lunes, 28 de enero de 2008

Dios ha nacido en el exilio

Autor: Vintilă Horia Iucal
 
"Cierro los ojos para vivir. También para matar. En esto soy más fuerte, pues él (Augusto) sólo cierra los ojos para dormir y ni siquiera el sueño le reporta consuelo alguno. Sus tinieblas están pobladas de muertos, de crueldades que le obsesionan..." 
 
 
 
 
 
 
 

Corría el año IX de la Paz Augusta, conocido Período Áureo de un reinado que vivía un flamante florecer literario y artístico. En el escritor rumano Vintilă Horia Lucal  el tema de la expatriación, por él mismo experimentada, ocupará uno de los núcleos centrales de su, un tanto, exigua obra. Fue en 1958, cuando exiliado en Madrid, y celebrándose en Europa el bimilenario del poeta Ovidio Nasón (muerto en Tomis,-Constanza- frente al Ponto Euxino la que fuera primitiva Rumanía habitada por el pueblo Geta y sometida a Roma), estos dos hombres se entrecruzarán, como unidos por esas especies de jugosas brisas que para muchos escritores, amantes de la antigüedad, sientan las bases del acaecer histórico; y, en el caso que nos ocupa, presidido, una vez más, por el tema del ostracismo. Sombras, las de Horia y Ovidio, que, no obstante, destellan con una fuerza inaudita frente al súbito recuerdo, imperecedero en el tiempo, y que los une ya para siempre en sus respectivos universos literarios.




Ovidio Nasón
desapareció, en efecto, entre las tinieblas del Ponto Euxino, dejando tras él una amarga emoción de soledad, que comenzaba a deslizarse en pos de su presa, ahogada ya en esa negrura invasora de las distancias insalvables. Su exilio, misterioso, se sumió en la fina textura del olvido y del tiempo, al que él había tratado de engañar en la época aúlica de sus favoritismos, siempre apetente de su propia gloria: "Viviré en los siglos" (sus postreras palabras, recogidas en su Metamorfosis, antes de ser deportado).
 




Publio Ovidio Nasón, poeta romano.

     
Fecha de nacimiento: 20 de marzo de 43 a. C., Sulmona, Italia-Lugar de fallecimiento Constanza, Rumanía.
     

 

Así, entre aquel llamear de nuevas tierras descarnadas, Ovidio vivió el tránsito fatídico de los postergados, y el hambre del mendigo al que le fue negado el pan último de la gloria Augusta. La historia jamás dilucidó con exactitud los motivos por los que el emperador de Roma, dueño del mundo, le impusiera el destierro a las desoladas orillas del Mar Negro, aunque se vislumbrase como causa posible las relaciones pecaminosas que el lascivo poeta (que se creyó designado por la misma Venus para propalar en dulces versos la semblanza libidinosa de Eros) mantuvo con la joven Julia, nieta de Augusto, y expulsada de Roma por su abuelo.





Gimiente vehículo este diario apócrifo, concebido por Vintilă Horia, en el que late la aspereza constante de una vindicativa y no menos Olímpica amenaza en boca de Ovidio, sin que nada ni nadie logre, al principio del libro, apartarle de las maquinaciones impenetrables que generar puede el odio, jabalina de oro de vana sutileza, que, sin atildaduras ni remilgos, tantas veces acaricia con pulida uña el corazón de los hombres. Doloroso despertar a la tributaria oscilación de los meses y años de solitario tormento, frente al desfile de nuevos mundos extraños, que, trascendentemente, recogerían sus impresiones últimas y trágicas entre la autoría testamentaria de su famoso libro "Tristes y Pónticas". Lamentos de aquel gentil, que, aunque perdida ya toda expectativa de regreso a su amada Roma, jamás aceptaría el escarnio de su exilio en una de las provincias más olvidadas del gran Imperio Romano. Cierto, porque de sus primeras lamentaciones, aún cálidas y confiadas, nacerá, merced a la afilada pluma de Vintilă Horia, una lengua de escorpión, capaz de recorrer sus nuevos altares de holocaustos entre en frío y duro acero de su soledad. Únicamente el sueño del oscuro hechicero divinizador de Zamolxis (uno de los mejores pasajes del libro) lo sumirá en su cueva somnolienta por la que avanzará hacia el olvido total. Una conformidad que no reconocerá ya más inocencia que la de su inmediata muerte entre las angosturas de Tomis. Allí culminarán todas las opulencias del romano que abominara de los símbolos de la castidad, ante el acecho de las invasiones Dacias, cuyas flechas envenenadas atravesarán sus murallas como presagio de malaventuranza. Y allí caerá devorado por la fiebre, frente a las nieves inmisericordes del invierno, entre el aullido de los lobos y las ráfagas gemebundas del viento, añorando las dulzuras del pasado en su Ciudad Eterna.


"No me dijo su nombre; se inclinó ceremoniosamente y me indicó que me sentara en un escabel. El sacerdote me ofreció una copa de leche cortada con miel, que me devolvió en seguida la lucidez de espíritu y me quitó el cansancio de la larga caminata. Se colocó ante mí y me habló mucho tiempo, pero su primera frase fue la única que retuve íntegra en mi memoria: "Llamáis Zamolxis a nuestro Dios, pero nuestro Dios no tiene aún nombre". Todo lo que en Roma se sabía sobre la religión de los dacios y todo lo que contaban de Zamolxis y de su doctrina, no era más que una construcción realizada por el espíritu griego, la adaptación de la idea de Dios ajena al espíritu de los griegos. Se decía que Zamolxis había hecho un largo viaje a Grecia y que Pitágoras, del que había sido esclavo, le transmitió su doctrina... Todo esto, según el sacerdote que me hablaba, era sólo leyenda. Acaso Zamolxis nunca hubiera existido. Era sólo el nombre provisional, el atributo de Dios, ese Dios cuyo nombre no se había revelado aún a los mortales, pero que lo será de un día a otro... Los pueblos seguirán matándose unos a otros todavía durante mucho tiempo, pero llegará un día en que todos seremos hermanos y el crimen y la guerra habrán desaparecido del mundo."




Su única confesión de horror frente a la realidad de su presente quedará glosada en su postrer obra de vena elegíaca
, impetrando durante sus años de destierro, inútilmente, en mil escritos, el perdón de Augusto, la ayuda de su esposa Fabia y de sus más íntimos amigos, ya cautelosos y desentendidos. Como se sabe, Ovidio Nasón regresó a Roma, pero ya cadáver, acompañado quizás por un último lamento: "¿Qué hice yo para que así me odiarais?..."


En efecto, si hay lectores capaces de aventurarse hasta ese emocionante trote de los corceles de la imaginación de un escritor, para internarse en la flamante evolución interna de ese Ovidio revisitado por Vintilă Horia Lucal [Segarcea, Rumanía, 18 de diciembre de 1915 - Collado Villalba, Madrid, España, 4 de abril de 1992], que así se atrevió a desgranar las descarnaduras vivenciales de tan áspero mosaico histórico, oculto por el tiempo, como el que recorren sus páginas apócrifas, al igual que raíces sorprendidas en su origen, y que descubrirán los filamentos más sutiles de aquel eternizado exilio vivido por Publio Ovidio Nasón, aprenderá también que, aunque se pueda morir antes de haber muerto, es únicamente un solo cielo el que se extiende por encima de nuestros sueños, de nuestras angustias, de nuestros frutos, entre tantas tierras ensangrentadas por hombres desconocidos. Y que también, bajo ese mismo cielo, existen fuegos de nuevas promesas, que harán que no nos sintamos extranjeros en el exilio...