domingo, 9 de marzo de 2008

Nuestra Señora de París (Nôtre Dame de París)


Autor: Víctor Hugo

"La creatura bella bianco vestita"

... París ofrece un espectáculo magnífico, atrayente, sobre todo el París de aquella época, y visto desde lo alto de las torres de Nôtre Dame a los primeros albores de una mañana de estío. Era aquel un día de julio y el cielo estaba despejado... Un hombre llevaba arrastrando por el suelo un bulto blanco, al que iba unido otro bulto negro. Este hombre se paró al pie de la horca... Entonces Quasimodo le pudo ver bien. Llevaba en hombros a una joven vestida de blanco y con un dogal al cuello. Quasimodo la reconoció: ¡era ella! La cuerda dio varias vueltas girando sobre sí misma y Quasimodo, que no respiraba ya hacía algunos instantes, vio recorrer horribles convulsiones por todo el cuerpo de Esmeralda. Dom Claudio, en tanto, con el cuello estirado y los ojos fuera de las órbitas, contemplaba el horrible grupo del hombre y de la mujer, de la araña y de la mosca...


En la pluma exaltada de Víctor
Hugo, genio de la Literatura Francesa, penetrándolo todo, se siente el florecer de la palabra como manantial que, con celoso furor, brotara de una plegaria. Hay en su grandiosidad una especie de arrobo trágico, que se desparrama sobre nosotros como si recibiésemos la pujanza de convulsión tan entusiasta como la que naciera desde el silencio y la pureza de la sangre de tan gran maestro. En el amargo oleaje conmovedor que para nuestro pecho supone la lectura de esta "Obra de Arte" indiscutible, nos sentimos habitados por todos los dolores que palpitan entre las recias personalidades de unos personajes que relumbran frente a los atrios del magnífico "Templo Parisino". Oímos el gemir de la vida, casi fantasmal, bajo los techos, cúpulas y torreones, de ese tocado medieval de aquel París brumoso y cruel, de fría calígine y luna helada, propuesto por Víctor Hugo.


Dom Claudio, Quasimodo, Esmeralda: ¡personajes sublimes! Nos invitan a una ceremonia prodigiosa. Es como si quedasen prendidos en un recinto de milagros, y desde la venerada "Nôtre Dame" remontar
an el vuelo de lo extraordinario, frente a un mundo que vive de júbilos, de fiestas nefandas, de hermanos repudiados, vírgenes celosas, y bellezas tan deseadas como aborrecidas. Sentimos en nuestras carnes el aferramiento pavoroso de sus miradas, de sus tránsitos espantados, y de su internado perpetuo (merced a la literatura) en la aglutinación combustible de las pasiones, de los desafíos sensuales de la memoria, por el inspirado designio del genio bendecida.

"Nôtre Dame de París" es en sí misma un profundo ámbito sensitivo de emociones; un firmamento místico de alquimistas labrados en la imagen del rencor; una difícil penitencia que se eleva hacia el crucifijo de la muerte. Y un trance gigantesco se desparrama sobre el placer del lector y atrae nuestra compasión: porque su creador desanillará sus jerárquicas sierpes entre la vanagloria penitenciaria de los mil venenos que acompañan la crónica de estos personajes, lacerados por el ímpetu de sus abiertas heridas y el gemir desesperado que predestina sus existencias.



A pesar de todo, nada entorpece el éxtasis histórico de "Nuestra Señora de París". Al recorrer sus páginas nos convertimos en "discípulos propiciatorios", habitados por un designio de magnificencias. Somos los nuevos fámulos que nos agrupamos bajo los pilares de la Catedral para gozar sufriend
o ante la verja erizada del tiempo, que Don Víctor apadrina sin comedimiento. Como un viejo león jadeante que, en vez de socorrer a enfermos y desvalidos, los devora, a costa de licencias históricas de perdición, lágrimas y "fatalidad" (como el "ANÁPKH" grabado a mano por Dom Claudio en un rincón sombrío de una de las torres de "Nôtre-Dame").


Y así recorremos extasiados este oratorio, roído por el mal, glorificado por el júbilo ingenuo de sus pregones medie
vales, y de sus tumultos disolutos recalentados por el oro de sus vetustos altares. París recobra su hosquedad cegada de luna o de noche apagada, recorrida por el hombre espantado, donde prospera el asilo sagrado o los padecimientos confinados al espino negro de la oscuridad, en la que la crueldad y el fanatismo acometen sus más arriesgadas empresas.


Y en la hora confusa del tiempo, como si la desgracia empujase el horror fuera de los recintos del Templo, sobre ese inmenso temblor de hogueras, al abrigo de los puentes pedregosos del gran Sena, el huracán pasional de Dom Claudio nos estruja de nuevo como dedos impalpables... Arde la piedra frente al fulgor encarnado de los hacheros, llega un tránsito de rondas, una bruma de caminantes sin posada, una emoción de grupo entenebrecedor, a través del cual sobresale un entrañable monstruo, de espalda gibosa y rostro deforme, rubricada, no obstante, su faz por el sosiego difícil del penitente torturado. Y en su adversidad, esta criatura en pena, mofa enjaulada por los fajos procesales, halla su remanso de paz en la contemplación y la piedad de la "creatura bella"... Anochecido, Quasimodo, el siervo maldito, que no oye, y se recata entre los torreones sagrados de la Catedral, acabará arrodillado ante esa figura que le sonriera con indulgencia: ... "Si aquella joven era un ser humano, un hada o un ángel no pudo decirlo... ¡Tan fascinado le dejó aquella hermosa visión de Esmeralda!"


Victor Hugo nos d
eja a solas con el dolor, en esta crónica contenida y cifrada en las lágrimas del deseo. Otros genios ya exclamaron que "la palabra escrita es, probablemente, la más preciosa de las realidades" "Nuestra señora de París" nos predispone, frente a tanta sabiduría y elegancia, a experimentar un pudor indeleble de severas esplendideces, y deja que la voz del tiempo participe de la sublime ética del arcano, que únicamente la voz del genio es capaz de dilucidar, para ofrecérnosla desde el silencio de la más bella intimidad de la invención.


 

Lectores, no retardéis tan especial audiencia. El recamado es precioso. "Nuestra Señora de París" respira con delicia la frondosidad de la historia. Entre sus sensuales memorias, aunque apócrifas, todo se presta a la claridad de la demostración: es como un coleccionado de plantas olorosas y medicinales, entre las que, más allá de las inmundicias arrabaleras de la "Corte de los Milagros", tintinean las ajorcas plateadas, las cadenillas que anudan los tobillos, el paso patricio y menudo, de la egipcia. Es como poseer, en manuscrito, el fino parpadeo de inocencia y perplejidad con que Esmeralda concilia sus inocentes compromisos y devociones en frenéticas danzas medievales. París abre también un camino de luz científica y humana para nosotros: al festín de los gentiles, a las imaginaciones geométricas y alquimistas de sus sabios, reyes y arcedianos, las abastecen acechos de calentura. Y Quasimodo, bajo el campaneo catedralicio, menospreciando, en su monstruosidad, las pesadumbres del mundo, nos tiende bizarramente su mano deforme, rotundo y dulce, mientras la ciudad torva y el odio pasional de Dom Claudio le demanda con fiereza la confidencia de su gozo.





"Me ocupaba en escribir esta novela, cuya acción transcurría en el siglo XV, cuando París, se llenaba de barricadas, y el estruendo de los tiros resonaba por doquier. Carlos X había sido sustituído en el trono de las Tullerías por Luís Felipe, y todo resultaba demasiado excitante para que yo permaneciera encerrado en mi escritorio (Víctor Hugo). Corría el 25 de julio de 1830. "Nuestra Señora de París" no se completaría hasta el 14 de enero de 1831.