradas puertas del edificio junto al que se habían apostado- Nosotras, entérate, rico, sin Farid no nos movemos de aquí.

De pronto, uno de los techados de cañizo, por entre cuyas rendijas se filtraban los últimos resplandores de la tarde, se vino abajo con gran estrépito, abriendo un hueco hacia el cielo en mitad del larguísimo callejón. Aquella especie de trenzado de persiana, como la rotura de un puente colgante sobre un abismo, se deslizó violentamente sobre las cabezas de los viandantes. La turbamulta que llenaba aquel rincón del zoco, aterrorizada, lanzó al aire su gritería, temiendo la posibilidad de algún atentado. Mucha gente se lanzó por los suelos. La enorme entretejedura de cañizo fue a parar contra uno de las innumerables tiendas en las que se amontonaban todo tipo de “souvenirs”. Farid se había lanzado al vacío desde la azotea que se hallaba por encima de la cubierta de cañas, voló un instante asiéndose a la misma, y tras aterrizar estruendosamente, fue a golpearse contra uno de los tenderetes de ropa que se amontonaban ante la tienda.

-¡¡¡Farid!!!!- Gritaron a unísono Patonia y Mónica, corriendo hacia el joven.

Todo aquello resultaba tan sorprendente como irracional. Los tenderos permanecieron unos minutos contemplándose entre sí, temblando de miedo. Gran parte del gentío se sintió como inmovilizado por el terror, temiendo ya un estallido inmediato, aunque incapaz de marcharse de allí y sin saber a qué atenerse. La espantada aglomeración se enlazaba a su propia barahúnda.

-Creo que me he roto un pie- Dijo Farid, al tratar de andar, librándose del ropaje en que se había enredado, y ayudado ahora con prontitud por sus amigas.

-¡¡Te podrías haber matado, so animal!!- Exclamó Mónica encendida.

-¿Con esta altura? ¡Bah!- Se rió Farid- Ahora, nenas, ¡hay que salir de aquí a pelo!

Los tenderos, comprendiendo en seguida que todo aquello no significaba más que una esperpéntica barrabasada sin sentido, empezaron a atizar el fuego de sus reproches sobre Farid y ambas jóvenes, amenazándoles con la policía.

Apareció Andrés, que, inmediatamente, se hizo cargo de Farid, pasándole el brazo por una de las axilas:

-¡Tengo el Cherokee en la puerta del zoco! ¿Lo tomáis o lo dejáis?- Propuso el joven Cruz, menos agresivo aunque no menos exigente. No quedaba más elección.

Farid sonrió a Andrés, agradeciendo su ayuda. Mónica le sujetó por el otro lado.

-Y éste, ¿de dónde ha salido?- Inquirió Farid, observando con sorna a sus compañeras y al joven Cruz.

-Es un buen amigo- Dijo Patonia- ¡Un maravilloso amigo! Puedes fiarte de él.

La mayor parte de la gente aún permanecía espantada en el gran ángulo de luz que la techumbre caída había abierto sobre el mercado. Los cuatro jóvenes huyeron de allí como pudieron. Sin hablarse ahora. Tomaron un callejón, con paso precipitado, por el que se deslizaba una estrecha escalera pedregosa y polvorienta. Luego desaparecieron.