martes, 30 de septiembre de 2008

Marruecos III

Autor: Tassilon

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: HACIA FEZ -III-

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Andrés, sin poder explicarse todavía el porqué, se hallaba encantado con la situación. La audacia de rompe y rasga que había desplegado Patonia, la mirada burlona que la joven le dirigía mientras recorrían ahora a toda prisa una parte del atestado zoco por el que ya habían pasado anteriormente, aquella especie de instinto salvaje, disconforme, que la había lanzado a arrebatar el envoltorio de coca de la mano del casi terrorífico camello, usufructuarios de la estafa, que siempre llevan consigo amenazadores contravenenos al engaño, y del que habían logrado escapar por puro azar, agudizaban en él su deseo por gozar de aquella belleza perturbadora de la muchacha. Más suelta y recobrada, se proyectaba entre los abigarrados puestos de venta como una pintura vibrante, con un retintín de cristalillos nerviosos; como una presencia inquietante que se deslizara por campos inimaginables y vivificantes, y llevara consigo, al mundo real, el poco creíble mundo de la aventura. 
 
Cuando cruzaron el último mercadillo, y ella había tomado ya la mano de Andrés como concediendo una pausa a la febril carrera a que ambos se habían entregado, echando su rostro hacia atrás constantemente, al tiempo que sus cabellos se le adherían a la sudada piel, empezaron a reír entre resoplidos exultantes. Patonia como si bromeara con el peligro, ahora de espaldas al mundo. Andrés como si resucitase incólume de la insólita hegemonía de su protección. Perdidos ambos bajo soportales en sombra donde, en efecto, como le dijeran una vez al joven Cruz, medio en broma, medio en serio, la noche parecía morir desesperada, ignorando los gritos placenteros o desesperados de los zocos. Rincones que se desvanecían lejos de los despilfarros lumínicos de los tenderetes y tiendas, y en los que la especie humana semejase no tener nada que ver ya con la luz. Lugares retraídos para el dragón de la oscuridad, apto tan sólo para héroes disparatados y solitarios, como en aquel momento parecían serlo ellos, y donde la luz hubiese sido únicamente la gran traidora al misterio casual de la aventura.  
 
En la tregua a su carrera, Andrés miraba a Patonia como quien imita la pasión cuando lo único que desea es cumplir con un deseo repentino. 
 
-Me gustas, aunque estés como una cabra- Dijo él, sin dejar de reírse, abrazándola por fin e intentando besarla. 
 
-Para yo creerme eso- Ironizó ella, resistiéndose- tendrías que estar más serio. Yo no sirvo para cebo del momento romántico de la aventurilla- Añadió inteligentemente Patonia, soltándose del abrazo de Andrés- Te agradezco tu ayuda, tío, pero no creas que es este el momento de pescar in fraganti el mareillo de la pasión, porque a mí eso no me alegra las pajarillas como a ti. Déjalo para las películas... Yo me tengo que largar... Tú verás si quieres acompañarme.  
 
-Eres una putilla, sabes, amiga- Le soltó agriamente Andrés, parándose en seco.  
 
-Y tú un idiota... Hay momentos en que hay que darle fiesta a la vida, y momentos, como éste, en que una no puede decidirse a ser festiva,... que eso es lo que os gustaría a todos los tíos: encontrar siempre pelanduscas a granel, cachondeo sin interrupciones, y montárselo de puta madre con nosotras cada vez que os venga en gana. ¡No, nene, esta vez, no!... ¿Qué? ¿Dudas? ¿Te he aguado la fiesta? Pues, tú mismo, o te vienes o te quedas, porque Mónica debe estar dándose contra las paredes, mientras tú estás aquí haciéndote el machito conmigo. 
 
 -¡No tienes jeta, la hostia!  
 
-Yo me largo, tío.  
 
-Espera, joder...- Le costó trabajo decidirse a Andrés- Aunque seguirte a ti es como llegar a la puntilla antes de que abran los mataderos. 
 
Patonia lanzó una carcajada: -¿Por qué a los tíos os gustará tanto hacer de toritos con nosotras?- Siguió riéndose- Debe ser que vuestras mamás, siempre tan loquitas por sus nenes, os convencieron de que a todas las tías nos encanta que os hayáis pasado la vida pegándonos cornadas, y luego...- Hizo la muchacha con la mano el típico gesto infantil del “adiós” 
 
-Pues lo que es a ti, no hay quién te la pegue. 
 
-Como todo en este mundo: cuando yo quiera y con quien yo quiera. Si no, ¡aire, Andresito!  
 
-Oye, llámame lo que quieras, ¡menos Andresito! 
 
-¿Mimitos no?... 
 
-De ésos, no- Se mostró misterioso y sonriente Andrés. 
 
 -Bueno, sea por lo que sea,... eso ya me va gustando más. Suspiró Andrés, observando las miradas socarronas que le dirigía Patonia. 
 
-¿Y esa pensión?- Inquirió- ¿Seguro que sabrás dar con ella o habrá que buscar un taxi? 
 
-Descuida. Tú sígueme... Ya te has gastado bastante por esta noche- Se rió Patonia- Aunque lo prometido es fetén para mí, tío. El dinero te lo devuelvo, ... pero en Madrid.  
 
-El dinero es lo que menos me preocupa en este momento. 
 
 -Por aquí se llega antes- Indicó la muchacha, mientras atravesaban ahora una especie de rinconada con mucha más luz, no muy alejada de la playa. 
 
Se detuvieron por fin ante una destartalada pensión situada, en efecto, frente a la pequeña zona portuaria de Assilah, en la que recalaban gran cantidad de embarcaciones. 
 
 -No está nada mal, ¿eh?- Bromeó Patonia- Con vistas al mar. 
 
-Menudo tugurio... ¡Cuando yo digo que sois un par de zumbadas!  
 
Observando la mirada zumbona que le dirigía Andrés, Patonia se la devolvió sin inmutarse.  
 
-¡Venga, tío!- Enfiló la muchacha con rapidez la mal iluminada escalera.  
 
-¡No me llames tío, joder!
 
-Pero no me habías dicho que... - Río Patonia sin acabar la frase.

-No importa lo que te haya dicho. Ya sabes mi nombre ¿no?

-¡Vale, vale, Andresi...!, bueno, Andrés. Y no me mires así, hombre.

-A ver dónde me metes ahora.
 
Patonia esbozó una sonrisa irónica al observar el rostro cómicamente inquieto de Andrés, algo ambarino bajo la sucia bombilla que iluminaba la escalera. Les abrió la puerta una mujerona de cara gordezuela que enfundaba con un pañuelo de vivos colores, quemada por el sol y mirada trágica. Y no era de extrañar. ¿Podía demandarse más tragedia a la vida que la que significar pudiera aquella especie de agonizante administración de tabuco semejante? 
 
 -¡Joder, menudo cuchitril!- Exclamó Andrés- Mira que meterse en este circo de pulgas, chinches y cucarachas.  
 
Tan destartaladas paredes lucía la pensión, tan asombrosa facilidad para acoger la acción destructiva del tiempo y su abandono, que antes que el habla, requerido era el llanto.  
 
-Su amiga está muy mal- Dijo lúgubremente la mujer.  
 
La figura menuda de Patonia se lanzó con toda rapidez hacia un sucio corredor.  
 
-¡Venga!...- Azuzó la muchacha a Andrés, que fue siguiendo, sin abrir boca, el turno fatal, tan carente de esperanza, con que ahora se significaba la visión dantesca de la habitación en que se hallaban alojadas ambas jóvenes.  
 
Era una especie de cobertizo, mal alumbrado, donde tan sólo faltaban las vacas para ser ordeñadas. Un par de extraños ventanucos, en la parte más alta de las paredes, dotaban de ventilación a la, llamémosle, irrealidad del aposento. En una especie de enorme colchón que descansaba directamente en el suelo se retorcía Mónica, sudorosa, entre gemidos y escalofríos. En el suelo se amontonaban algunas botellas de agua mineral. Una maleta se apoyaba sobre la pared. 
 
 -¡Pato, estoy muy jodida!...- Exclamó viendo aparecer a su amiga- ¿Lo has conseguido?... ¡Echa a ésa,... que no se asome más, por Dios!– Se refirió a la dueña de la pensión que se hallaba apostada junto a la puerta- ¡Que se largue de una vez!  
 
-Por favor, señora- Cerró Patonia la puerta.  
 
-¿Y éste?- Inquirió Mónica entre convulsiones, extrañada por la presencia de Andrés. 
 
-Agradéceselo, tía- Dijo Patonia- Si no llega a ser por él, te quedas compuesta y sin novio como decía mi abuela.  
 
-¿No habrás largado parte de la pasta de Farid?- Inquirió Mónica haciéndose con la mercancía que le alargaba su amiga. 
 
 -Que no, ¡so gilipollas!...- Repuso indignada Patonia- Por si se te ha olvidado (solapó su voz, aunque Andrés la oyó perfectamente) fuiste tú la que casi se la largas ayer tarde al tipo de la Medina. Si no hubiese sido porque salí corriendo... Además, ya te dije que no aguantarías el mono hasta Fez. 
 
 Andrés se apartó ahora de ambas jóvenes. La visión de los preparativos iniciados por Mónica no le resultaba grata. Pero aún llegó hasta él el susurro de sus voces: 
 
 -¿Y cuánto?... 
 
 -Nada, tía... El chaval nos ha echado el cable.  
 
Mónica, de espaldas a Andrés, volvió el rostro un instante. Luego se dirigió de nuevo a Patonia 
 
 -¿Todo?...  
 
-Contante y sonante... Ya te lo he dicho.  
 
Minutos después, Mónica respiraba ya más pausadamente, aunque sudorosa. Se dejó caer sobre el gran colchón que les servía de cama. 
 
  -Pato, necesito refrescarme- Rogó a su amiga- Esa toalla... y un poco de agua. 
 
 -Voy al baño.  
 
-Quédate con ella. Voy yo- Se ofreció Andrés. 
 
 -No, tío...
 
-¡Y dale!... -Replicó Andrés.
 
-¡Bueno, hombre!... Es que tú las gastas de cuatro estrellas para arriba, y si ves el lavabo, te aseguro que te da un telele. 
 
El rico caudal de sus muecas armoniosas no menguaba en aquel rostro encantador de Patonia. Besó una de las mejillas de Andrés. Era como poner coto, por agotamiento ya, al exceso de sus precariedades frente al espionaje involuntario del joven Cruz. 
 
-Además, esto es un laberinto- Esbozaron sus labios una encantadora sonrisa de gratitud- Y no quiero que te pierdas. 
 
 Salió Patonia. Y Andrés, aun sin pretenderlo, se vio ahora de nuevo examinando con asombro la habitación.  
 
-¿Cuántas noches lleváis aquí?- Preguntó a Mónica, que permanecía tumbada sobre el inmenso colchón.  
 
-Oye, amigo, ... como te llames. No estoy para preguntitas.- Le respondió agriamente Mónica- Te agradezco la ayuda, pero será mejor que te largues.  
 
Andrés la observó un instante, sin irritarse en absoluto. Mónica disfrutaba ahora por entre esos campos interminables del sosiego, abrazándose con fuerza al fantasma tranquilizador que se había inyectado. O quizás se limitaba tan sólo a borrarse por fuera lo mismo que se había borrado por dentro con la coca, y como quien se arrepiente de sus debilidades, odiaba la familiaridad de Andrés, un desconocido a fin de cuentas, que había revoloteado, sin ella pedírselo, como espectador inesperado entre el torbellino de su drogadicción.
 
 Permaneció Andrés un instante todavía en la desvencijada y añosa habitación. Las paredes recordaban aún el ocre de sus buenos tiempos. Bajo los dos ventanucos una desencajada mesita, de formas estrambóticas, se juntaba, como símbolo de alianza, a un viejo armatoste que cien años atrás debió erigirse en orgullosa arca de estilo árabe. Por alguno de aquellos rincones deformados de la estancia asomaban también un par de colgaderos de negra madera, empotrados en los ladrillos, y de los que pendían algunas prendas de las muchachas. Y una antiquísima y mugrienta lamparita de colorines, (tan mugrienta que había perdido ya hasta sus matices rojos y verdes), como las que se ven todavía en los zocos, colgaba del alto techo, poco iluminado por la bombilla correspondiente, y por enormes y carcomidos trabes envigado.  
 
Salió de la habitación, sin que Mónica le volviera a dirigir la palabra. La vieja pensión se hallaba casi a oscuras. En un rincón del pasillo, junto a la escalera, se realizaba el último y más esperado descubrimiento: ¡el del retrete! Puestos a hablar de carencias, aquellas desmochadas paredes se hallaban privadas hasta de los más rudimentarios refinamientos de la higiene, y debido al ambiente ardoroso de la noche, una desagradable hedentina se concentraba en tan secreto y constreñido perímetro. Semejante caja de cerillas se maniobraba entre pringues. Allí se lubrificaban hasta los rumores. 
 
Patonia discutía con la patrona.  
 
-¿Qué pasa?- Preguntó Andrés acercándose a ellas.  
 
-¿Y Mónica?- Se interesó Patonia. 
 
-¿Ésa? ¡Dabuti! Tan eufórica que me ha echado de la habitación.- Dijo Andrés 
 
 -Mejor. Y no te preocupes. Déjala. Siempre se pone como una gilipollas cuando logra meterse un chute.  
 
-Y ésta ¿qué quiere ahora?- Observó el joven Cruz la cara enfurecida de la patrona.  
 
-Ésta no sabe más que pedir y amenazar- Se había sublevado Patonia- Nos vamos mañana... A Fez... No te preocupes, que ya le he pagado.  
 
-¿Y? 
 
 -Me estaba amenazando con denunciarnos... Ya conoces a esta gente. Pasta antes de largarte, y aumento de tarifa... Mónica... La farlopa. La muy hija de puta quería llamar a la policía... ¡Bah!, la historia de siempre. Me la conozco al dedillo. 
 
 Assilah. La noche. La saturación del calor. El reclamo de las tentaciones. 
 
 -Oye, vente conmigo al hotel- Dijo Andrés- Mañana recogemos a Mónica. He alquilado un Cherokee. Os llevo a Fez.  
 
Patonia observó a Andrés con displicencia. Probablemente la envolvía el mismo río de deseo que al joven Cruz, pero rechazó los tentáculos exquisitos y disparatados que él le ofrecía. 
 
-No puedo, Andrés,... de verdad. Tengo que dormir.  
 
-¿Y cómo pensáis viajar mañana a Fez?- Se irritó de pronto el joven Cruz- ¿A dedo? Y con esa yonqui a cuestas. 
 
 -Hay autobús. 
 
 Andrés la agarró con furia del brazo. 
 
 -Oye, ¡a mí no me la das! ¡Qué te crees, que he nacido ayer! Sé muy bien la clase de turismo que os ha traído por aquí. ¿Quién es ese Farid que os espera en Fez?... Venga, chica, desembucha... Aunque no hay que ser muy listo para adivinarlo.  
 
-No lo estropees, tío- Se mostró compungida Patonia. 
 
-¡Que no me llames tío!... ¡Estoy harto ya de toda la zorrería barata que te traes conmigo desde esta mañana!  
 
-Si es por la pasta... -¡A tomar por culo la pasta!... Tú y esa yonqui... Me huelo el juego que os traéis entre manos. No sé quién demonios os habrá comido el coco... Pero es un juego más peligroso de lo que te imaginas, ¡so panoli!... Fez... Marrakesh... ¡Vais de cabeza a la boca del lobo! Yo que tú me lo pensaría dos veces... Y lo que es a mí, no me volvéis a ver el pelo. 
  
 Perdidos los estribos, Andrés miró a Patonia una vez más. 
 
 -Gracias, amigo- Dijo ella. 
 
 -¡Bah! 
 
 No podía negar que la joven le empujaba a salirse de sus casillas. Aquel repertorio de premoniciones calamitosas que le había refregado por las narices no había servido de nada. Luego, como quien recuerda en un instante que existen esclavitudes fáciles de romper, se lanzó escaleras abajo. Assilah no era más que uno de esos rincones característicos del mundo en los que los encuentros casuales entre hombres y mujeres, tras penetrar por furtivas rendijas de luz, acaban siempre por desplazarse hacia un terreno vago y oscuro que las absorbe como a sombras que no hubiesen existido. Recordó Andrés de nuevo aquella dichosa frase que no se le iba de la mente: “las noches mueren desesperadas” 
 
 

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