martes, 30 de septiembre de 2008

Marruecos I






Autor: Tassilon-Stavros

*************************************************************************************
: TÁNGER - I -

*************************************************************************************
Sinopsis:
Marruecos: un viaje accidentado. Un encuentro desasosegante. Una vorágine pasional.
.......................................................................................................................................................

3 de septiembre de 2001. Andrés Cruz aterrizaba en el Aeropuerto de Ibn Batouta (Tánger) a las 10’55, hora local. Aduana. Pasaporte y recogida de equipajes. A través de Kelkoo había contratado un Jeep Cherokee.

Su ardiente curiosidad, expresando el contento de su llegada, le llevaba a perderse de nuevo en aquella “Puerta de entrada a África”. Aquel inicial empuje, casi romántico, con gran minuciosidad estudiado, que había arrastrado a Andrés hasta allí la primera vez, era tan sólo una parte de esa naturaleza imprevisible con que erigimos la abanderada torre de nuestras fantasías, milagrosamente adivinadas por emocionales y encubiertas inducciones. El valor intrínseco de aquel segundo viaje, más que la escrupulosidad del inexplicable sueño que lo alimentaba, se hallaba en correspondencia con las diligentes facultades asimilativas de quien, movido primero por el alcance instintivo de una vehemente observación, se aprestaba a libar ahora concienzudamente de su esencia.

Tánger poseía ese señuelo encantador y exótico, vibrante y misterioso, de rancio tapiz primigenio que renaciera perennemente de un fondo multicolor, afanoso por recordarnos la lumbre gozosa de sus cromatismos costumbristas. Un sortilegio histórico jamás adormecido entre el humo de los años. Semejaba una de esas apoteosis teatrales de mágica floración decimonónica, en la que, pese a la mezcla de culturas que, hoy, la presidían: marroquí, europea y africana, aún proclamara su acento de gracias y malicias, llena de un olor antiguo, entre recuerdos y confidencias de otras devociones, pero labrada como preciosa cerámica que atrajera sin cesar a los forasteros. Y que así resplandeciera, como un retablo suntuoso, entre imperecederos ensueños de exotismo, tantas veces envidiados en ese fisgoneo misterioso que ofrendan los reclamos fotográficos: mezquitas, bazares tradicionales, perfumes de galanía refrendados por las cofradías inacabables de sus tiendas, las zumbas de las gentes entre el recreo de los músicos, de los encantadores de serpientes, la eterna insinuación persuasora hacia los desconocidos, el gimoteo bullanguero y sin mesura, y la cabriola persecutoria de los vendedores a lo largo de los solidificados taludes de la Kasbah, que, aunque violentada por la luz solar, y tras ese rigor abrasado de una albañilería tan vieja como el mundo, parecía esconder siempre una oscura soledad de pecado entre la delicia de algún jardín recóndito, o aturdir placenteramente al turista como si le vertiera un ungüento, delirante y pródigo, desde la sustancia fecunda, tan sensual como elocuente, nacida de algún rotundo regocijo de azules fuegos, y de los alambiques del hechizo destilados.

No obstante, en el día claro de Tánger, la ciudad permanece como abrumada por todos sus habitantes, pues a muy pocos de ellos se les facilita el vivir. Es una ciudad que ansía moverse bajo soportales en sombra. Una ciudad que se impregna únicamente de los deberes de la subsistencia, y en la que el placer no parece hallar su rincón en lado alguno. Una prostituta le dijo una vez a Andrés que en Tánger hay que tenderle zancadillas al deseo, porque el deseo vive esquinado. Sus noches mueren impacientes, exasperadas, porque no emiten ya gritos de placer.

Con nuevas energías, tras haber comido en un magnífico restaurante cercano a los hermosos jardines del Sultán, deambuló alegremente por la Kasbah. Se detuvo en algunas tiendas. Lo observaba todo y todo lo eludía. La exaltación de los vendedores, aquella explosión de confianza con que se desbordaban sobre el turista le divertían. Luego seguía adelante sin perder la calma, pese a la insistencia de sus perseguidores que fingían desconcertarse ante la indiferencia del probable comprador. Todo lo examinado gozaba de una inmediata falta de entusiasmo. La persecución parecía cesar en cuanto Andrés se detenía en algún tenderete o se adentraba en la sombra agradable ofrecida por alguna nueva tienda. Era simplemente un turista como los demás, provisto de la única gloria concedida por el comerciante a su visitante: la del pedestal del dinero. Convertir al cliente en prisionero de su buena voluntad como vendedor y lograr su confianza. Que jamás pudiera poner en duda su integridad, y decir siempre que no a cualquier regateo, hasta acabar luego cediendo, y confundir pese a todo al indefenso turista.

Andrés reía ante los aspavientos de los tenderos. Conocía bien el paño. Aquel mundo le resultaba atractivo. Pero, al contrario que a otros turistas que acababan cansados y vencidos, para él resultaba sencillo recuperar el control. La sugerencia de todo cuanto le era ofrecido como bello y único le resultaba tolerable en cuanto a mantener cierto rito de exotismo, que es interés obligado por el país que se visita, pero fracasaba por su propio exceso. Abandonó la Kasbah. Hacía calor y deseaba descansar en Assilah, a treinta kilómetros de Tánger, donde pernoctaría. No resultaba ni opresiva ni exigente como Tánger. Recordaba bien la ciudad y sus estupendas y largas playas de fina arena. Los viejos rincones de su Medina, que le concedían una exótica atmósfera sensual a la que se conjuntaba también cierta faceta melancólica, acogedora y silenciosa.

El sol estaba aún muy alto. Centelleaba con furia en las ventanillas del Cherokee, y pese a que, merced al aire acondicionado del vehículo, el calor e incluso la cegadora luz exterior quedaban convenientemente amortiguados, tanto ajetreo había acabado por agobiarle. Sin duda había alargado en exceso su paseo por la Kasbah, y el cálido entumecimiento de la tarde invitaba a una total paralización de actividad. Un vaho azul y ardiente se derretía en torno a la fragilidad del hombre. En las playas se notaba la saturación de quienes se sentían dominados por aquella exhalación: la esclavitud mítica del insaciable estío marroquí, ciclo mágico y febril que se apoderaba del alma de cada visitante. El secreto de aquel súbdito propiciatorio del tiempo, que era el sol, estaba allí, en todo momento: él mismo se convertía en dios. Los sueños turísticos, indefectiblemente, lucían bajo el esplendor de sus galas. Y era obligado deleitarse en el devoto rito debido a los dioses. 

Frente al mar, aún participaba el tumulto de esa admiración mutua. El viajero sabía que no podría optar al placer de sus visitas turísticas sin convertirse a sí mismo en vasallo de aquel vencedor de las sombras, el astro rey, que asumía plenamente su responsabilidad en ese juego de pasión y afinidad. Con gusto se habría dado un baño, pero la vaharada candente que despedía la luz solar, el vértigo circulatorio, las enardecidas instantáneas de los bañistas que abarrotaban las playas, le hicieron desistir. Una vez en Assilah, donde ya tenía contratada una reserva hotelera, esperaría a que el sol perdiese su significación seductora, y que la atardecida ofreciera una mejor solución al placer de su primer baño en alguna de sus deliciosas playas.

Sobre las siete la suavidad mortecina del sol tendía a desalojar la barahúnda playera. Andrés había dejado gran parte de su equipaje en el Cherokee, llevándose al hotel lo más preciso. Se dirigió hacia aquellos pequeños desmontes arenosos, que bajaban como toboganes aplastados hasta algunos de los apetecibles rincones que orilleaban con el Atlántico; se despojó de camiseta y tejanos, soltó la mochila, y se lanzó como un demente sobre aquel prado líquido aún atravesado por los haces solares ya en retiro; y cuyos inmensos y cristalinos rizos verdosos se gozaban todavía en sus caricias. Había calma chicha. Todo era un ir y venir acompasado y calmo en aquellas orillas de la larguísima playa. Tras el chapuzón, nadó durante una media hora, y cuando ya la fina arena se despedía de la alba luminosidad, tan cegadora como abrasante, de la solana de la tarde, se tendió sobre una enorme toalla, sin apenas secarse. La resaca se esparcía melancólicamente en aquel gigantesco circo acuático donde, poco antes, el sol desbordara la reverberante limpidez de su linaje sobre la arrebatada lisonja de cuantos visitantes gozaban inmersos en el espejo verde de las aguas.

No muy lejos de él, dos desconocidos, hombre y mujer, turistas sin duda, y a los que Andrés trató de ignorar desde un principio, parecían discutir acaloradamente. No podía entender sus palabras. Sin embargo, aquella especie de pantomima controvertida en que ambos se hallaban enzarzados, parecía, por lo exagerada, sumirse en un rescoldo inquietante de irritación e injerencia indeseable.

-¡Que me dejes en paz, tío!... ¡Que te mueras de una vez, joder!- Llegó por fin hasta Andrés la voz furibunda de ella.

Sin pretenderlo del todo, al igual que algunos bañistas más que por allí andaban, el joven Cruz escudriñó ahora, al oír hablar en español a la mujer, a todas luces joven y bonita, los movimientos de ambos. Él lucía una atlética silueta que se recortaba levemente sobre el azulado y límpido cielo de la tarde. De pronto, la muchacha echó a correr hacia Andrés, y deteniéndose junto a él, inquirió:

-¿Eres español, no, tío?... Te oí hablar antes en la recepción del hotel Berbari... Yo también estoy allí.

-¿Y...?- Permaneció expectante Andrés, sin alzarse de la toalla.

-¡Joder, tío, échame un cable, que a ese cabroncete de alemán..., ése que no deja de mirarnos,... y que me tiene hasta... Bueno, joder, que se le están alegrando los cojones toda la tarde conmigo, y no encuentro la manera de quitármelo de encima. ¡Ya es que no sé dónde meterme, tío!... Te das cuenta, y encima... mira al muy careto... ¡ya se viene para acá!... Lo que quiere es seguir dándome la brasa! Disimula, a ver si conseguimos que se largue. Le he dicho que eras mi novio y que me estabas esperando.

-Pero ¿qué dices, tía?... – Exclamó Andrés, entre el asombro y la diversión.

-Tú, chitón... Pero, échame el cable... ¡Ojo, que ya lo tenemos aquí!

Andrés se alzó de la toalla. El alemán les enjaretó una parrafada incomprensible y luego chapurreó:

-"Guter"... essppanyola...

-¿Te das cuenta, el mamón? Lleva más de una hora llamándome tía buena... ¿Te has fijado en los arañones que tiene en la cara?- En efecto, la mejilla izquierda del desconocido mostraba, en diagonal, unas enormes raspaduras, como pintorreadas vetas rojizas que el fuego solar habían resaltado- Un recuerdo que le habrá dejado alguna a la que habrá querido tirarse a la fuerza... ¡¡Éste, mi novio, mi colegui!!- Exclamó fingiéndose irritada, en espera de la reacción del turista alemán- ¿Me entiendes, so nazi de mierda? ¡Y tú tío eres un cabrón,... un bestia! ¡Sí, se te ve en la cara!- Indicó tocándose la mejilla.

El alemán, comprendiendo la alusión de la muchacha, con un par de muecas, le dio a entender que se lo había hecho afeitándose.

-¿Afeitándote? ¡Un porro! Eso alguna que te habrá acariciado con ganas de arrancarte la piel.

-¿Ccoleggui?- Exageró sus ademanes el turista alemán- ¡Ya, ya! ¡Coonmarrada!

-¡Qué camarada ni leches! ¡¡Mi novio!! “My boyfriend”, joder” ¡Este tío es tonto!… Oye ¿no hablarás alemán por casualidad? – Se dirigió la muchacha a Andrés

-¡Yo que voy a hablar alemán!

-¡¡Bueeff...!!- Lanzó la chica una especie de bufido.

-Oye, mejor déjalo ya, que esto va para largo- Dijo Andrés con una sonrisa forzada- Si quieres te acompaño al hotel.

-Yo... en Essppanya, ... annyo ppassaddo...vaccashiones en Malaagáa... Costa de... el Ssol. ¡Gustáa muschio!...¡Essppanyoles, muschio guaasa,... buenna gü...ergaa!...

-Juerga, tío! Eso es lo que tú andas buscando desde que he aparecido por aquí.

-¡Ttío, ya... ttío ccalée...- Se rió a carcajadas el alemán.

-¡Sí, tu mucho tío "guter", pero nosotros, mi coleguí y yo, - Hizo la joven un específico ademán con las manos- ¡¡largarnos!!... ¡“Bye bye”!

-¡Ya, buonna!... ¡Ttú!- Le dio a la pamplina obscena el alemán, arremetiendo suavemente con el dorso de la mano hacia los pechos de ella.

-¡Las manos quietas, joder!- Se encendió la muchacha- A estos tocapelotas, en cuanto se les enseña la lengua, van derechos al grano... ¡A ver si te mueres ya,... y no me toques!

-Oye tú, walkirio, deja los tentáculos quietos- Se interpuso, finalmente, Andrés- Que aquí nadie anda pidiendo guerra. Ésta, entérate ya, ¡¡mi novia!! Así que ¡largo, joder!

-¡Bien por ti, amigo!- Exclamó agradecida la joven.

-¡Ammigoo!...

-¡Vete a tomar por culo!- Respondió ásperamente Andrés- Y tú espabila- Se dirigió a la chica-, mejor será que recojas tus cosas, y nos larguemos de aquí. Que ese gorila en celo se nos está animando demasiado, y me estoy temiendo un final a lo “Viernes 13”

Corrió la chica en busca de su toalla y una pequeña bolsa de cuero que junto a ella estaba.

-¡Ehh, essppanyoles, musshio güergaa!...- Siguió el teutón con su matraca- ¡Olée!...

-Me parece que llevas una buena tranca, tío- Se rió Andrés mientras recogía también su toalla- ¡Corta el rollo, hazte una paja y descansa, Tarzán!

Se les juntó de nuevo la muchacha.

-¡Eessta buonna shavaalaa, ccoleeguii...!

-¡Anda y que te folle un pez!- Le hizo la peineta ella, al tiempo que se alejaban.

-Joder, parecíamos tres homínidos tratando de comunicarnos en los albores de la prehistoria- Ironizó Andrés.

-Si no llegas a aparecer, aún me estaría dando la brasa, el muy puto germanito.- Dijo la chica, balanceándose a cada paso que daba sobre la arena- Oye ¿no serás de Madrid?

-De la misma Villa y Corte, amiga.

-¡La leche! ¡Yo también!

Inesperadamente la joven se acercó a él. Sus pardos ojos, en la anochecida, frente a las primeras luces de Assilah, brillaban febrilmente. Soltó sobre la arena aquella especie de zurrón con flecos que llevaba, y besó con fuerza a Andrés. La impaciencia de la carne pudo más que él, y, como si apurase el vino de su borrachera, mientras la muchacha le tendía la siempre audaz y transgresora red de la seducción, la virilidad del joven Cruz entonó su verso sagrado. Y vivieron ese instante mágico. La mecánica del deseo elogiaba con ardor tal encantamiento. Tras aquel contacto inesperado, arrostraba ahora Andrés los altibajos febriles de un inesperado y salaz apasionamiento. Era fácil sucumbir a aquellos estímulos. No hay veneno más dulce que el del sexo. Y, de pronto, se absorbieron el uno al otro en la ocupación urgente de observarse con sensual sonrisa, motivándose en esa complicidad inevitable que sondea la aventura. La abultada erección de Andrés secreteaba ya tras el bañador su húmedo vigor. Franca, inmediata, la oleada juvenil del más desenvuelto de los deseos propiciados por el arrojo de la joven lo había puesto en la picota. Se entregó con complacencia a la ondulante marea de su sensualidad. La abrazó, constriñéndola contra sus genitales. Más y más iba aumentando en su interior un irresistible sentimiento por gozar ahora de la proximidad física de la muchacha.

-¡Cómo las gastas, colega!- Se rió ella, palpando la erección de Andrés, prioridad absoluta que aportaba su consenso al estallido vehemente de su sexualidad. Alzó hacia él su glotona boca, y mientras sus cabellos se ensamblaban en la brisa de la inmediata anochecida, besó su torso desnudo. Luego sus manos recorrieron, sin el menor titubeo, el rítmico sendero de la delgada cintura de Andrés; y pasando por sus constreñidos glúteos, tras prorrumpir en la exuberancia íntima de los genitales, descendieron por la conjunción perfecta que muslos y piernas formaban. Andrés la atrapó a su vez desde el rostro, y alzándola, dejó que su boca se perdiera entre sus enhiestos y tersos pechos, acorralados ambos en un anhelante y placentero tormento de ahogos.

Era una cara de niña, de hermosura risueña, casi angelical. Ojos, nariz, boca y labios mostraban la conjunción fascinante de una poesía hecha carne. Y sobre su frente, concluyendo la delicada interpretación de tan estimulante orientación pictórica, se derramaba el auge aniñado, blando y prolijo de unos graciosos rizos de pelo muy rojizo, probablemente teñido, y que, mal recogidos tras la nuca, se dispersaban, no obstante, por todas partes. Era insinuante y de gestos muy elocuentes. En sus bellos ojos no resaltaba la menor chispa de romanticismo, pero sus labios eran tan endemoniadamente rojos y carnosos, su dentadura tan blanca y perfecta, que por más truculento que fuese el reproche que tratasen de reflejar, concedían a sus facciones un constante aire festivo, algo exótico y oscuro.

-¡Espera, tío!- Exclamó de pronto ella, riéndose- Antes tendremos que presentarnos debidamente.

-Oye, si lo que pretendes es chulearme, vas dada- La apartó de sí Andrés bruscamente. Sus ojos reflejaron al instante una viva contrariedad- ¡No soy de los que insisten! Tomo y doy sin problemas, y paso mucho de las calienta pollas como tú.

-No lo dudo- Se rió de nuevo ella. Y sus pardos ojos, de niña curiosa, buscaron de nuevo los labios de Andrés, que él aparto con brusquedad.

-Entonces, y por simple curiosidad, ¿qué problema hay?

-No estoy sola-

-¿Y eso es todo?... ¡No te jode!

-No te enfades, tío, aunque me he dado cuenta que así, enfurruñado, estás más guapo... Me llamo Patonia... ¿Y tú?

-¡Venga ya, déjate de protocolos gilipollas!... Además, ¿a quién se le ocurre llamarse Patonia? ¿Qué hostias de nombre es ese?

-María Antonia, guaperas,... pero de niña empezaron con lo de Patonia Patonia, y con Patonia me quedé... ¿Y si nos damos un baño?... Ya que me has salvado de las garras del alemán calentorro...

-Yo me largo al hotel, tía. Así que ¡tú misma!- La conminó Andrés un tanto mortificado.

-Pero si aún no me has dicho ni tu nombre.

-¡Andrés, joder! ¿A quién coño le importa el nombre?

-¡Vamos a bañarnos, Andrés!- Se desnudó por completo Patonia.

-Pero, tía, ¿qué haces?- No pudo por menos que lanzar el joven Cruz una carcajada- Que esto es Marruecos, y está prohibido despelotarse en las playas.

-¡Venga, tío!... – Corría ya Patonia.

-¡Que no, joder!... ¡Que puta cabra la tía!... Vuelve aquí, que estas playas están muy vigiladas...– Seguía con sus risas Andrés-, y a los que se despelotan se los llevan como al del “Expreso de medianoche”... ¡Será gilipollas, la niñata!...

Patonia estaba ya en el agua.-Anda y que te zurzan, tía, -Murmujeó Andrés- que yo me largo de aquí.

Alzó el joven Cruz sus dedos pulgar e índice de su mano derecha accionándolos en actitud de “tirar tiritos”, mientras la muchacha se escurría una vez y otra entre la calma chicha de la playa, lanzando risotadas.

-¡Como una puta cabra, ya lo he dicho...! Ahí te quedas... ¡Oyeee,- Repitió alzando su voz- que ahí te quedas... y aquí dejo tus cosas! Abur, calienta pollas.

Inesperadamente, entre las leves sombras de la atardecida, otra joven se acercó a él, observándole apenas, y rauda como una pantera corrió hacia la orilla donde Patonia, desnuda, se distendía como una chiflada, lanzando gorgoritos, y dejando como indeterminados sus límites entre la tierra y el agua.

-¡Patooo... Patoooo...!... – Gritó nerviosamente, censurándola- Pero ¿tú es que no carburas, so mema?... ¡Si serás borde!... ¡A mí no me vuelvas a dejar tirada en medio de la calle,... y encima llevándote el dinero! ... ¿Quieres salir de una puta vez del agua, pedazo de paquiderma!

-¡Joder, tía, mira que eres pelma! ¡Cuánto te gusta aguarme la fiesta!... Ya estás otra vez como esta tarde- Se lamentó Patonia.

-¡Que salgas ya, so gilipollas! ¡Y encima en cueros!

Patonia salió por fin del agua.

-.Pero, ¿tú donde tienes el cerebro? ¿En el...? ¡Mejor me callo!

-Aquí está el dinero, so coñazo... en mi zurrón.

-¿Y te quedas tan fresca, so gilipollas? ¡No ves que aquí te roban hasta el aliento!

Andrés no se había movido.

-¡Vístete de una vez!... – Exclamó la recién llegada.

-Esta es Mónica- Se rió Patonia vistiéndose, mientras su amiga le lanzaba el zurrón con flecos por la cara, tras apoderarse de cierta cantidad de dinero guardado en el mismo- ¡Para ya, tía! Deja por lo menos que te presente a Andrés, un compatriota, ... y de los Madriles también.